Resumen:

Para Valeria, el paso a la adultez está siendo más complicado de lo que pensaba. A su alrededor todo cambia y su entorno comienza a esperar cosas de ella para las que la propia protagonista no se siente preparada. Mi carpeta amarilla cuenta la historia[1] de este personaje al que los problemas, aparentemente simples, comienzan a agobiarle demasiado. Sirviéndose de una terapia psicológica como hilo conductor, la novela pretende ser un ejemplo de historia de superación que pueda dar alas a quien lo necesite, aún sin estarlo buscando.

I.

Ahí estaba. Me miraba fijamente. Yo la miraba también, pero no conseguí averiguar qué contenía. Mis ojos dejaron de posarse sobre ese color amarillo pastel, que transmitía una gran sensación de calma, para pasar a los cuadros situados en la pared. Sobrios. Algunos, títulos universitarios, otros, meros elementos decorativos que no desentonaban con la gama cromática de los primeros. De repente ahí estaba, en la esquina derecha de uno de los cuadros. Un nombre. El nombre. Con letra puntiaguda, gruesa y de un negro intenso. Siete letras, un genio, Picasso. ¿Se trataría realmente de una serie de dibujos del artista o simplemente una lámina imitativa de estas que encuentras casi en cualquier tienda de decoración moderna? En cualquiera de los casos había conseguido atraer mi atención durante un par de minutos. Mientras tanto la conversación que instantes antes se había originado sobre mí en aquella habitación, tan modestamente decorada, continuaba. Las dos interlocutoras seguían hablando ajenas completamente a dónde se posara mi atención.

­­— ¿Lo comprendes, Valeria?— se refería a mí. De repente cuatro ojos interrogantes se habían posado en mi persona haciéndome partícipe de una conversación de la que yo había dejado de formar parte hacía ya tiempo.

—Sí, mamá—. ‘Sí’ era siempre la respuesta correcta en cualquier caso. Reanudaron la conversación, de manera que supuse que era la respuesta que querían oír.

Espejos. Espejos pequeños enmarcados en tonos pastel que flotaban sobre la puerta entreabierta de un armario. A juego con toda la decoración. Mi mente volvía a volar, dentro de la habitación, pero volaba. ¿Significarían algo? ¿Serían útiles para algo? ¿Por qué tantos espejos colocados en serie? ¿Formaba parte de algún estilo decorativo en concreto?

— ¿Comprenderás que ahí no puedo ayudarte, no?

—Lo comprendo—. Sabía reconocer cuándo hacía algo mal. Ya soy adulta. Puedo asumir mis errores por mí misma y no era ese el objeto de mi presencia allí.

—Aunque no hayas venido para eso entiendes que tu madre está enfadada, ¿no? Y que eso no significa que ya no te quiera igual. Sólo necesita un poco de tiempo.

—Sí— últimamente esta es mi respuesta favorita —Lo entiendo—. Miré a mamá. Tenía los ojos acuosos, aunque no lloraba. Es una forma que mi madre siempre ha tenido de expresar la ira contenida. Un enfado oculto. Un momento que la angustia y oprime, pero que no quiere mostrar. Es ahí donde se concentra su debilidad, en esas lágrimas contenidas.

Aparté la mirada. Ver esos ojos me oprime el corazón. No me hacía sentir buena persona. Más bien no me hacía sentir buena hija. Mis ojos vuelven a viajar a mí alrededor. ¿Son granates o rojas? La terapeuta tenía unas manos muy bonitas con unas uñas muy bien arregladas, pero de un color indefinido. Unas manos que juegan. Se mueven mucho. Se ve que es una persona nerviosa o por lo menos le pone nerviosa hablar para un público desconocido. En ese momento, movía una pinza para sujetar papeles. Una pinza enorme que mis ojos siguieron sin perder la pista. De repente un sobresalto. Un susto. Unos golpes en el piso de arriba. La pinza paró y la terapeuta acompañó a mi madre a la sala de espera. La conversación entre ellas había terminado y para cuando me quiero dar cuenta me encuentro sola en la estancia comiendo un caramelo de fresa y con la mirada perdida en algún punto de la pared.

—Bien, Valeria— dice la chica del color de uñas indefinido —Charlemos un rato nosotras, ¿te parece bien?

—Claro— asiento con la cabeza.

— ¿Qué estudias?

—Historia del Arte—. He dicho tantas veces esta información que me cuesta creer que ella no fuera una de las afortunadas en poseerla.

—Bien— sonrió mientras sacaba una hoja de la impresora — ¿Sabes? Es mi sueño frustrado. Es una carrera muy difícil. Me llamo Aitana— sonrió de nuevo. Sonreí, aunque ya sabía su nombre de antes.

—De acuerdo Valeria, deberás esperar unos minutos, voy a llevarle estas hojas a tu madre— asentí mientras ella cruza la puerta en dirección a la sala de espera.

Sola de nuevo. El caramelo había desaparecido unos segundos antes y ahora mi mirada recorría la mesa de cristal. Ahí estaba otra vez. Ese tono amarillo pastel que en ningún momento se había movido de encima de la superficie acristalada. Que estaba destinada a mí y que, a pesar de ello, seguía suponiéndome un auténtico misterio.

— ¿Quieres saber que hay dentro?— había vuelto. Aitana se encontraba en el umbral de la puerta mirándome con una tierna sonrisa.

Giré mi cabeza hacia ella. A veces me gustaría saber qué piensa la gente de mí cuando se me queda mirando. Nadie tiene forma de saberlo, de manera que yo me lo invento. No es que suela acertar, de hecho no sé si acierto o no, pero en esta ocasión estoy casi segura de que podría averiguarlo. Pobre niña, por si no tiene suficiente con un problema ahora se le acumula otro más. Hasta yo pensaba eso de mí misma.

—Me encantaría— sonreí de manera algo forzada.

Se sentó en la silla frente a mí, al otro lado de la mesa y se colocó unas gafas de pasta negras. —Son simplemente ejercicios— arrastró la carpeta amarilla por la mesa hasta dejarla frente a mí —tareas, no me gusta llamarlas deberes. Has de realizarlas en casa y traerlas la semana que viene. Estoy segura de que entre ellas y yo haremos que te sientas mejor—. De nuevo se dibujó en su cara una cálida sonrisa que se cruzó con la mía.


[1] No se trata de una historia real y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

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