Estaban ahí afuera. Como si se tratara de una pesadilla, el hombre de negro los sentía, ocultos entre los raquíticos setos que bordeaban la vieja casa junto al río. Los veía como sombras espectrales agazapadas bajo las ramas, esperando a que se descuidase para entrar de nuevo. Por un momento pensó que aquellos seres se transmutarían en materia oscura, densa como el petróleo, y que desaparecerían en la cálida noche de finales de julio, aunque ahora, después de varias horas, dudaba realmente que aquello fuese a pasar. Temió que de repente, la noche invadiera la antigua casona, con sus dedos largos y helados, como había pasado hacía muchos años atrás, cuando apenas había aprendido a mantenerse en pie, pero continuaba chupándose el dedo hasta dejarlo arrugado como un fruto seco. Recordó de pronto que, en esa ocasión, aquellos dedos helados habían tanteado dentro del vientre prominente de su madre, y cómo aquella prominencia se había desvanecido en chorros de sangre oscura y espesa durante la madrugada. Ella no se había levantado por la mañana, y jamás volvió a hacerlo. Y él, que la amaba tanto, nunca más la volvió a ver.
Aquella mano gélida, se dijo para sí, traía consigo el cáncer y lo roía todo. Pero desde esa vez, el cáncer se había implantado como una semilla negra dentro de él, y años después cuando regresó a la casa, lo había recibido con los brazos abiertos, como un antiguo amigo que se hubiese quedado instalado dentro de las vigas de madera y el corazón húmedo, lleno de gusanos, de aquella vieja casona que había visto tiempos mejores. Su presencia evocó imágenes horribles que creía olvidadas, abrió heridas que pensó se habían cerrado para siempre, pero que debajo de la piel inflamada realmente habían comenzado a supurar una pus amarillenta y espesa, un líquido invasivo e infecto con vida propia. Desde entonces, no se había marchado, lo seguía a todas partes, y cuando se fastidió de su abyecta indiferencia, comenzó a reproducirse, y a llenar los espacios sombríos con sus vástagos, siempre buscando la manera de entrar y recuperar el dominio de su vida. Siempre susurrándole en los rincones más oscuros de la casa: “¡Eh, Tontainas! Tu hermano se está achicharrando.” o “Tonto extraña a mami.” o “Si tu madre estuviese aquí te daría una buena azotaina.”
Él lo ignoraba, reprimiendo gritos de terror e impotencia. Probablemente debería haber gritado hasta quedarse sin aire, pero no lo hizo ni una sola vez, y la cosa (lo que sea que ésta fuese) se arrastraba sobre las duelas del suelo, complacida, satisfecha y rebosante, como si acabase de merendar, algo que no estaba tan lejos de ser verdad, pues se alimentaba de aquel miedo viscoso que le chorreaba del cuerpo en oleadas de sudor.
Sin embargo, aquella noche algo había cambiado y el hombre de negro lo percibió con nitidez, como si todos sus sentidos se hubiesen volcado a la tarea de rastrear en la penumbra nocturna a través de una ventana abierta de par en par en su mente, que conducía hacía la negrura imperante fuera de la casa, e incluso más allá, bajando por la ribera occidental del río, entre la maleza pestilente que bordeaba la orilla fangosa. Algo se agitaba en medio de la terrible oscuridad, algo respiraba y cloqueaba como un animal en busca de aire. La cosa que habitaba fuera, y se refugiaba entre los setos muertos también lo sintió, y mientras aquella nueva presencia se acercaba, un súbito pánico le atenazó el estómago. Pensó que la oscuridad rasgaba las paredes tratando desesperadamente de entrar, y que probablemente lo estuviese logrando. Un malestar hizo que se removiera en la silla de madera, la cual chirrió bajo sus ochenta quilos. Estaba sentado en el porche, mirando con ojos perdidos hacia el umbral del pequeño bosque que se extendía alrededor, ocultando la carretera interestatal por la cual circulaban los coches sin apenas reparar en su existencia. No había luminarias allí, ni tampoco paradas de autobús, ni aceras por las cuales caminar tranquilamente; solo un largo trecho de autopista que culebreaba hasta desembocar en el pueblo, que era por mucho, más viejo que su casa y evidentemente, más viejo que aquella carretera. Sabía que estaba completamente aislado y en realidad aquello no le provocaba miedo. Había vivido solo la mayor parte de su vida, y disfrutaba de la ausencia de calor humano. Disfrutaba, sobre todo, el poder sentirse a sus anchas, el poder eructar y rascarse la entrepierna sin preocuparse por las buenas costumbres o por escandalizar a alguien. No necesitaba a nadie y nadie lo necesitaba a él, por lo cual se sentía en parte aliviado.
Sin embargo, en ese momento no se encontraba solo, únicamente aislado e imposibilitado de hacer algo más que permanecer sentado, esperando que aquel extraño y perturbador invitado decidiera acercarse. La Cosa en cambio, permanecía aovillada en el suelo, envolviendo a su descendencia en los oscuros pliegues de su ser, como una gran perra con sus cachorros, que sabe que no debe entrar en la casa, pero que aun así lo desea con todas las fuerzas de su alma. Por un instante, el hombre de negro se la imagino así, como una enorme hembra de galgo, famélica y perversa en su miseria, amamantando a sus centenares de críos, con las orejas apuntando hacia atrás, en señal de desasosiego por no poder consumir aquella casa, y a la vez, de alerta por el intruso que deambulaba entre los matorrales, cerca del río. En realidad, no estaba tan errado su imaginario como él pensaba y las criaturas que mamaban de su seno le mordían los pezones con insidiosa delectación.
Eh, tonto. ¿Por qué no me invitas un cuenco de leche? Él aún no se ha decidido y mis hijos tienen hambre. Me están destrozando.
Le resultó curioso que le hablase como si fuesen antiguos camaradas, y por un momento dudó de que en verdad no lo fueran. Segundos más tarde, el pensamiento se evaporó y dejó de existir para siempre. Sabía que eso era una reverenda estupidez, al igual que el hecho de que llevase puesto un abrigo en pleno verano, en medio de aquel paisaje oscuro que exudaba calor y humedad. Entendía por qué razón aquella Cosa le decía que era un tonto del culo. Se lo quitó como si por primera vez se percatara de lo tremendamente torpe que se veía con él, y se sintió un poco más aliviado, aunque no del todo. Unas manchas negras le devoraban las costuras de la camisa debajo de las axilas, y una más grande se extendía por su pecho, como si fuese la sangre que manara de una herida abierta a la altura del esternón. La Cosa pareció reírse entre dientes, aunque a él le resultó más como el estertor de un moribundo.
¿Quién es?
Otra risita. El hombre no lo encontró divertido. Se alisó las arrugas de su camisa y decidió no preguntar de nuevo. La malla de gallinero que bloqueaba el porche y lo separaba del exterior crujió con un leve e insuficiente soplo de viento caliente. De pronto, parecía como si el infierno hubiese abierto sus puertas cerca del río. “Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza.”
Es aquel que se esconde entre los arbustos. ¡Bah! Como si no lo supieras. Lo sabes bien igual que yo. Deja de hacer el tonto y déjame entrar.
El hombre de negro bufó y dirigió sus ojos hacia las siluetas de los matorrales, más allá de la tierra iluminada por el foco mugriento que colgaba del alero del porche. Se movían de un lado a otro, llevadas por una brisa invisible que solo parecía soplar allí, pues en donde él estaba el calor era insoportable, y daba la impresión de que en cualquier momento se convertiría en algo sólido sobre su cabeza. Las altas hierbas y los juncos se mecían lentamente, como almas solitarias y errantes, pero aparte de eso, el hombre no veía nada fuera de lo común. De todas maneras, sabía a ciencia cierta que aquel a quien la Cosa llamaba Él, se encontraba rondando la casa, espiando sobre las malas hierbas y los cúmulos de fango, atento a lo que él hiciera. Pero si algo de todo ello era bueno en cierta medida, era el miedo intrínseco que su oscura compañera parecía desprender. Sus horridos bebés se revolvían en la oscuridad, golpeando el plexo nervioso, húmedo debajo de su estómago inflamado, pero el súbito terror se deslizaba fuera de su alcance, en ondas cada vez más latentes.
No sabía si aquello era normal, a pesar de que lo había sentido toda su vida, como una ramificación de su mente, parecido a un sentido extra que se deslizaba a través de sus cúmulos y terminaciones nerviosas, hasta traducirle en su cabeza un lenguaje oculto para otros. Su madre no había vivido lo suficiente para horrorizarse por ello y con los años él había llegado a pensar que había sido mejor así. Aquel era un objeto insidioso y ostensible para él, y para sus compañeros petulantes y sombríos; y lo había sido también para los otros niños en los refugios donde había vivido, para las monjas envueltas en sus calurosos hábitos, y para todo aquel que intentara establecer contacto con él de una u otra manera, tal como lo había sido para él mismo la primera vez, aunque de eso ya hacía años y el hombre de negro prefería desviar sus pensamientos hacía otros asuntos menos desagradables.
El sonido de un carro a gran velocidad hizo que saliera de su ensimismamiento. Unos brillantes faros amarillos alumbraron el lindero del bosque, arrojando la sombra de las ramas sobre la estrecha fachada de la casa. Luego, el rugido de un potente motor y después el silencio y la oscuridad de nuevo cuando el coche se alejó raudo a través de la interestatal. Durante un momento pensó que conocía el sonido de ese motor, pero obviamente no estaba seguro, y poniendo cabeza al asunto, se dio cuenta que en realidad no conocía demasiada gente y por añadidura, no conocía demasiados coches. Los coches eran a las personas lo que la Cosa era a él. Quizá lo había oído en sus idas y vueltas por la carretera, pero de todas maneras dudaba, como siempre lo hacía.
La calma regreso al pequeño claro donde se levantaba su vieja casa, y las voces de los espectros comenzaron a susurrar de nuevo. En algún lugar, entre los espesos matojos de brezo, aquel nuevo invitado se movió apenas, atisbando con sus ojos hacia el porche, donde el hombre de negro descansaba sobre una precaria silla de madera con la pintura desconchada. Por un segundo pensó que todos los objetos ahí eran iguales: antiguos, feos y descuidados. Todos con la pintura cayéndose a pedacitos alrededor. Aquello le hizo sonreír. Le gustaba mucho aquel sitio y había viajado desde muy lejos para llegar a él justamente esa noche. Quizá el hombre no lo recordaba; no era bueno para las fechas o simplemente tenía una pésima memoria. Era hora de hacerle recordar. Se deslizó entre los matorrales, tan silencioso como una sombra y salió al camino de tierra que llevaba a la interestatal y hacia la casa. Marcas de neumáticos sembraban el suelo de polvo, creando intrincados diseños, como mandalas infinitas o largas cadenas de material genético, y aquello le pareció más divertido todavía. Se imaginó el coche que usaba el hombre de negro, una vieja camioneta del 84, con las ventanas recubiertas de suciedad y la pintura echada a perder por el sol. Las ruedas se hallaban lisas ahora, pero eso no era importante. Desechó el pensamiento con un ademán de su brazo diminuto y torció a la izquierda, de camino al porche. Ahí, aún al amparo del follaje, tomó el aspecto de un hombre mayor, embutido en un traje negro impecable, en el cual la suciedad del lugar parecía no tener ningún efecto, como si en lugar de una vestimenta normal fuese en realidad su piel. Su traje inmaculado hacía que todo a su alrededor pareciera aún más viejo y descuidado de lo que era.
El hombre de negro lo percibió antes de que tomara la curva del camino, tan claramente como si hubiesen tocado un timbre atronador dentro de su cabeza. La Cosa, que permanecía oculta bajo los brezos secos, con los pezones sangrantes gracias a su indigesta prole, se retorció igual que una babosa a la cual hubiesen echado salmuera, y desapareció, impulsada por un viento inexistente. Mientras el extraño hombre andaba hacia la casa, un repentino presentimiento le atenazo el cuerpo. Durante una fracción de segundo vio a su madre sonriendo mientras un río de sangre oscura le brotaba de la entrepierna.
De pronto supo quién era aquel ser y la razón de que su sombría compañera hubiese desaparecido en medio de una oleada de horror inconcebible. Sintió como un líquido caliente le resbalaba por los muslos hacia las nalgas y se sonrojó como un adolescente. Aquello estaba mal, pero aun así escuchó que el visitante reía, como si toda esa situación le resultase demasiado divertida, pero conservase la suficiente educación como para no carcajearse frente al dueño de casa. Eso también podía recordarlo con una claridad aterradora. Aquel tipo era un manojo de buenos modales, totalmente en contraste con su espíritu perverso; como el típico niño rico que destila elegancia y solapadamente mira con desprecio a sus pares y a quienes considera inferiores a él.
Se quedó ahí, esperando que pasara algo, sin atreverse a pararse porque no quería que se notara la mancha de orines que le cubría el pantalón como un recordatorio vergonzoso de su cobardía y su imbecilidad. Ya se sentía lo suficientemente idiota cubierto de sudor. El visitante lo miró desde la penumbra durante un momento. El olor de los orines era penetrante, ácido y repulsivo, pero él lo disfrutaba como si se tratase del mejor perfume. Había visto a aquella criatura ridícula cuando aún era un niño. Lo había manoseado en la noche, se había dormido dentro de su armario, susurrándole secretos terribles durante las horas más oscuras. Había disfrutado sobremanera en convertirlo en un amasijo de carnes temblorosas, en un objeto insulso y estúpido. Era eso lo que necesitaba, y era eso lo que veía en ese momento. Se había esforzado durante años en convertir a aquel niño en un nido de podredumbre, en una matriz infecta, y lo había logrado, como era de esperarse. Permaneció con una enorme sonrisa en su semblante velado por las sombras, deleitándose ante la presencia de su creación, de aquel recipiente que había moldeado como si se hubiese tratado de un puñado de barro. Luego subió al porche hasta ponerse a la altura de aquel hombre absurdo cubierto de meados. El hombre de negro no supo realmente cómo aquel extraño visitante había alcanzado el pórtico, atravesando la malla de gallinero que lo cercaba, como si estuviese conformado únicamente por aire y oscuridad. Tampoco supo en qué momento se había puesto en pie, ni supo nada más durante el resto de la noche, porque en el momento en que el tipo del traje impecable le tomó por los hombros y lo besó, las cosas comenzaron a perder el poco sentido que les restaba y él se sumergió en un sueño intranquilo, tormentoso y lleno de cosas espantosas que después no supo decir qué eran. Durante un momento pudo percibir la lengua viscosa de aquella criatura dentro de su boca, explorando, tanteando, buscando algo en las profundidades de sus entrañas; y tuvo el impulso de vomitar y de llorar y de morir. Quería morir, desde el momento en que lo había poseído por primera vez.
Ya sabía quién era aquel tipo, y ya sabía de donde venía.
El infierno había abierto sus puertas junto al río.
SINOPSIS
La aparición de un sinnúmero de cuerpos, mayormente de mujeres, cerca de un poblado tranquilo en mitad de la sierra ecuatoriana alerta a las autoridades locales que emprenden una búsqueda adentrándose en la espesura del gran bosque cerca del pueblo, donde muchos dicen haber visto apariciones espectrales. Lo que encontraran en sus entrañas destruirá para siempre la antes pacífica vida de los habitantes del poblado.
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