1.
«Matemática. Soy Matemática».Así es como se ella se definió, así es como ella se acotó. «Una matemática muy atractiva”, apostillaban sus correos.
Que cosa más curiosa la palabra escrita: pareciera que todo lo que sellamos bajo la sombra de la caligrafía, quedara automáticamente rubricado con un tinte de verdad. Como si lo escrito, por el hecho de estarlo, hubiera pasado algún tipo de prueba arcana de la verdad; un test invisible, pero absolutamente fiable, de su veracidad. Supongo que por eso la creí. Lógicamente, concertamos una cita. Y esperé. Con mi imaginación trabajando esperé, con mi imaginación dibujándome los diferentes tipos de matemática atractiva que pudieran existir, esperé. Y esperé mientras mi voluntad trataba de escoger, inútilmente, entre todo aquello que mi entrenada imaginación, generosa, me ofrecía. Esperé y pasó la tarde antes de la noche, la noche antes de la cita: por fin la mañana, por fin las 9, ¿temprano?, sí; por fin el café del centro.
Solía tratar de quedar en aquel café por su extraordinaria posición estratégica: dominaba toda la plaza, era fácil llegar ver al enemigo. Porque no lo duden, cualquier cita a ciegas, lo es con el enemigo. Al menos al principio. Nunca se sabe que se va uno a encontrar, y las probabilidades de que sea algo malo son abrumadoras. Así que me aposté en aquel café, en una mesa que tenía ya fichada. Aquella esquina, junto a la puerta, permitiría, en caso de necesidad, una maniobra de evasión desesperada.
– ¿Qué tal F., lo de siempre?
Es Ambrosio. El camarero. Ya nos conocemos. Se ha convertido en una especie de cómplice anónimo.
-Sí, un café.
– ¿Hoy estas solo?
Y sonríe. Con ese guiño de complicidad del camarero que ha visto muchas batallas, el reconocimiento urbano a un verdadero estratega, yo. Me sentía un Julio Cesar, en aquella mesa.
-De momento, pero cóbrame ya. Por si acaso.
-Si, por si acaso.
Y me guiña, con ese guiño que en los camareros es una especie de plegarse el tiempo. Una buena propina, y vuelvo a la soledad de mi puesto. A la observación previa a la batalla. Con todo controlado, es cuando empiezo a mirar al resto de los parroquianos. Miro y veo. Veo disfraces: un par de tipos de intelectual, él y ella. Veo un solitario que se ha acaba de pelear con su soledad, un solitario que está tratando de serle infiel a su soledad. No lo consigue, aunque el segundo café sobre su mesa parece indicar que lo intenta. Como si fuera posible repudiarla…Le dejo infantado, mientras que miro, nerviosa como está, a una mujer. Nerviosa la mujer, mira de nuevo hacia la puerta. Qué curioso, pienso. Quizás también tenga una cita a ciegas. Me distraigo mirándola. Ahí es donde cometo mi error: dejo desatendida la plaza. Y no la veo llegar. Y ya está aquí, inevitable, cerrándome la salida.
Cuando la veo entrar, me doy cuenta que lo subjetivo, lo indefinido que puede llegar a ser el concepto de atractivo. Que cosas tan diferentes, pueden dos personas diferentes meter en la misma palabra. Y mientras pienso ella avanza, inexorable. Y recuerdo que ella andaba, si, aunque lo más probable es que todo se apartara de su camino, tratando de situarse en su pasado, lo más lejos posible en su ayer. Ella, la matemática, avanzaba a fuerza de repulsión, se propulsaba con el asco que la realidad sentía hacia ella.
La desnudez de las matemáticas no es cosa pequeña. Gran parte de su belleza radica ahí: vestidas con la fría lógica, no necesitan adorno alguno. Los filos de los números lo cortarían, lo desmenuzarían hasta su mínimo común denominador; o los diferenciarían, infinitésimo, haciéndolo jirones. No, la belleza de las matemáticas resta lo superficial: lo divide, lo reduce al absurdo. Las matemáticas se sirven desnudas. Al menos la mayoría de las veces. Por fortuna, hay excepciones a toda regla.
En este caso, La Matemática si va vestida, La Matemática se sienta a mi lado, tampoco puedo evitarlo. Estoy demasiado ocupado tratando de evitar que mi voluntad no le parta la cara a mi imaginación. Y el jersey azul a rayas, que acordé llevar, me delata. Otro fallo de principiante. Mientras, espontáneamente, ella empieza a hablar.
-Hola. Te esperaba más alto.
(1.73, Información de mi perfil.)
-También eres más joven de lo que esperaba.
(39 años, información de mi perfil.)
Supongo que aquello que, en casa del herrero, cuchillo de palo, aplica también a las Matemáticas.
-Me gustan los hombres inteligentes, por eso estoy aquí.
Curiosa justificación. Un «Me gustan los hombres”, hubiera bastado. Un hombre. Cualquier hombre. Está claro que quien no se vende, no se compra.
-Me encanta tu perfil, me encanta como escribes. Tienes una forma de decir las cosas muy bonitas. ¿Te gusta escribir?
Aún no he hablado, aún no sé qué decir. O hacer. Pero sí que pienso: no vuelvas a dejarte llevar por el misterio de los perfiles sin foto. Pregunto:
-… ¿eres RosaLogica73?
– ¡Vaya pregunta!, ¿quién sino iba a ser?
No sé… ¿algo que ha interceptado, atacado, matado a la atractiva Matemática de verdad, le ha arrancado la cara, se la ha puesto encima, sin mucho cuidado, y se hace pasar por ella? De hecho, ahora que lo pienso, creo que estoy viendo… ¿pliegues?Balbuceo:
-Ahhhhhhhhuummmm ya. En efecto.
-Vaya… ¡Si encima serás tímido!
Creo que lo que ha hecho ahora es sonreír. Pero no podría asegurarlo. Noto que un acto reflejo, involuntario, hace algo con mi cara.
– ¡Mírale! Si tienes una sonrisa bien bonita…
Mi cuerpo me esta traicionado. Estoy empezando a asustarme. Bueno, ya se lo que voy a hacer: Hablar. Esta mujer parece inteligente. Eso debería bastar.
-Gracias. Y si, tienes razón, me encanta escribir. Aunque no encuentro mis palabras. Eso me deja en muy mala posición como escritor, lo sé. Pero sigo buscando. En algún lugar han de estar, sólo que mi pluma no consigue llegar.
-Vaya… ¿qué estudiaste? Eras informático, ¿no? Decías algo en el perfil de las estrellas, ¿verdad? Yo tuve dos asignaturas de Astronomía en la especialidad, ¿sabes? Me encantaba como íbamos calculando las órbitas con el modelo de fragstistorn del pseudo frame de la extrapolación inversars del dlf dlwefkosdñg froewkregk dsgdsaf…
– Me está tratando de confundir, lo noto. Quizás sea el truco de la especie alienígena a la que pertenece: usar palabras que parecen normales, pero unidas de forma que no se entienda. Aturdir. Creo que trata de distraer mi atención, quizás para asestar el golpe definitivo…
-… dllewd del erftw , cuando no el dweqfr del resto. Así el cálculo es mucho más efectivo. ¿A ti que te gustaba de la Astronomía?
-Nada. Me gustaban las estrellas, pero no las encontré entre todos aquellos libros. Todas aquellas formulas, todos aquellos cálculos las acabaron expulsando de aquellas páginas. Menos más que siguen estando en su lugar, la noche. De donde no debí tratar de sacarlas.
-O sea, que no acabaste la carrera…
Esto marcha. Una oportunidad de que el enemigo se bata en retirada.
-No. No. Ni pienso, me puse a trabajar y lo dejé.
– De informático, ¿no?
-Bueno, no a principio. Eso vino después. Al principio fui básicamente camarero.
– ¿En un pub? Puf, la noche…debiste de ligar un montón, ¿verdad?
-No, que va. Siempre he sido camarero de bar. Camarero de cortado con leche fría, ya sabes. Camarero de limosna disfrazada de propina. De futuro sin soñar. Camarero español.
-Ya. Bueno, pero ahora lo ganas bien. Los informáticos ganáis bastante dinero, ¿no?
–No. Bueno, yo no. No mucho. Prefiero cobrar menos, y poder tener más tiempo libre. Aunque no siempre funciona, la verdad.
-Ya… a lo mejor lo tuyo sí que es lo de servir cafés.
Y su mirada sufre una translación: se transporta hasta Ambrosio. Él, camarero como es, se deja mirar. Otra cosa es lograr que venga a tu mesa. Pero, aun así, ella lo mira, pero lo mira con cuidado. Como de lejos, con miedo de que su mirada llegue a tocarlo: parece temer que le pegue algo. Lo que sea que puedan pegar los camareros a las mujeres que son atractivas en sus imaginaciones.
–Ser camarero tiene sus cosas buenas, no creas.
Eso le digo. Y aún no he acabado de decirlo, cuando su mirada se bate en retirada: ya no está junto al camarero sin tocarlo, regresa junto a nosotros, y se refugia en su café. Lo mira. Está mirando el café. Creo que, por algún extraño prodigio, no puede sacar la mirada de allí. Se le ha quedado la mirada atascada dentro. Se le va a ahogar.Tengo que ayudarla.
–¿Te apetece otra cosa?
–Si, una cita de verdad… perdona, pero es que tengo la virtud de la sinceridad.
Perdonada. El problema es que ahora me está mirando a mí. Me mira. Usa para ello dos ojos negros: de azabache diría, si fuera poeta. Pero en ellos asoma un vacío de noche sin estrellas, una noche de orbitas encadenado estrellas. De impecables números entre los que no cuadro.Y no sé por qué, pero de nuevo un rictus, involuntario, me manipula: sonrío.
–Bueno, ¿y qué haces en todo ese tiempo libre?
Me siento como ese trozo de carne que se ha hecho bola al comensal, y que solo puede esperar el momento apropiado para ser escupido. Mientras le da vueltas, lo mastica, me da vueltas, me mastica… Si juego bien mis cartas, esto podría acabar pronto.
–Pues suelo malgastarlo en mi frustración favorita: escribir.
–Ah, ¿También eres una especie de escritor? Que interesante…
La cita se está complicando. La Matemática se está alienando. O quizás está mostrando su verdadero yo, no lo sé. Pero no deja de mirarme. Y eso que fui camarero. Se conoce que ya me libré de eso que recubre a los camareros en activo. Porque me mira, la matemática me está mirando. Y el paradigma de la cafetería está cambiando.Tengo miedo. Busco la cordura, allí donde habita. Y la encuentro, si, encuentro los ojos de Ambrosio. El me ve, él lo entiende. Todo camarero esconde a un héroe. Decidido, se acerca a nosotros.
– ¡Una ronda! A la primera invita la casa.
Ambrosio. No, no ha entendido bien mi señal. Ambrosio trae Alcohol. Ambrosio lo ha entendido al revés. Pero no importa, hay alcohol. Bálsamo de estrellas. La Matemática no bebe, por lo visto. Yo sí. Lo mío y lo de ella. Y repito. Cuando llego a la tercera ronda, creo que ella ya se ha ido. Al menos ella ya no está, sólo queda su carcasa: un olor en las sabanas, unas braguitas que no recuerdo haberme puesto o quitado, otra historia que no quiso ser presente, solo pasado. Pero seamos sinceros, ¿cuantos de ustedes han llegado a entender las matemáticas?
2.
Una primavera de alcanfor se ha colado en el bar. El plástico, el petróleo, todo ese jugo de cadáveres ya extintos, ha tomado la forma de flores, imposibles y apretujadas, en multitud de floreros que invaden cada mesa. También las hay en cajones y en las paredes. En la barra, y en el nuevo nombre del bar: «Flower´s».
–¿Un café, Fernando?
Es Ambrosio. Este vestido raro, pero le reconozco tras el disfraz.
–Si. Si es que seguís teniendo, claro.
–¡Claro que sí! ¿Qué te parece la redecoración? Queríamos darle un nuevo aire al bar, y vimos necesario redecorarlo. Mudarlo a algo más moderno, más cool. Esta decoración es idea mía. ¿Qué opinas?
«Un desastre natural no lo hubiera hecho mejor», pienso. Pero no lo digo, porque yo creo en el gesto de Ambrosio. La fe que necesito cada mañana depende de su gesto. Y sé, sé que no soportaría ahora una verdad.
–Aporta color.
–¡Bien! Pensaba que no te había gustado. ¿Lo de siempre? Te lo llevo a la mesa.
–Vale.
Vale. Por hoy hemos salvado la fe. Y mientras recorro esta primavera plastificada, me siento en mi mesa. Y mientras fantaseo con jardines botánicos y jardineras de látex, espero. Espero mirando a la puerta. Sí, porque hoy tengo una cita.Y para variar es guapa. O en sus fotos lo es. Aunque dudo. Frente a mi café dudo. Y sigo dudando, cuando una versión aumentada de mis fantasías entra montada en un par de pantalones vaqueros. Los pantalones se están moviendo, sus piernas se están moviendo, su todo se está moviendo hacia mi mesa. Su voz me pilla a mitad de camino: ya está junto a mi mesa, pero yo todavía voy por la blusa.La dificultad de la escalada.
–¡Hola!, ¿Eres Fernando? ¡Espero que sí!
Trepo de un tirón y llego hasta su cabeza. Es rubia. Es la de las fotos. Es impresionante.
–…
No sé qué decir. Necesito ganar tiempo.
–¿Puedo sentarme?
–Por supuesto.
Y se sienta. Los pantalones y el resto quedan por debajo de la mesa, fuera de mi línea de visión. Puedo pensar. Bien. Pero sigo necesitando ganar tiempo. Voy a darle un sorbo a mi café, eso me permitirá… ¡arg!
–¿Qué te pasa? ¿Te has quemado?
–No, no sé, esto sabe a…quizás se les ha caído un poco de lejía en el café. Espera que pregunto…
Llamo a Ambrosio. Ambrosio viene. Ambrosio guiña. Ambrosio sale de su guiño.Ambrosio pregunta:
–¿Un café para la señorita?
–Si, gracias.
–Oye, Ambrosio.
–Dime.
–Este café sabe raro. Muy raro.
–¿Raro? A ver… ¡perdona!, te hemos puesto leche de soja.
–¿Leche de Soja?
–¡Qué bien!, ¿tomas los cafés con leche de soja?
Eso dice ella. Y asoma sus dos manos para poder agitarlas, supongo que, en una especie de manifestación aborigen de alegría, porque esas manos no son normales: anillos, relojes, pulseras, algunas cosas que no encuentro en mi vocabulario…esta mujer ha vaciado algún puesto de artista étnico, antes de venir aquí. Y sé que no debería preguntar esto, pero lo voy a hacer. Aunque intento evitarlo, pero lo voy a hacer:
–¿Qué es la leche de soja?
–Noooo.
–Noooo.
Ambos responden igual a mi pregunta. Pero los gestos son diferentes. Ambrosio se sumerge alternativamente en guiños, ladeando la cabeza: no. Mal.Ella, ella está muy buena. Da igual.
–Bien, bien. Sí, estará mala. ¿Me traes otro? Con leche de soja, por supuesto.
–Claro.
Eso dice Ambrosio, mientras se va a por mí café y el de ella, ambos impregnados de leche de soja.
–¡Qué bien! Es importante eso de compartir gustos, ¿verdad?
–Verdad.
Mientras evalúo los posibles daños físicos y emocionales de tomar esta porquería todas las mañanas, y los contrapongo con las evidentes ventajas, la veo levantarse e ir hacia otra mesa.
–¡Espera, ahora vengo! ¡He visto a Mark!
Eso dice, mientras va a la tercera mesa de la derecha, la de la orquídea oligocénica. Allí ella saluda, allí ella es saludada, bastante efusivamente, por Mark. Mark lleva ropa rara y barba rara. Mark está realmente contento de verla. Mientas, mi café contaminado con leche de soja me mira. Me desafía. Le oigo susurrar, con su mala leche:” todo tiene un precio, ¿estás dispuesto a pagarlo?” Ella vuelve aquí. Mark se queda allí.
–¡Le he dicho a Mark, que hoy tu eres mi cita!
–¡Yupi!
Eso le digo, con un gesto que aterra a mi subconsciente. Desde aquí le oigo gritar. No sé porque lo he hecho. No sé porque tengo esta cosa en mi café. Ella de nuevo se sienta. Lo cual nos lleva de nuevo al café. El cual no se ha movido.
–¿No te lo tomas? Se te va a enfriar…
Encima presión. Cuando por fin me decido, y recuerdo que leí de algunos, pocos, muy pocos metabolismos capaces de digerir cicuta la veo levantarse, de nuevo.
–¡Espera, ahora vengo! ¡He visto a Leroy!
Eso dice, mientras va a la cuarta mesa de la izquierda. Allí hay una especie de rosas mutantes, devorando a otro tipo de planta, menos evolucionada. También hay otro hombre: Leroy, a juzgar por la mutua efusividad. Se parece bastante a Mark, de hecho. Menos mal que se llaman diferente. Así se les puede distinguir. Empiezo a sospechar que estos señores de barba que están por todos lados, son parte del desastre natural. La rubia vuelve por donde se había ido.
–¿Te lo puedes creer?
–Probablemente.
–Mark y Leroy, ¡en el mismo café que tú! Qué casualidad.
–Pues sí.
–¿Y tú café? ¿No te lo tomas?
–No, te estaba esperando.
…
SINOPSIS:
Entrar en un bar, pedir un café, hacernos inmortales. Luego el café se acaba, la vida nos reclama, y a la mierda los sueños. Pero es en el durante, cuando el tiempo o la muerte, que se escriben distinto, pero saben igual, no nos ven. Así que desde aquí, con un café y desde aquí, fuera del tiempo, podemos mirar a la vida como hay que mirarla; escondidos o prófugos, según: porque a esta estupidez que es la vida, mejor es no resistirse. Rendirse, huir es mejor opción: y aquí es donde les presento al general de nuestra tregua al tiempo, al camarero en su bar: Ambrosio.
Ambrosio es un ser primigenio, anterior a los Dioses y las leyes de los hombres: y de aquellas debió de montar su bar, porque desde entonces viene abriendo sus puertas: fijo en su propio espacio, detenido en su propio tiempo, Ambrosio sirve sus cafés. Es una de esas criaturas de maravilla pequeña, uno de esos seres de sobrenatural rústico; seres que no quisieron ser Dioses, pero tampoco conformarse con ser hombres. Este se hizo creador en su propio Edén, refugio de todos los que andamos perdidos por el tiempo: este se hizo llamar Ambrosio.
Hoy abre su bar; y si en una esquina ven una guadaña embozada en una capucha, no teman: porque a este bar se viene ya vivido, no sea que, por no caber, no nos quepa lo soñado.
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