Viviendo cerca de Laura

Viviendo cerca de Laura

Pablo Lopez

26/02/2018

En puntillas de pie, con los brazos apoyados sobre el marco del ventanal, disfruta de un frescor de brisa cargada de húmedo sereno, que por momentos anima sus crespos castaños. Otra vez revisa el cielo, está apagado, como todo lo demás fuera.

Se agotó la vida de la abuela Anita. De reojo repara en su madre; ha resultado penoso verla desgastarse, sus manos dejaron de ser serenas, persisten las ojeras. Bien sabe que ella desde hace meses no logra conciliar el sueño, sino es con la ayuda de somníferos. No se atreve a comentar que ya era hora de que todos descansaran y se pregunta: – ¿por qué la mayoría insiste en rogar para que la agonía se prolongue indefinidamente? – Por suerte en este caso no los escucharon y sucedió, se responde. No, él sabe que no es correcto mencionar que se alegra, hasta se abochorna de tales pensamientos; baja la vista, por temor a que lo adivinen en sus ojos, lo que le sucede a menudo.

Y su padre, retirado en la esquina opuesta, inalterable, como de costumbre, sobrelleva la dificultad de relacionarse. Con la vista errante evita que lo aborden, y así elude a las pocas personas cumplidoras; al menos, al otro día tendrá el alivio de descolgar de la sala la inmensa lámina del Sagrado Corazón de Jesús, justo a la entrada. Durante años evitó que sus compañeros de trabajo fuesen de visita, por prevención a que se incomodaran con la estampa y acaso un malintencionado la usara de excusa para juzgarlo en una asamblea extraordinaria del núcleo del partido comunista. Wálter, presiente sus intenciones y presume que la casa dejará de ser la misma sin la santa imagen de la abuela y la familia puede quedar desprotegida.

Qué silencio, por momentos oye murmullos, es lo que más lo conmueve, le gustaría escuchar algo de música, pero, ¿qué clase de música se pudiera transmitir en un funeral?; no duda que exista, si le dieran a elegir, optaría por algo reconfortante, no que incremente el desconsuelo, por ejemplo, una que en tiempos de bienestar escuchaba su madre, la tiene en un longplay que pone en el tocadiscos de la casa, el que dejó de funcionar y nadie en este mundo supo reparar; música alegre, de un tal Armstrong, como el astronauta, pero este, según la portada, es un intérprete negro que canta: What a Wonderful World, cree que si la madre la pudiera escuchar ahora la animaría, esa canción siempre tuvo esa virtud.

Al amanecer se llevarán los restos de la abuela para ser inhumados en el sepulcro familiar Habrá que incorporar una nueva lápida, a las ya amontonadas sobre la losa.

La madre le advirtió que él no iba al entierro, regresaría a la casa para cuidar de Naty, su abuela paterna. Ni se atrevió a protestar, por cierto, lo desea, el sueño lo vence.

Antes de marcharse repara en su hermana, rodeada de amigas charlando en voz baja, de seguro hubiera preferido irse con ellos, pero por ser mayor, le corresponde asumir la participación en este primer sepelio. Le hubiera gustado que ella lo acompañase, principalmente por recordar que la casa se encuentra vacía y da una última mirada al féretro forrado con raso gris y ve reflejada en el cristal traslúcido de la ventanilla, la luz de la lámpara fluorescente que cuelga del falso techo.

Sabe que el mundo no está de luto, a pesar del fallecimiento de la abuela, y le consuela recordar que tampoco lo estará el bar del frente de su casa, el que le fue despojado por la Revolución al gallego Manolo. Al menos la música de la lejana vitrola y el bullicio de los beodos lo acompañarán.


Hoy puede ser uno de esos días de suerte. El ómnibus se acerca, no lo puede creer, llegará a tiempo. Se abalanza hacia la puerta de entrada con las restantes personas que también aguardan; el vehículo está repleto, logra poner un pie en el primer escalón, el otro queda en el aire y con una mano logra asirse a la ventanilla cercana y en esa peligrosa postura realiza el viaje hasta la escuela. Algunos profesores de la secundaria prefieren ignorar que la ruta 37 apenas existe y en ocasiones no le autorizan asistir al primer turno de clases, por sólo presentarse un par de minutos tarde. Constantemente le reiteran: “-sale más temprano-”; tienen razón, siempre anda con el tiempo exacto, no obstante, no lo quiere admitir, opina que son intransigentes y no aceptan que la causante de ese conflicto es la guagua que pasa a la hora o el día que menos se le espera.

Se anima al ver la calle Párraga repleta de jóvenes que inician sus clases al mediodía y dificultan el movimiento del tráfico. Unos entrarán en la Secundaria Varona, otros del lado opuesto, en el Preuniversitario de la Víbora; el bullicio monótono recuerda al de cualquier playa en los meses de verano.

En la acera del Pre, encima de un muro, se encuentra sentado Santi, cabizbajo, eternamente pensativo, aunque al tanto de lo que acontece a su alrededor. Con el brazo en alto hace señas a Wálter para que se le acerque. Este último entretanto se aproxima, con agrado observa a su mejor amigo en esa escuela, un muchacho de su misma estatura y edad, igual de delgado, con una mirada desconfiada, mirada afilada, de viejo al cual la travesía por la vida lo amargó y hartó de resentimientos, proceder inusual para un adolescente de catorce años. En ese segundo se pregunta sobre el porqué, con alguien que es rechazado por la mayoría, él ha alcanzado un grado de empatía y amistad tan intenso, pero rehúsa tal duda por sediciosa, quizás el mañana le brinde la respuesta.

Dime flaco, ¿qué inventaste para un día llegar temprano?, indaga Santi. Pues nada, parece que me levanté con el pie derecho, ya sabes; cuando salí al portal vi que papá Noel me había mandado a buscar en su fría limusina, de ocho renos de fuerza, con chofer y hasta venía un conductor con un talonario, dice mientras se levanta el cuello de la camisa, dando a entender que aún siente algo de frío.

Qué clase de idiota eres, Wálter, ¿nunca te cansas de inventar boberías? y te advierto, no tengo ganas de entrar a clases y pasarme un montón de horas encerrado en esa aula calurosa y oscura, así que hazme la media y vámonos a dar una vuelta por donde quiera y conversamos un rato, termina de decir y se descuelga del muro. No comiences a jeringar, Santi, creo tener el doble de las ausencias permitidas para que me dejen examinar, y este año no pienso ir de cabeza para los extraordinarios y quedarme sin vacaciones otra vez, así que no me tientes… ¡aléjate Satanás! y da un paso atrás.

Eh, pero, a ti que bicho te ha picado, no vengas a decirme que de pronto te has convertido en un “aplicadito”, puntual y estudioso; si vas a dedicarte a eso, te voy a traer unos espejuelos gruesos, como el fondo de una botella que tengo tirados por alguna gaveta de la casa. Wálter, con histrionismo, alza ambos brazos hacia cielo en señal de gratitud, ¡Aleluya!, al fin Amargura y Compostela ha probado a hacer un chiste, ¿qué estrella nos irá a romper la cabeza?, chico, pero te advierto que te quedó pésimo, con que no intentes quitarme la pincha, bien sabes que aquí el chistoso en jefe soy yo. Hablando en serio, Santi, en reconocimiento a que al parecer tienes el día very easy, algo fuera de lo común, te propongo que, si entras conmigo al primer turno, el de Matemáticas, recibirás como recompensa un paseíto turístico por lo mejorcito del lomerío de este tocao barrio. Sabes bien que Mazorca, el profe, es tronco de hijo’e puta y está puesto de a lleno pa’ joderme, la semana pasada me advirtió que no me dejaría examinar si tenía otra ausencia; embúllate y vamos a entrar y en el cambio de turno nos escapamos por el hueco de la cerca del fondo, ¿ok?

Qué remedio, tú siempre te las inventas para ganar, pero debes jurarme que nos piramos sin ningún otro pretexto. Y sellaron el trato dándose un extraño choque de puños.

Pasadas dos horas, los amigos se arrastran por el patio trasero como un par de rangers y se escabullen por una abertura que, sin prisa, otros estudiantes engrandecieron en la malla Peerless; al salir se sacuden con fuerza y se quejan por el escozor que bichos y maleza le provocaron en los brazos.

En silencio y despacio, suben y bajan las lomas de las calles de la Víbora hasta llegar a un parque desolado, conocido como de Los Chivos, a unos cientos de metros por encima del nivel del mar.

Santi se sienta y recuesta la espalda en el tronco de un frondoso almendro y a su lado Wálter se tumba sobre un colchón de hojarasca, que cruje bajo su peso, y utiliza sus manos entrelazadas como almohada para que no se le llenen los cabellos de tierra. Ambos acomodados, se entregan al disfrute de una constante brisa que les seca el sudor del rostro y la ropa

El semblante trigueño de Santi de inmediato se despeja, el ceño se desfrunce, su expresión deja de ser reflexiva, es obvio cuánto le complacen las oportunidades que pasa junto a su amigo, las que aprovecha para echar su mente a volar con pensamientos placenteros, convencido de que a su lado tiene a alguien en quien confiar. Transcurrido un rato, es él quien se encarga de romper el ameno silencio y cuestiona sin tornar el rostro. Walt, ¿por qué crees que a este lugar le dicen el parque de los Chivos?

Mierda, ¿pero no vas a dejarme dormir…? suspira y responde con una mueca de falsa aflicción, ok…, tranquilo brother, está bien, no te me alteres, relájate un poquito y te cuento. Y comienza su alusión con entonación de erudito. Recuerdo haber escuchado una historia la cual cuenta que muchísimos años atrás, en esta loma, nada más había árboles, hierba y un reguero de piedras zangandongas. Dicen que, a unos kilómetros de aquí, en una choza destimbalada, vivía un temible brujo jamaiquino, más prieto que un chichiricú, quien criaba animales para cuestiones religiosas, tú sabes, ¿no?: palomas, pollos, guineos, jicoteas, y tenía una gran cría de chivos, los cuales son los mejor pagados para degollar y ofrecerle a los santos la sangre que les sale por el gaznate. Entre estos se destacaba un corpulento macho, el que un día se enamoró locamente de una chiva, de lo más tetona ella, a la que convenció para fugarse juntos, antes de que el dueño los vendiera para que les cortasen las cabezas. Así lo hicieron y tras una noche de caminata, sin descansar, llegaron a donde nos encontramos y les pareció el lugar perfecto para esconderse de nosotros, las personas. La primera noche hicieron lo que dicen que hacen mucho las parejas de hembras y machos, y poco a poco el monte se llenó de chivitos, hasta que en el 1959, llegó la Revolución, sacó la Ley de Reforma Agraria, el lugar lo intervino el Gobierno, a los chivos los mandaron para una granja agropecuaria tipo koljosiana y entonces, a unos historiadores sesudos, se les ocurrió proponer construir en lo alto de esta loma un feo e inaccesible parque, en conmemoración a la primera emancipación de los chivos en Cuba, aunque, como verás nunca llegaron a situar la estatua dedicada al Chivo Desconocido y eso es todo.

Santi yergue el torso y enfurecido protesta, ven acá, Waltercito, ¿de verdad me crees tan mentecato como para tragarme ese cuento?

¿Y cómo se te ocurre, Santi, que yo puedo saber por qué le dicen a este parque el de los Chivos? Al advertir la cara de disgusto del amigo, a Wálter le inició uno de sus tontos ataques de risa, de esos que provocan que las lágrimas y los mocos broten sin parar, de los que no permiten articular palabras. Con falta de aire y gran esfuerzo se levanta, salta, y grita ¡me meo! y corre a la vez que va desabrochando los botones de la portañuela, hasta situarse en la parte posterior de un banco de concreto; al momento se le escucha lanzar un suspiro de alivio, y de seguido, emitir una risa burlona que no logra controlar.

Luego de orinar, queda un rato extasiado en aquel sitio, desde donde observa gran parte del norte habanero, incluyendo la bahía. Cauteloso, se acerca a Santi, con cara de puro arrepentimiento y de modo defensivo le dice, disculpa hermanito, fue un chiste para alegrarte el día, pero…, ya veo, a ti no hay quien carajo te haga enseñar la dentadura; no, no te pongas bravo, sabes que yo te llevo aquí, en lo profundo de mi ser, le afirma y con socarronería se golpea varias veces el centro del pecho.

Vuelve a acostarse, esta vez más cerca del malhumorado compañero, tanto que por momentos las mangas de sus camisas blancas se palmean, agitadas por el viento, mientras cada cual permanece sumido en sus desiguales reflexiones.

Pasados unos agradables minutos de total mutismo, Santi sacude la pereza, con disimulo lo ojea, ve que Wálter tiene los ojos cerrados y mantiene una sonrisa de placer, posiblemente por algo nuevo que programa ejecutar, y cambiando la vista le pregunta, oye anormal, ¿hay posibilidad de hablar en serio contigo o pretendes darme cuero toda la tarde? Wálter, no con poco esfuerzo se traga la risa y le asegura: claro que no mi socio, te juro por tu madrecita que se acabaron las bromas, dice a la vez que besa una cruz que forma con ambos dedos índices. Al percatarse de la intención de su amigo, Santi se ladea, incorpora la cabeza y le previene con una entonación bravucona, te advierto cabrón que un día vas a cogerme con la cachimba llena y te voy a dar una buena entrá e patá por el culo, lo cual expresa sin ningún tipo de convicción, da un giro imprevisto a la conversación y con gestos de confesionalidad le insta, dime, Walt, ¿alguna vez te has enamorado?

Desconcertado por la pregunta fuera de lugar queda pensativo unos segundos, enciende un cigarrillo, de esos que ayudan a pensar, la expresión se le dispone más formal, y exclama, ¡ah!, es que hoy te ha dado por el drama. A ver, ¿qué te puedo decir que no sea mentira?; pues que… exactamente no lo sé, pero te haré una pequeña historia…, no, no es de jodedera, esta es sobre un lío que en realidad me sucedió: y comienza su narración vacilante, concentrado en seguir con la vista las retorsiones caprichosas que realiza el humo de su cigarrillo.

Hace dos años y pico…, fue en sexto grado, o sea, el año en que se separaron Los Beatles; desde el primer día de clases me senté a la misma mesa que una rubiecita llamada Violeta; al principio ni nos mirábamos, pero entre tropezones, codazos, y saludos, comenzamos una amistad. Como el aula era pequeña y estábamos apiñados, un día se nos ocurrió poner nuestra mesa dentro de un clóset vacío y sin puertas; a partir de ese momento esa fue nuestra cueva, quedamos dentro del aula, y al mismo tiempo teníamos una habitación privada. La mayor parte del tiempo hablábamos como cotorras, no recuerdo de qué ni creo que fuese nada serio, lo importante era mantenernos entretenidos; cuando los profesores nos regañaban por tanta conversadera, nos intercambiábamos notas y hasta en los minutos del recreo nos sentábamos a merendar lejos de los demás, nos buscábamos, nos era agradable estar juntos y solos.

Pues chico, te cuento que, por comer tanta mierda dentro del armario, por poquito suspendo el año, claro, nos importaban tres pitos las clases. Ella fue inteligente y los fines de semana le pedía las libretas prestadas a una amiga y estaba al día. Wálter calla un instante y aminora el volumen de la voz, como para hablar consigo mismo.

No faltó alguna chismosa que dijera que éramos noviecitos. Yo creo que no lo fuimos, aunque me gustaba que fuésemos amigos, y hasta hoy ha sido mi única amiga hembra. Sí, recuerdo lo mal que me caían los fines de semanas, porque se demoraba en llegar el lunes, cuando volvíamos a sentarnos juntos, era como si quisiera…, tal vez…, bueno, no sé cómo explicarlo. Wálter calla, rememora, hilvana ideas que le enojan.

Entonces llegó la graduación de sexto grado y el último día, ya sabes, el de las despedidas. Y para colmo, me enteré de que ella iba a estudiar la secundaria en una beca, fuera de La Habana, de seguro obligada por la bruja de la madre y te digo, eso de estar becado no va conmigo, no señor (……….)

Sinopsis:

A través de los ojos del protagonista principal, Wálter, se da a conocer una limitada visión de un país, Cuba, donde una década atrás se produjo un cambio social radical y se apostó por un sistema comunista, socialista, o dictadura del proletariado. Para los cubanos de la época el tiempo se detuvo, los habitantes fueron aislados del resto del universo, con la excusa de protegerlos de las malas influencias exteriores. Se cerraron las puertas de entrada y salida de la nación y las llaves fueron a parar al fondo del mar.

El hilo conductor de la novela lo sostiene una singular y quizás controvertida historia de amor, que sirve como pretexto para mostrar, sin parcialidades, ni reproches, la vida cotidiana de una juventud que trata de descorrer el velo y dar una mirada hacia ese exterior prohibido que todos con tantas ansias desean conocer.

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