La intimidad de los pájaros

La intimidad de los pájaros

Sinopsis:

La intimidad de los pájaros es una novela donde su protagonista llamada i, una chica intersexual, toma la decisión de aparecer ante el mundo sólo durante el día y preferir, de esa manera, desaparecer de noche en su refugio secreto con sus amantes secretos. Para ella el mundo es mejor contemplarlo con la luz del sol y de ser necesario, escurrirse entre las sombras de otros y pasar desapercibida y de esa manera poder descifrar, a través del amor pasajero como arma de salvación,las complejas relaciones que se tejen diariamente entre ella y sus amantes.




Capítulo 1.

            • El nacimiento de i

Cuando i nació, la partera le pasó el bebé al abuelo que estaba sentado a un costado del camastro observando el parto, y el primer gesto del hombre fue mirar entre las piernas del recién nacido para determinar su sexo y apenas vio lo que vio, encogió los hombros y soltó un suspiro bastante ruidoso. La partera no supo cómo responder frente a eso visto. La madre, agotada por el parto, reclamaba a su hijo. Ella, la madre, estaba tendida a lo largo y ancho del camastro, sin un aliento, deshecha, con la cara blanca como un papel y a su lado, tiradas por ahí de cualquier manera, se podían ver montones de trapos ensangrentados, sin mencionar los baldes llenos de agua sangre en donde fueron escurridos una y otra vez las telas que ayudaron a contener las hemorragias del desgarramiento. El abuelo, con la niña en brazos, o mejor dicho, con el niño en brazos, vio a su hija tirada en la cama, más muerta que viva, apenas abriendo los ojos, tiritando, y tratando de decir algo.

Es mejor que no digas nada, dijo él. Lo mejor será que mueras en paz, no te preocupes por el bebé, el pequeño Aldebarán estará a salvo conmigo.

Cuando la mujer escuchó las palabras del viejo, sacó fuerzas de donde no las tenía, y antes de dejarse llevar por ese sueño dulce que dicen es la muerte, se sentó en el borde de la cama y le reclamó a su hija. La partera tomó al bebé de entre los brazos del abuelo y lo puso enseguida en los de la mamá. Lo primero que vio la mamá fue un lunar en la frente de la niña. Luego miró entre las piernas del recién nacido. Hurgó con sus dedos lo que veía. Luego miró a la partera, miró de nuevo al lunar en la frente de la niña, y sin mirar a su padre, dijo, ella no puede llamarse Aldebarán. Aldebarán es nombre de varón. Ella se llamará i. i. Se quitó la blusa y dejó ver las tetas inmensas y a punto de reventar de tanta leche. Puso la boca de la bebé en uno de sus pezones y la niña hizo ese gesto primitivo de amamantarse e intentó arañar con sus pequeños dedos el enorme pecho de su madre. La mamá de i le pidió a la partera que por favor le mojara la blusa y la trajera de nuevo húmeda, y mientras la pequeña i se alimentaba, ella le iba limpiando ceremoniosamente cada esquina del cuerpo.

A partir de ese día, y durante los primeros ocho años de vida de la niña, la mamá de i nunca le permitió alimentarse con nada distinto a su propia leche del pecho. El abuelo insistía en darle caldo de pescado y sopas que contenían hierbajos y algunos tubérculos y la mamá lo rechazó todo. Cuando el abuelo le preguntaba qué le daría de comer a la pobre niña, a quien él insistía en llamar Aldebarán,mirándola como estaba, esquelética, huesuda, su madre levantaba la blusa y le mostraba las tetas.

Hasta el día en que la mamá vio a la pequeña i escarbando entre la tierra y la vio comer pedazos de esa tierra como si estuviera comiéndose un exquisito bocado. Ella misma trepó a la niña a una balsa y se echó al mar y le enseñó algunos trucos básicos de la pesca con señuelo y también le enseñó a diferenciar los peces comestibles de los peces envenenados. Después fueron a la cocina y pelaron los peces y les sacaron las tripas y los sumergieron en una olla llena de agua dulce del pozo. La mamá fue a la huerta y de la mano de la niña tomó algo que parecían ajos y unas hojas que parecían de laurel y otras hierbas que parecían otras especias. Luego entraron en la bodega y sacaron un pucho de arroz. Fueron a la cocina y lo picaron todo y todo lo arrojaron a la olla, excepto el arroz al que hirvieron en una paila aparte.

Prendieron los leños del fogón y pusieron la olla y la paila con el arroz sobre las brasas. Un rato después la niña tenía un improvisado plato con un pescado semicocido adentro y aparte otro plato con senda porción de arroz. Al pescado lo despedazó y comió del animal como si no hubiera un mañana. Al arroz apenas si lo miró. Estuvo a punto de asfixiarse por el exceso de comida en la garganta. La mamá nunca intervino. Dejó a la pequeña resolver sus asuntos en materia de gustos y se sentó a mirarla comer. Sonreía. La niña comía con voracidad, con una ansiedad insultante. La mamá, viendo a la niña comer de semejante manera, sólo supo cubrirse los pechos con las manos como protegiéndose ella misma de ser devorada. Rato después la niña ya había dejado los platos limpios. Sólo se veían las espinas del pescado puestas ordenadamente a un lado de ella. Miró a la mamá y sonrió también. Las dos se hicieron cómplices de esa sonrisa, de ese momento. Era como si hubiesen hecho un pacto secreto. Uno imposible de disolver incluso después de la muerte. Lo que aún quedaba del mundo, los residuos de este pedazo de planeta se detuvo por un instante para contemplar ese secreto pacto hecho por las dos en ese momento.

La mamá de i había nacido 20 años antes, en el año 2117, cerca de esas mismas costas donde nacería la niña, es decir, en la Zona N36 Sur, conocida todavía como Nuquí. Desde niña, la mamá de i, aprendió a pescar gracias a las enseñanzas de su papá y junto a él, al papá, recorría todas las noches el mar en busca de peces. De eso vivían básicamente los dos. De la pesca. Aunque, con el transcurso de los años y luego de las devastadoras contaminaciones que dejara la guerra de los 6 años sobre el mar, los animales del océano disminuían cada día y pocos quedaban aptos para el consumo humano. Con respecto de los animales de la tierra, el panorama no era nada alentador. Las reses, los cerdos, las gallinas y demás animales de granja habían desaparecido por completo de la faz de la tierra. Se tenía noticias de tierras muy al norte, donde aún quedaban algunos ejemplares muy custodiados. Pero ni la mamá de i ni su padre habían visto uno en años y por lo tanto omitieron contarle a la pequeña cualquier fantasía relacionada con estos animales.El abuelo de i tenía un pequeño sembrado en los alrededores de la cabaña. Arroz, lo que parecías yucas paludas, y hasta lo que podrían ser unos plátanos o por lo menos el recuerdo de ellos.

El abuelo de i fue militar y participó en los inicios de la guerra de los 6 años. Una esquirla en un ojo le hizo perder no solo ese ojo sino la visión periférica del otro. Por eso fue devuelto a casa, sin un peso, donde lo esperaba su hija. Su esposa había muerto años antes, cuando la mamá de i apenas tenía 11 años, envenenada después de comer un animal del mar, uno contaminado con residuo de la guerra. Cuando el abuelo vio a su mujer agonizando, solo supo decir, te lo advertí, mujer, comiste lo que no debías haber comido. Tanto la pequeña mamá de i como el abuelo, vieron a la mujer morir lentamente, postrada en un camastro mientras se llenaba de pústulas amarillentas y se le ajaba la piel como a una hoja seca y vomitaba una babaza también amarillenta y fétida. El abuelo no soportó ver más a su mujer así y le cortó el cuello. Luego hizo un hueco en el patio trasero de la cabaña y allí la enterró junto a las tumbas de sus 17 hijos, muertos todos antes de nacer. No hubo ceremonia. No hubo despedida.

Tu madre va a seguir cerca de nosotros, le dijo a la pequeña mamá de i mientras pulía la tierra sobre el cadáver. Esa noche los dos se sentaron en la playa y miraron sin ningún sentimiento el mar. El cielo. La niña intentó llorar y el padre detuvo el llanto con una cachetada.

Ni se te ocurra, mocosa, le dijo.

Entonces la pequeña mamá de i entró al tambo y se tumbó en el camastro. Su papá llegó una hora después y la despertó besuqueándola. La abrazó y ella no supo si debía o no responder. Solo se mantuvo despierta y soportó el dolor con una pasividad aterradora o admirable, algo hay que decir. Hasta cuando lo vio subirse los pantalones deshilachados y alejarse entre la arena. La escena se repetiría los siguientes años y los dos verían salir del pequeño cuerpo de la mamá de i a la aún más pequeña y frágil i. Sin embargo, ese sería el primer y último hijo en parir. Ella misma se arrancó las tripas al interior de su vagina, improvisándose una pinza y un bisturí, sospechando que ahí estaría el apartado encargado de convertir el semen del hombre en hijos.

Una noche, ni fría ni caliente, la mamá de i estaba soñando con animales de cuatro cabezas y capaces de parase en dos patas y así mismo caminar como los humanos. En su sueño tomaba a un animal de estos y lo degollaba con un cuchillo muy afilado. Como el animal tenía cuatro cabezas ella tuvo que arrancar primero una cabeza y luego la otra y a medida que iba procediendo con los cortes sobre los cuellos, la cabeza aun sin cortar lloraba todavía más fuerte que la anterior. Cuando hubo cortado la cuarta cabeza del animal, despertó sobresaltada. Ya había oído hablar a su padre de la capacidad que tienen las mujeres de poder ir a otros lugares mientras duermen, sin necesidad de llevar el cuerpo. También había escuchado a su padre decir, que muchas mujeres se quedaban en ese lugar de los sueños paralizadas o convertidas en estatuas de sal apenas se encontraban con ellas mismas allí o perdían su vida asesinando uno y otro animal extraño, o lo que es peor, muchas de estas mujeres morían en ese lugar intentando encontrar la ruta de regreso y sus cuerpos, de este lado del mundo, y así se iban descomponiendo lentamente sobre el camastro, en la eternidad de ese sueño.

Esa idea la aterraba. La llenaba de un estado de pánico sin precedentes. Lo que la aterraba no era la idea de morir dormida sobre el camastro o de perderse para siempre en un sueño. No. La aterraba dejar a su hija sola o peor aún, en compañía de su abuelo. Se supo despierta. Ya había dejado el sueño del animal de cuatro cabezas. Abrió los ojos y reconoció el tambo. Los mismos maderos. Las mismas sogas. El mismo olor seboso del mar. Intentó mover los pies y no lo logró. Sabía que estaba despierta y sin embargo su cuerpo no reaccionaba. Lo intentó con las manos. No hubo respuesta. Apenas si fue capaz de mover algunos dedos. Intentó mover la cabeza y fracasó. El cuerpo le pesaba miles de quilos y levantarse de allí era una labor imposible para ella. ¿Me habré quedado en ese mundo del sueño del que me habló papá? ¿Acaso voy a morir aquí acostada y sabiendo que estoy despierta y sin embargo mi cuerpo ya no me responde como para decir aquí estoy? Lloró. Sentía las lágrimas rodar por su cara y caer sobre el camastro. El miedo la invadió por completo. Intentó un grito. La boca no le respondía. Apenas si pudo exhalar un poco de aire pesado. Quiso llamar a su hija, a su padre. No hubo respuesta. Entonces recordó el día cuando iba a morir mientras paría a i y con ese atrevimiento sacó las mismas fuerzas de ese instante y por fin pudo levantarse. La boca le sabía a sangre y estaba tiritando. El chillido del animal seguía resonando dentro de ella, incluso ahora que sabía con toda seguridad estaba despierta.

Miró para el camastro de su hija y no la vio dormida. Se levantó de un brinco y escuchó los gritos de i. Los gritos provenían de la bodega del arroz. Tomó el bisturí con el que se arrancara los órganos que dan hijos y corrió hacia la bodega. Abrió la puerta. La niña estaba amarrada sobre una tabla y gritaba como el animal de su sueño. El abuelo la había amarrado allí, desnuda, de manera que la niña quedara con las piernas abiertas y todo su sexo expuesto. El tipo ni siquiera se dio cuenta del momento en que la mamá entró a la bodega. O no quiso darse cuenta. O se dio cuenta y no le prestó atención a eso. El hombre tenía una lámina muy afilada de una cuchilla de afeitar entre los dedos de su mano derecha. Él mismo estaba dispuesto a hacerle a la niña la cirugía con esa lámina de afeitar. Cortaría el pequeño pene y dejaría solo la cavidad de la vagina. Después de esto que voy a hacer, ya no voy a mirar más a la niña como a un monstruo, dijo el hombre ahora sí haciendo notar la presencia de su hija tras de sí.

Ella no es un monstruo.

No para usted, para mí si lo es, dijo y se quedó mirando entre las piernas de la niña.

Ella no es un monstruo, repitió la mamá. Dentro de sí aun guardaba la sensación de los cuellos cortados del animal en su sueño.

Se acabaron las dudas, dijo el hombre, ahora si voy a saber si estoy hablando de ella o de él. Ya no más el hermafrodita. Ya no más el raro. La niña rara, y apuntó con la cuchilla al pequeño pene. La niña gritó como nunca en su vida. Ahora sabía muy bien su madre cual era el animal al que habría de cortarle el cuello.

Pasó el bisturí por la garganta de su padre. El hombre no opuso resistencia. Murió desangrado en el interior de esa bodega. Ni quiera enterraron el cadáver. Ni siquiera llamaron ayuda. Los vecinos más cercanos, se sospechaba, podrían estar a una semana de camino. La última cara extraña que pasó por allí fue la de la partera. De eso ya hacía un par de años y ya nunca más había vuelto. Seguramente se la devoraron los Nocara, pensó para sí la mamá de i. No compartió ese pensamiento con su hija como tampoco compartiría los pensamientos suyos con respecto de la vida y la muerte. Desde ese último paso de la partera por allí, el mundo entero los había olvidado.

Fueron a la playa y miraron al cielo, al océano, a los truenos cayendo lejos de aquella costa. La niña agachaba la cabeza al lado de su madre. Suspiró. Intentó llorar. La mamá sabía que su llanto sería por la muerte de su abuelo, por eso la abofeteó muy fuerte.

Ni se te ocurra, mocosa, le dijo.

Durmieron y soportaron el hedor del cadáver pudriéndose entre las tablas de la bodega. Un cadáver que se hizo masa y gusanos y luego huesos y larvas y luego polvo. Nunca más mencionaron lo sucedido.

Pasaron 6 años desde la muerte del abuelo. Para ese entonces el niño Aldebarán, que ya era definitivamente i, cumplió 19 años. En esos días, la mamá cumpliría 31. Lo de la edad lo sabía por la posición del sol y de la luna y de cuatro estrellas en el cielo con las que medía el paso de los años, el tiempo en general, el tiempo en específico. Así se lo enseñó su padre.

Una noche la mamá de i se acostó y no pudo dormir. Caviló en su camastro durante toda la noche y hasta la madrugada. Las reservas de comida se habían acabado. El mar no arrojaba más que animales muertos y podridos y los pocos que venían vivos traían consigo el veneno que mató a su madre. Ya no había más cosechas de arroz ni de plátano ni eso que parecía yuca. La poza de agua dulce estaba a punto de secarse. La tierra había muerto. El mar había muerto y ellas dos estaban muriendo de hambre junto a ese mar y a esa tierra ya estéril. Se levantó de la cama y le dijo a i ven, haciendo la señal del silencio con el dedo y atravesó la playa, tomando la muchacha de la mano.

Apenas despuntaban algunos rayos de sol. Tomó la lancha y se echó mar adentro esperando ver a dónde la llevaría el océano.

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