Capitulo I
Eran las 10.30 AM del lunes 12, mamá se paseaba por la sala de la casa, vestía un chaleco de lana color berenjena, pantalones negros y pantuflas color crema, su cabello lucía más desparramado de lo normal, sus ondas rebeldes bailaban al ritmo de su música, esa que ella llevaba bien dentro, en el alma, mamá le cantaba al mundo con su alma, aunque su voz fuera ronca y desafinara en los tonos altos, mamá producía la música más linda que nadie haya podido escuchar antes. Sólo tenías que ponerte bien cerca, cerquita de su corazón y la cajita de las melodías comenzaba a andar, y así de a poquito todo lo que la rodeaba bailaba al compas de las tonadas de su espíritu: las hojas del viejo pimiento que estaba estacionado en el jardín, los perros del barrio, la pelota que Chris lanzaba con fuerza contra la pared de su cuarto, las costras que tenía temor a rascarme de las rodillas, la gata, el bebé, el dolor constante del abuelo, todo. Absolutamente todo se coloreaba con su música, todo se escuchaba tan bonito junto a su corazón. El corazón de mamá era bondadoso, era tan dulce que debía tomar metformina a diario para no morir de tanta misericordia, asistía al podólogo regularmente pues cualquier pequeño corte o mal cuidado podría costarle unos cuantos dedos del pie y eso habría sido una tragedia dantesca en nuestras vidas, Nani, los dedos del pie son muy importantes ¿Qué habría sido de mamá sin un ortejo?
Mamá era hija única, nació el 19 de Mayo de 1973. La bautizaron según el nombre de la protagonista de la telenovela más popular del momento como Valeria: Valeria Sánchez Jiménez, aunque carecía completamente de los rasgos físicos y el encanto europeo de la actriz popular de turno. Sin embargo, desde esos momentos de su vida ya mamá tenía musiquita en su interior, lo sé, porque me vibran los dedos al tocar las fotos y eso es más importante que tener dos piscinas en los ojos. Mamá dice que vivió en el culo del mundo, en un pueblo perdido ubicado en una región pérdida muy cerca de la capital del país, pero que a pesar de la cercanía geográfica, el centralismo redoblaba la distancia real. Cuando se dio cuenta que su destino inevitable en ese pueblo sería trasquilar ovejas y ordeñar vacas, pescó un poco de ropa, dinero, recuerdos y se mudó al país de los sueños. Pero en el país de las maravillas las cosas no iban de maravilla, Nani, los sueños cuestan trabajo y lágrimas de sangre y hay que luchar para poder cumplirlos, muchas veces las cosas no salen tan bien como esperas, pero hay que tener paciencia y sonreír mucho, porque nunca sabes cuando alguien verá tu sonrisa y te dará una devuelta, quizás sólo eso nos exige la vida, Nani…quizás sólo dar y entregar amor es la única y verdadera forma de trascender.
–Mamá ya no sonríe, Estela. Parece que a mamá se le acabaron las pilas de la cajita musical– dijo Nani, mientras con sus manitos pequeñas y deditos gorditos tocaba con misterio las muñecas de su madre.
Se echó un trago de saliva más hondo de lo normal, estaba notoriamente incómoda, en apuros. Nani era una niña pequeña, pero era demasiado despabilada para su edad, sabía que en algún momento las mentiras no serían suficientes para mantenerla a salvo, sabía que en cualquier momento la bola de nieve que acumuló durante tanto tiempo acabaría con todo. Ella sabía todo eso, Estela sabía que se acababa su tiempo, sin embargo no podía ni quería pronunciar palabra alguna, no por patología o protección hacia su hermana, o a sus abuelos, o quizás hacía la gata gorda que cada día que pasaba se ponía más gorda que antes, no, Estela guardaba silencio porque las mentiras decoraron su mundo desde su infancia, trastocaron su espíritu y hoy, después de tantos años no podía vivir sin ellas, las necesitaba. Las necesitaba incluso más que antes, como al oxígeno que permite a las células del cuerpo realizar la respiración celular, las necesitaba tanto que se aferraba a ellas con tantas esperanzas que nunca supo, nunca se enteró, ni siquiera por un ratito chiquito que toda su vida: las omisiones, las mentiras y las verdades, todo, todito, era puro cuento.
Estela volteó la cabeza lentamente, enredó los dedos de sus manos entre su castaña cabellera, como hacía cada vez que se ponía nerviosa, luego sonrió, pero sonrió sin gracia como cuando uno quiere decirle a los amigos que está bien, pero en realidad sólo quiere pedir ayuda, Estela una vez más mentía, le mentía a la niña y se mentía a sí misma, siempre.
–Nani, acércate más. Pon la oreja en su pecho y escucha…- Estela se inclinó, apoyando suavemente la cabeza en el pecho de su madre-… la cajita está ahí, sigue sonando–
Nani estaba sentada en la silla, ni una fibra muscular de su cuerpo se movió ante la petición de su hermana. Tampoco escuchó sus palabras, está harta, cansada, completamente aburrida de todo: de conversar, de fingir escuchar, de fingir sonreír, de hacer como que las cosas bailan lindo, cuando el baile raquítico que se montan a diario no tiene ni razón de ser. Nani está fría, tiene un pedazo de hielo hundido en el corazón, corazón ya paralizado de sentir, corazón roto, rotito de tanta culpa.
-¡¿Daniela?!- la interrumpió Estela- ¿Me estás escuchando?-
Nani la miro con furia, sus ojos marrones le atravesaron el corazón de un solo vistazo, mientras los músculos de su rostro permanecían intactos, Nani no emitía ningún tipo de movimiento, ni la brisa del viento podía alterar la posición de su cuerpo, ni uno sólo de sus cabellos. Estaba quieta, ni un gesto, disgusto, sonrisa, ni una lágrima, ni un solo tipo de emoción – Se va a morir… Se va a morir… Se va a morir– comenzó a susurrar para sus adentros, mientras sus dedos gorditos se enredaban formando figuras, formando perritos y lagartos.
-¿Qué dices, Nani?- masculló Estela.
Daniela quitó la mirada de sus dedos: de los animalitos de su mente, y comenzó a reír a carcajadas, a cantaros comenzaron a caerle las sonrisas, los movimientos, los colores, los gestos, la infancia, todo. Le comenzó a llover la vida.
-¿Tienes una linterna, Estela?– pronunciaba cada palabra con una tonada recién inventada -¿Y si vamos a jugar con la gata por un ratito?-
-¡Shhh! No cantes tan fuerte, mamá está durmiendo–
Nani no entendía, no podía ni quería entender, no tenía sentido –No… No va a despertar– le decía a su hermana con voz dulce, como consolándola, como sacudiéndola de su sueño irreal, como haciéndole cariño con la voz –mamá no va a despertar nunca– mientras con sus manitos de vainilla le hacía cariño en la cabellera, luego paseaba los deditos de sus manos por sus orejas, Nani sonreía, sonreía iluminándole un poquito el mundo a Estela, le borraba los malos recuerdos, le espantaba los fantasmas, le sacudía las mentiras.
Estela se aproximó a su madre, susurro unas frasecitas en un lenguaje ininteligible, un lenguaje que iba mucho más allá de las palabras, mucho más allá de todo lo común. Estela hablaba con su madre a diario, día tras día, mencionaba cada uno de los detalles que ocurrían en su vida, no dejaba absolutamente nada en el tintero, Estela vomitaba todo. Estela adoraba a su mamá, la amaba más que a nada en este mundo y se negaba a pensar, a sentir y a imaginar una vida sin ella, pero Estelita mentía, Estelita cambiaba el mundo para hacerlo más agradable, Estelita contaba cosas lindas, hablaba de amor, sonrisas, perros, gatos, niños y actividades que nunca la hicieron feliz, de risitas que jamás la hicieron sentir bien, de esa hermana suya que vivía como separada de su vida, viviendo junto a ella, pero jamás comprendiendo nada, nunca queriendo sentir ni limitarse a vivir lo mismo que ella estaba viviendo, en el fondo la odiaba, odiaba la forma en que abandonaba la vida a diario sin mayor esfuerzo, odiaba su despreocupación, sus trenzas siempre deshechas, sus dibujos de animales raquíticos y subnormales, odiaba a Daniela, porque en el fondo, muy en el fondo, Daniela tenía la culpa de todo.
-¿Vamos a jugar con la gata?- tarareaba Nani entre melodías y risitas infantiles.
Estela besó en la frente a su madre, se aproximó lentamente a su hermana, la tomó de la mano y, juntas, casi pegaditas, partieron a casa a jugar con la gata Lissie.
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