La primera vez que Jordi Prat estuvo en Valparaíso fue en el verano meridional del 2019. Aquella vez alojó en casa de Valeria Infante, arquitecta y diseñadora, a la que Jordi había conocido en Barcelona un año antes.

En aquella primera jornada, recorrieron las calles de Valparaíso con esperanza inusitada, debido, en gran parte, a la cerveza y a los pitos de marihuana que habían ingerido en el balcón de la casa de Valeria, desde donde divisaron el puerto y sus movimientos sutiles, pues a la distancia todo parecía estático.

Lo que más le sorprendió a Jordi de Valparaíso fue la semejanza con su entrañable Barcelona, semejanza que él veía en ciertos aspectos que Valeria pasaba por alto. La primera de ellas, la que sorprendió a Valeria por lo evidente, fue el esquema de los pasajes, esa interminable sucesión de callejuelas diminutas que se presentan, como si nada, a mitad de otros pasajes ordinarios.

Precisamente en uno de estos callejones se encontraba la casa de Valeria, o mejor dicho, la casa de sus padres, la que había recibido como herencia luego de la muerte de estos en un accidente automovilístico. Valeria habitaba aquella casa como un fantasma ambulante, la mayor parte del tiempo de rodillas y nunca de pie.

La segunda semejanza que llamaba poderosamente la atención de Jordi era la locura callejera (la vida de una ciudad está en sus calles), la aparición constante de artistas a cada paso de ciego: músicos, saltimbanquis, actores itinerantes, promotores de juego, comediantes, etc. Valeria estaba de acuerdo en este punto, y no podía hacer otra cosa que brindar por el clero de clowns.

La tercera y última semejanza era que después de la medianoche la ciudad parecía transformarse en un ente plástico, moldeable a la usanza de quien fuese. Para Valeria este punto resultaba conmovedor pues ella misma lo había pensado durante su estancia en la ciudad catalana.

En aquella oportunidad, Barcelona le pareció una ciudad viva, como un interior gástrico (le encantaba decir esta frase cada vez que alguien le preguntaba), en la que todo individuo era digerido y consumido y transformado en su antítesis. Jordi, por su parte, pensaba que Valparaíso era más violento, enigmático. Se veía a sí mismo siendo parte de este medio que muta con violencia, siendo arrastrado por la fuerza de su contingente.

Pero ¿hacia dónde iba con semejante fuerza?

Hacia un campo interno, similar al interior gástrico en el que pensaba Valeria, hacia el verdadero corazón de la ciudad.

Caminaron por las calles del puerto distraídos y confiados, y se sumergieron en cuanta experiencia pudieron. Entre éstas, tomar Borgoña en un local de la subida Cumming, y escuchar a un cantautor en otro local de la misma zona. Una vez cerrado este local, salieron a la calle y permanecieron de pie charlando con los asiduos, con los porteños que ahí se reunían y con los extranjeros que se acercaban motivados por el creciente ruido de la masa. Ya cansados de esta situación, se encaminaron calle arriba, hasta una plaza que Valeria conocía muy bien y que sabía estaría desierta. En ésta se besaron. La verdad es que no sentían nada especial el uno por el otro, pero parecía estúpido no hacerlo pues la noche estaba hermosa, cálida, y además (esto lo pensaba Jordi) era una forma de dar gracias al universo por tal experiencia y compañía. El beso fue torpe, no deficiente, pero torpe, como si ambas bocas no congeniaran o no estuvieran hechas la una para la otra, o como si se requiriese de entrenamiento para entender los componentes y movimientos necesarios. Al alejar sus bocas se rieron y abrazaron, se pusieron de pie y bajaron por donde mismo habían subido. Siguieron dando vueltas por diversos pasajes, hasta que el sol comenzó a iluminar el cielo y los ruidos del puerto se pusieron en marcha. Era hora de ir a casa. Cayeron rendidos ante su lecho, que era una cama grande, de madera, compartida por ambos. Se quedaron dormidos en el acto, sin mediar palabra alguna, sin intentar retomar lo que podía entenderse como inconcluso.

Al día siguiente despertaron, cada uno, con una resaca de diferentes proporciones, debido, en gran parte, al exceso de cigarrillos negros que habían fumado y a los nulos o pocos alimentos que habían ingerido. El primero en hacerlo fue Jordi, quien se dirigió sin chistar hasta el baño. Luego de orinar, se sacó el pantalón deportivo que usaba como pijama y se metió a la bañera. Luego de meditarlo por unos breves segundos, se decidió por tomar una ducha de agua fría. Éste era uno de sus placeres preferidos, tomar una ducha fría en un clima húmedo y cálido, quedarse durante diez o veinte minutos bajo el chorro y pensar en cuestiones mundanas. Durante la ducha pensó en Valeria, en el beso del día anterior, y acto seguido se corrió una paja. Pensaba en ella desnuda y acostada junto a su lado, en la proporción de sus caderas, en sus piernas esbeltas y en lo hermoso que hubiese sido follar con ella durante la noche. Este pensamiento le reconfortó. Su pene estaba diminuto debido a la baja temperatura del agua, por lo que la paja no le dio gran satisfacción. Una vez finalizado, cerró la canilla del agua y salió con el cuerpo aún mojado hacia la habitación. Luego fue el turno de Valeria. Su ducha fue corta y no pensó en nada en específico. Una vez vestidos, salieron de casa y fueron hasta un desayunador que era de todo el agrado de Valeria pero al que no iba muy seguido debido a sus elevados precios. En él había toda clase de cafés, provenientes de diversas partes del mundo. Jordi pidió uno árabe, mientras que Valeria uno brasileño. Desayunaron huevos revueltos y tostadas con tomate. Durante el desayuno hablaron de la ciudad, de arquitectura, de los amigos en común, y de música y arte, que eran dos de los temas predilectos de Jordi.

Hace poco que Jordi había terminado la facultad. Al igual que Valeria, había estudiado arquitectura, pero nunca había ejercido la profesión. Su amor por la pintura, práctica totalmente nueva para él, le quitaba el sueño e intentaba hacer de ésta la verdadera razón de sus días. Hablaba de la pintura como quien habla de un amor extraviado. Era posible ver en sus ojos un destello profundo y real que provenía de un estatuto interno inclasificable.

En aquella ocasión Valeria pudo ver este haz por primera vez. Mientras bebía de su café, examinaba los labios y los ojos de su interlocutor. Había pasión en ellos, una pasión extraviada, hay que decirlo, o desbocada, poco resuelta, o canalizada, pero pasión al fin al cabo, y esto hablaba de que Jordi se conectaba con algo en su interior que parecía dormitar la mayor parte del tiempo.

Por un segundo creyó estar enamorada, pero en el acto se dijo que para pensar en tonterías no estaba y borró ese pensamiento de manera instantánea.

Una vez pagada la cuenta, Jordi le dijo que su plan del día era caminar por Valparaíso, nutrirse de la ciudad, hacer esquemas, bosquejos, concretar ideas que volaban por su cabeza como mariposas opacas, o como luciérnagas a la espera de iluminarse (le encantaba hacer poesía), pero en soledad. De esto se excusó. Le dijo que la vería en la noche, que la esperaría en el mismo bar donde habían tomado borgoña la noche anterior, a eso de las 22 horas. Valeria estuvo de acuerdo y luego le dijo adiós.

La verdadera experiencia de Valparaíso para Jordi comenzó entonces, unos pasos por fuera del desayunador, veinte pasos hacia el oeste, para ser más preciso, lugar en donde decidió subir por Cerro Alegre, para luego perderse en dirección al sur, hacia los cerros desconocidos que casi no aparecen en el mapa.

La calle era Almirante Montt. A Jordi le pareció una calle digna de una postal, quizá demasiado similar a Europa en ciertos aspectos, muy poco sudamericana, a decir verdad. Por esa misma razón decidió encaminarse por ésta hasta donde dicha “cosa europea” desapareciese, o hasta que las construcciones cambiaran en composición y no le recordaran a Barcelona. Pensaba que debía internarse en zonas más reales, aunque sabía que la realidad presenta una multiplicidad de alternativas, aristas, no todas éstas igual de interesantes.

Este trayecto duró cerca de diez minutos, hasta que encontró una calle extraña, más angosta que las que había dejado atrás. Decidió aventurarse. A pesar de ser cerca de las once de la mañana, el sol no lograba iluminar el pavimento, ni siquiera las aceras que eran diminutas y que permitían sólo el paso de un individuo. Caminó dubitativo, o más bien como un explorador, observando con atención cada detalle, surco, ladrillo y techumbre que se le presentaba. Las casas que componían el panorama en aquella callejuela eran todas similares, casas opacas de dos niveles, con chapas grises y ventanas tristes y sucias.

La que llamó su atención fue una casona azul que parecía componerse de dos viviendas individuales que habían sido anexadas en un correcto proceder arquitectónico. Era la única vivienda reformada en aquella callejuela. Se preguntó en qué lugar se encontraba. Supuso que aún estaba en Cerro Alegre, aunque dicha parte del cerro emergía como distinta, o quizá era otro cerro, uno dejado de lado, o más honesto, mucho más cercano a la cara real de la ciudad.

Miró de cerca y pudo ver que la puerta principal estaba abierta, que de las ventanas colgaban lienzos rojos que llegaban casi hasta el suelo. Pensó que se trataba de un centro cultural, o la sede de algún partido político de izquierda y que en ese momento se celebraba alguna reunión o evento.

Su curiosidad no pudo más. Ingresó a paso lento, cansino, como quien teme dar aviso de la intromisión, para luego dar un salto hacia el interior.

El interior era vasto: un gran hall daba la bienvenida. Más allá una gran escalera de madera que conducía hacia el segundo nivel. Todo revestido de ladrillos. Dijo “hola” en repetidas ocasiones pero no obtuvo respuesta. Cruzó el hall y se situó bajo el umbral de una puerta. Desde ahí pudo ver un patio, un living y una señal que indicaba en la dirección opuesta, en una dirección superior. Automáticamente hizo caso de esta señal. En aquella dirección había una escalera caracol, muy distinta a la primera que había visto. Ascendió por la estructura. Al llegar al extremo superior vio pinturas, cuadros, cerca de diez sobre uno de los muros, expuestas en línea. Era evidente que se situaban de aquella forma dando a conocer una lectura (aunque llevaba poco tiempo en el mundo de la pintura, era consciente de detalles como estos). Sumado a esto pudo notar puntos convergentes, líneas que se enfrentaban, colores relacionados y un lenguaje común.

Fue en aquella casona donde vio por primera vez ese símbolo, esa marca que lo perseguiría por los meses y años venideros.

Un círculo abierto en uno de los extremos. Al interior de éste un círculo perfecto y negro.

El símbolo estaba presente en las diez pinturas, en diversos tamaños y casi imperceptibles todos. Jordi tenía la ventaja de ser arquitecto y de tener el ojo entrenado.

Al instante en que se dio cuenta de este detalle un hombre apareció por la misma escalera por donde él había subido. Era un hombre bajo, más de lo habitual, y muy delgado. Portaba una gran sonrisa, una sonrisa siniestra, según Jordi, que emanaba una condición extraña, de ultratumba, de hombre muerto, de cadáver.

-Veo que ha descubierto nuestra galería de arte –dijo el hombre.

-Hola –dijo Jordi-, así parece.

-Efectivamente. Está un poco escondida, lo sabemos, pero la encontrará quien tenga que encontrarla.

-Pues yo lo he hecho.

-Y se lo agradecemos.

-Estos pintores ¿quiénes son? –dijo Jordi.

-Pintores iberoamericanos, miembros de nuestro círculo, grandes artistas, por lo demás, desconocidos hasta ahora pero prontos a erigirse como grandes genios del arte, como combatientes en el terreno del espíritu. Entre estos un chileno, un argentino, un mexicano y un venezolano. Estas pinturas están a la venta, por si le interesa alguna.

-No, no estoy interesado en comprar, sino en verlas. Yo también soy pintor.

-Ah, usted es pintor.

-Así es.

Jordi vio como al cara del sujeto ese se transformaba y ya no portaba la cara de un cadáver, o de un muerto, o de un famélico intentando aferrarse a la vida, sino más bien, ahora, la cara de un hombre iluminado, casi feliz.

-Imagino que estará interesado en informarse sobre nosotros –dijo el hombre.

-¿Ustedes?

-Sí, nosotros.

El hombre parecía crecer, hacerse más grande, aumentar su estatura en casi veinte o treinta centímetros, hasta alcanzar casi la estatura de Jordi que era cercana al metro ochenta, aunque tenía la costumbre de caminar muy erguido y casi en puntas de pie alcanzando hasta el metro ochenta y cuatro en ciertas ocasiones.

-Conformamos una asociación de pintores latinoamericanos, como le he mencionado –prosiguió el hombre ahora más alto y amenazante-. Nos encargamos de promocionar nuestro arte, el arte perdido de estas ciudades latinoamericanas, exportarlo a Europa para darle luz y espacio, una cara, una vida.

-Pues me parece muy bien lo que hacen.

-Es un servicio, y los artistas lo agradecen. Pero intentamos ir más allá; pensamos en una revolución en la forma de vivir y hacer arte.

-¿Y cómo se hacen llamar?

-Finis Terrae, asociación de artistas del fin del mundo.

-¿Los artistas del fin del mundo hace alusión a los pintores chilenos?

-En parte, y sobre todo porque la organización ha nacido aquí, en esta ciudad, en la última de las grandes ciudades latinoamericanas, en este país. Y sí, los primeros pintores partícipes fueron chilenos en su gran mayoría, para luego dar paso a una multiculturalidad que abarca casi todo Iberoamérica.

-Y dígame ¿esto qué es?

Jordi señaló la figura, la forma circular que estaba presente en todas las pinturas.

-Pues nada, sólo un requisito que le exigimos a nuestros artistas; deben incluir aquella forma en su arte.

-Extraño requisito.

-Es una forma de nivelar, de igualarlos, aparte de una rúbrica necesaria.

-Ya veo.

El hombre bajo y delgado hizo una contorción extraña, y metió su mano derecha en el bolsillo trasero de su pantalón. Del interior de éste sacó unos papeles pequeños.

-Mire –dijo el hombre.

Eran pequeños afiches, invitaciones al sitio.

-Mmm –dijo Jordi.

-Pues dígame ¿Qué le parecen?

-Con respecto a esto no puedo decir nada, pero las pinturas me parecen bien. Me agradan los trazos, los gestos violentos, la técnica en sí.

El mismo Jordi no era un gran pintor, ni siquiera un buen arquitecto. Languidecía de eso que los artistas mal llaman “el virtuosismo”, aquella habilidad innata que no es talento ni nada similar, sino más bien un don de Dios, una herramienta o una extensión del brazo.

SINOPSIS

Jordi Prat es un joven pintor catalán neófito pero mediocre que ha pasado los últimos seis meses viajando por América Latina. En su paso por Chile, país al que visita al final de su viaje, descubre una asociación de artistas iberoamericanos que se expande tanto en América como en Europa, y que se erige como un nuevo movimiento cultural a nivel internacional. Asimismo, que en la Patagonia el pueblo mapuche ha logrado, después de años de luchas, independizarse, creando la nación Mapuche, similar en varios aspectos a una posible Cataluña independiente, de la cual él es partidario. En el transcurso de su viaje se verá inmerso en ambos movimientos, en la asociación de artistas y en la organización de la nación Mapuche, sumergiéndose en los motivos y estrategias de ambos grupos. Descubrirá, en este paso, que el mundo es un lugar intrincado y que funciona como una red interconectada de intenciones a veces oscuras, a veces insidiosas.

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