Con los cristales de las gafas aún empañados por el cambio de temperatura, cogí mi café prácticamente hirviendo y me dirigí hacia una mesa pequeñita con dos sillas situada en una de las esquinas del aquel bar. Ese bar, Julio, no era más que una mera tapadera de lo que vendría después, una ilusión mágica de algo a lo que no puedo poner nombre. Intentaré que lo entiendas, aunque escrito no tiene el mismo sentido. Creo que deberíamos volver juntos a visitarlo para que me comprendas.
Mientras me sentaba en el cojín bordado de aquella mullida silla, recordaba lo afortunada que había sido por llegar hasta allí, por haber logrado arrancar y parar el coche y haber caminado hasta el centro. La verdad es que siempre que paseaba por estas calles me acordaba de nuestros momentos, Julio, hacía mucho tiempo que ya ponía una sonrisa en mi cara cuando recordaba la tuya.
La cuestión es que tenía planeado ocupar una de esas sillas por muy poquito tiempo, de hecho, sólo estaba allí por casualidad, como siempre sucede con los grandes hallazgos: como el fuego, que viene del rayo, o la manzana, que cae por la gravedad. Yo solo entré en aquel bar porque necesitaba parar a descansar, algo muy humano. No era recomendable conducir en esas condiciones y el camino se presentaba largo y difuso.
En aquel oscuro lugar, en el que sólo estábamos un señor leyendo el periódico acompañado de una copa de whisky y yo, el silencio destellaba en las paredes. Se respiraba un aire limpio y puro, solo ensombrecido por las pequeñas motitas de polvo que se vislumbraban con la luz de un rayo de sol de media tarde que atravesaba la ventana y se dejaba caer en mi mesa con dulzura, posando su carga. No pude evitar los recuerdos que me hacían añorar los días gloriosos, Julio, esos días en los que el humo salía desde los ceniceros y olor del tabaco se impregnaba en tu ropa, igual que el calor de la multitud de la gente lo hacía en tu sonrisa. Era entonces cuando entrabas en aquellas tascas castizas de Castilla y el ambiente era colorido: caras nuevas, caras viejas, sombreros, vestidos, tacones, deportivas… Los pueblos de hace menos de 20 años, los de las mesas camilla y las abuelas con castañas, los de bajar al bar a ver si veías a alguien porque no llegaba la conexión wifi a casa, los de las oportunidades.
Como ya te has podido imaginar, el lugar, de primeras, parecía el modelo de la típica partida de domingo de baraja española que los paisanos del lugar tenían como tradición inamovible: unos pilares sujetaban la barra tras la que se escondía el camarero charlatán, rechoncho y bajito; unas mesitas pequeñas y redondas de madera envejecida, con unas cuantas sillas alrededor del mismo material, arropaban aquella barra. Las paredes eran blancas y estaban rociadas con gotelé. Además, la luz era bastante tenue, ya que solo disponía de la que entraba desde las pequeñas ventanitas que rodeaban las 4 paredes de ese establecimiento.
Era un bar pequeño, viejo y aparentemente sin encanto. El café que me pedí no estaba de todo malo para mi gusto, que no tenía nada que ver con la calidad del producto en cuestión (ya sabes que mi paladar no es un gran experto en estos temas). Me entretuve mirando detenidamente la taza en la que se me había servido aquel café. Había un dibujo de una especie de mapa pirata que daba la vuelta a aquel recipiente, de tal manera que el principio del mapa coincidía también con el final. Aparentemente, no era nada del otro mundo. Se parecía a aquellos lugares que inventábamos mis primos y yo cuando jugábamos en casa de la abuela, aquellos en los que cada habitación era un cosmos nuevo y nuestra misión era ir descubriéndolo según marcaban las normas del otro: no pises la alfombra porque es un lago lleno de cocodrilos o no toques la lámpara porque es una planta carnívora con especial devoción por las niñas. En fin, juegos de niños que no vienen a cuento. Seguro que tú también viviste los tuyos en tu infancia.
La cuestión es que, en esa taza, una pequeña línea señalaba el camino que se debía seguir para encontrar el tesoro, que estaba marcado con una X negra situada entre dos grandes montañas que ocupaban casi todo el lateral izquierdo del recipiente. El mapa en cuestión, te guiaba desde el mismo mar, situado en el fondo, hasta las estrellas, que dormían en el lugar opuesto. En ese cielo había como una especie de constelación que aparentemente era una invención del dibujante, porque no se asemejaba a ninguna conocida. Era bastante extraña.
Entre medias de las ya nombradas montañas, el intrépido aventurero que se adentrase en ese mundo paradisíaco de tierra, vegetación y agua, debía esquivar un bosque frondoso de pinos muy altos, un lago enorme que ocupaba todo el centro del mapa (y que tenía pinta de guardar, por lo menos, unos 100 cocodrilos y 200 tiburones en su interior) y una especie de arenas movedizas antes de llegar a la gran X. Por último, nuestro héroe además también tenía que atravesar una cueva muy oscura que pasaba por debajo de una de las montañas.
Como ya te he comentado, el mapa daba la vuelta a la taza y no tenía ni principio ni fin. Los únicos dos puntos que estaban en blanco era donde estaban situados los extremos del agarradero. Levanté la taza por encima de mis ojos, por la parte en la que apoya, en busca de más señales, pero no había nada, ni siquiera estaba escrito el nombre del fabricante o alguna referencia que pudiera dar una pista de en qué lugar pudiera estar inspirado ese mapa.
– Quizá aquella taza fuera creación del propio dueño del establecimiento – Pensé. Así que le miré como un detective mira a su presa, en busca de algo que pudiera darme pistas de por dónde empezar a rastrear. El hombre parecía bastante poco intrépido, para que te voy a engañar. Tenía la mirada perdida y estaba comiendo cacahuetes de un cuenco que estaba encima de la barra detrás de la que se escondía. No tendría mucho sentido, pensé yo, ingenua de mí, que ese pobre hombre que a simple vista parecía una persona más entre un millón, tuviese como afición dibujar mapas del tesoro con el estilo infantil de la búsqueda de un tesoro. Quizá un hijo suyo o a lo mejor un nieto, ya que el hombre aparentaba tener edad de abuelo, hubiera hecho ese dibujo y él, muy orgulloso, quiso plasmarlo en algún sitio curioso. Pero después decidí cambiar mi objetivo de búsqueda y ahí fue cuando apareció la magia, Julio. Mientras tomaba un nuevo sorbo de mi café, que era mucho más aromático de lo que había sido unos minutos antes, puse mi mirada en aquel lugar, en el establecimiento oscuro y sencillo en el que había entrado unos 10 minutos antes. Observé todo desde una nueva perspectiva. El ambiente que desprendía aquella cafetería era mucho más solemne ahora de lo que lo era cuando entré. Era un refugio oscuro y silencioso, similar a la guarida del oso que hiberna en la estación fría. Aquellos tonos apagados y los altos pilares de madera, bien podían ser los mástiles de antiguos barcos que surcaban los mares, al más puro estilo vikingo. Las paredes eran más blancas y mucho más altas. La luz que se reflejaba en ellas tenía ahora un color azul cristalino que parecía mostrar el color del cielo y del mar, en plena estepa castellana.
El señor de whisky, de pronto llevaba un sombrero que no tenía antes y que no sé de dónde lo sacó, Julio, porque no tenía ningún maletín donde pudiera guardarlo.
Yo fantaseaba y buscaba explicación lentamente y sorbo a sorbo y según se iba terminando mi café, una historia de conjuras y ambiciones me vino a la cabeza: ¿Recuerdas la película de Matrix, Julio? Juraría que la vi contigo. Yo tengo la trama muy difusa, pero en definitiva diría que el resumen es que un hombre despierta de un sueño programado por “los malos” para descubrir una realidad que no esperaba (siéntete libre de corregir si me equivoco, por favor, Julio, ya hay confianza). Podría prometer al cielo que yo me sentía así en ese momento. Ya sabes que siempre me ha gustado contar historias e inventarme mundos, crear dramas e ir soñando por las calles, pero aquel lugar tenía algo distinto y misterioso a lo que yo no sabía que calificativo poner.
En fin, que aquel lugar se iba transformando ante mis ojos y que yo estaba allí en medio de no sé donde, perdida y encandilada.
No me contuve. Saqué de mi mochila multiusos un cuaderno y un bolígrafo y dije en voz alta:
– Perdone, caballero, ¿Me pone otro café?
No me atrevía ni a moverme de mi silla, no fuera a romper algo de aquella magia.
El camarero parecía esta ajeno a aquella maravilla.
– Seguramente – Pensé – es su pan de cada día.
Di el último sorbo a mi antiguo café que ya estaba casi frío y descubrí la inscripción interior que escondía la profundidad de la taza. Y entonces empecé, Julio, empecé el motivo por el que te escribo esta carta. Y no podía estar más contenta. Aún lo estoy cada vez que lo recuerdo. Siento ese fulgor extraño que me recorría todo el cuerpo. Ahí va:
Me llamo Verdeleta. Bienvenidos a mi hogar.
Sinopsis:
Bienvenidos a la historia de una mujer corriente, aunque un tanto desequilibrada y frustrada, que vive en un mundo normal y en un lugar escondido en el centro del país, donde a su vez viven más personas que siguen su ritmo de vida habitual. Ella, nuestra protagonista, lleva tiempo dejándose la piel para encontrar su inspiración. Para ello, ha creado e intentado caminos (y senderos y atajos) hacia un futuro que pueda satisfacer su paso por la vida, pero sin éxito.
Aquel día, en una de sus 24 horas, durante más de uno y dos minutos, recogió su bandera a media asta y decidió que tenía que emprender un viaje y poner rumbo hacia un nuevo destino. En la primera parada de este periplo, donde comienza la novela, nuestra protagonista descubre que el elemento de lo maravilloso estaba dentro de un espacio que jamás hubiera imaginado y donde jamás hubiera ido a buscar. Un nuevo horizonte de posibilidades aparece ante sus ojos y cambia su manera de ver mundo. La critica social y lo elementos de la fantasía y de la realidad convivirán durante toda la obra dentro de un mismo cuerpo, tiempo y espacio, y llevarán de la mano a nuestra protagonista. Ella sabe que no puede dejar pasar esta gran oportunidad que por fin le brinda la vida, así que decide escribir una carta a una persona que marcó una parte de su existencia hace tiempo, puesto que no confía en que nadie más pueda contemplar su histórico descubrimiento con su mismo interés. Es entonces cuando empieza con el relato en forma epistolar en el que transmite el nuevo mundo de “Erase una vez” en el que se ve sumergida. Ella comienza la escritura de su propia novela dentro de esta novela, pero no se da cuenta de que mientras su obra va ganando páginas, ella va perdiendo el control hasta tal punto que el escrito se apropia de su propia manera de vivir.
No hay límites entre la literatura, el arte y lo mundano.
Nuestra protagonista nos hace cómplices de cómo crea el nuevo mundo que está relatando y de los mecanismos para entender la realidad desde la barrera del cuento, del sueño, de la duda y de lo humano, en búsqueda de la auténtica belleza.
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