España es un país de bares. ¡Sí! Bares; qué lugares. Pero de tantos cientos de miles, incluyendo, restaurantes, pubs y cafeterías; una de estas: el Café Eulalia, se diferenciaba y de qué manera.
Nos encontramos en Santiago de Orgaz, un pequeño pueblo de la gran Soria. En las boscosas entrañas de nuestro precioso país.
Mi pueblo es un lugar tranquilo, a veces demasiado. Yo siempre he pensado, que por sus calles adoquinadas corren más animales de coches, porque camiones, los grandes, no caben. Los cantos pajariles enmudecen el ruido de los escasos coches y las contadas motos, y cuando el viento se da una excursión por las intrincadas calles del centro, ruge en resonancias, como un león invisible que se ha metido en una cueva y se ha perdido en un laberinto de galerías. Estas estrechas calles, que más parecen pasajes heredados de la Edad Media, acaban convergiendo todas en la plaza principal; una forma muy elegante de no reconocer que es la única plaza del pueblo. Y aquí es donde vuelvo al principio. En una aurícula del corazón de este entrañable lugar, en ese hexágono que forman los bajos bloques rebozados de invencible mampostería, el Café Eulalia lucha contra la modernidad de la agencia de seguros del hijo de Ramón “el basto”, la única; la carnicería de Rosendo, la única; el conato de farmacia de la Tomasa, la única; una sucursal de un banco al que no voy a hacerle publicidad, el único; un intento de supermercado, el único y el trozo de ayuntamiento, nuestra humilde casa consistorial. Todo edificio sito en la plaza era único; pero porque no había otro que ofreciera lo mismo en todo el pueblo.
El Café Eulalia, además de único, es excéntricamente especial y hablo en tiempo presente, porque aún sigue abierto y habrá guerras, azotes del clima, cambios políticos, crisis y opulencias; pero ese lugar de encuentro y desencuentro, ahí seguirá. ¿Y quién tiene la culpa? La culpa la tiene la familia más rara del mundo: los “Eulalios”. Ningún lugareño los ha conocido a lo largo de los siglos por sus apellidos; tampoco importa. Todo el mundo les llamaba así, porque precisamente ese era su nombre. No es broma. Todos los componentes de la familia que regentaba la cafetería se llamaban: Eulalio, si era varón o Eulalia si era mujer. El primer matrimonio, el que construyó la casa e inauguró el local, curiosamente se llamaban Eulalio y Eulalia y eran tan raros, que se prometieron llamar a su descendencia sólo con sus mismos nombres. Tuvieron un hijo, al que ya sabemos qué nombre le pusieron y tal era su excentricidad, por no decir su enajenación, que no se atrevieron a tener otro hijo, ya que si nacía niña, Eulalia se le pondría; pero si nacía niño, no podían ponerle el mismo nombre y rompían su loca promesa. Eulalio hijo creció con y en el bar y en cuanto pudo se casó. A los diez meses fue padre y se vio obligado a llamar a la niña, Eulalia. De no hacerlo, el bar no le sería dejado en herencia. Y así y durante cinco generaciones, todos los descendientes cumplieron la eterna promesa de sus antepasados, como un raro testigo que se pasa de padres a hijos, o mejor narrado: a hijo, porque sólo podía nacer uno.
Vayamos ahora al último Eulalio y su inolvidable cafetería. Alto como un abeto, espigado como un pino y tosco como un roble, presumía siempre, de servir el mejor café del mundo. Todo viajante que entraba por la puerta y le ofrecía un nuevo grano de café era casi empujado a la salida y vilipendiado si insistía en hacerle cambiar de opinión. El mismo Eulalio era quien en su día de cierre semanal viajaba a Soria capital y nadie sabía dónde compraba unos saquitos de granos de café, que tan celosamente guardaba.
Tal era el grado de sus excentricidades, que además de heredar todas las de sus antepasados que regentaron el bar, se inventó y sumó unas nuevas. Presumía a diario de tener un café especial; un café de creación; un producto de autor. Afirmaba con incontestable vehemencia, que el sabor de su café era único e incomparable y que había que tomarlo más que beberlo, y hacerlo en pequeños sorbos, sostenerlo dentro de la boca y apretar los labios. Sólo así “explotaba” y despertaba el paladar.
Todo recién llegado al bar que pedía un café, era toscamente aleccionado y sometido a este ritual. Era obligatorio seguir estos pasos. De no hacerlo, Eulalio entraba en modo “cólera”.
Otra nueva excentricidad, entraba ya en el intrigante terreno de la química, y es que avisaba a propios y extraños, de que su café era el más fuerte de todo el planeta Tierra y que tenía tal carga de cafeína, que si se tomaba alguien más de tres seguidos, el corazón se le infartaba. Si querías tomar un tercero, te hacía elevar la vista a un reloj circular con más años que el mismo propietario y te decía con toda la tranquilidad del mundo – Vuelve dentro de un par de horas.
Tengo que reconocer, que el café del Café Eulalia y bendita sea la redundancia, era y es, el mejor que ha enjugado mi paladar. Fuerte, con mucho cuerpo; pero nada que envidiar a las mejores obras de los más reputados maestros cafeteros.
No puedo omitir al lector, que la cafetería era el edificio más antiguo del pueblo. Parecerá algo siniestro; pero aquel bar abrió sus puertas a los lugareños antes que la propia iglesia. Cuentan furtivas lenguas, que la casa se construyó sobre y para tapar un agujero que daba a una galería subterránea que descendía hasta el mismísimo infierno y que allí abajo, entre demonios y súcubos, los primeros “Eulalios” crearon aquellos granos de café, que fue pura alquimia y así de generación en generación, hasta nuestros días.
El bar no tenía interior, tenía nostalgia; esa añoranza de nunca volver a serlo o tenerlo. Entrabas en él y al momento te sentías como si acabaras, no de entrar, sino de salir de una máquina del tiempo que te retrotraía a tiempos pretéritos. Eulalio, tanto te podía servir un café, como venderte una azada con más rubín que hierro, un molinillo de latón, una aceitosa lámpara de mina y hasta uno de sus más de treinta horrendos fetiches que coleccionaba y exponía. Otra peculiaridad una vez dentro, pertenecía a nuestro sugerente sentido del olfato. Donde uno esperaba inspirar aromas cafeteros, se encontraba con olores que más parecían emanaciones. Olía a viejo; emanaba a sótano. Puede que fueran los efluvios que procedían de aquel agujero que las tablillas de madera del suelo ocultaban y que por sus rendijas, agujeros y poros se filtraban. ¿Serían ciertos aquellos cánticos legendarios? ¿Acaso aquel antiquísimo local era la entrada a los infiernos? Reconozco, que hasta yo, muchas veces bajaba la vista al entarimado e imaginaba bajo él al perro Cancerbero con sus tres monstruosas cabezas, custodiando la puerta, para que nadie pudiera entrar y para no dejar salir a los demonios. Tales y variopintas eran mis sensaciones cada vez que traspasaba el umbral de la cafetería.
¿Y sus gentes? Hablemos ahora de ellos. Un bar no es verdadero si no tiene sus socios habituales. Esos que lo visitan a diario y que queman su vida con café, o alcohol eternamente apoyados en su barra y bombardeando la cabeza del parapetado propietario con mil y una penas. Emeterio el “cascabeles”, era uno de ellos. Solitario, individualista, autónomo, introvertido, insociable, esquivo, ermitaño, huidizo y todo lo que uno pueda asociar a alguien que quiera estar solo, lo tenía él. Estaba tan solo, que no tenía ni aura. Sólo tenía a Eulalio y pasaba casi más horas en el bar que en su casa. Eulalio siempre le decía, que estaba tan solo, que había perdido hasta el alma. Gran ayuda la de su único amigo. Todo un compendio de optimismo. Taburete con taburete, al lado del “cascabeles” a menudo se sentaba Julián el mudo. No era mote. Nació con una lengua rígida, pegada a la boca y sólo emitía sonidos guturales cuando se enojaba por algo. Julián era el cliente preferido del propietario. Gastaba mucho y no hablaba nada. Pero que no se enfadara, que entonces, valía más tener un perro. Había un tercer y un cuarto taburete en discordia; pero no se cubrían con las posaderas de dos personas sino de una. Eso ocurría cuando entraba “Gelena”. Ella se llamaba Helena; pero el zafio de Eulalio al poco de cogerla confianza, le puso aquella G en lugar de H, por su desmesurada obesidad. – Te llamas “Gelena”, con G de gorda, porque necesitas dos taburetes juntos para sentarte y ya me has roto las patas de tres. Eso le decía el infame. Hasta el rancio del mudo le reía aquellas gracias sin gracia y como un síndrome de Estocolmo más, Helena le cogía cariño y se lo tomaba a broma.
El humor es la máxima expresión de la inteligencia y eso, extrapolado a la cafetería Eulalia y su bestiario de habituales, evidenciaba que allí adentro no había ni una persona con dos dedos de luces.
He narrado, lo que se gestaba, en y tras la barra; pero para hablar de la otra parte no menos importante del bar, voy a hacerlo como si acabara de entrar.
Cuando entrabas, a tu izquierda quedaba una tarima rectangular; un altillo de poco más de un palmo de alto por un metro y medio de ancho. Esa base se extendía unos seis metros hasta morir en el fondo y sobre ella se distribuían tres módulos compuestos por una mesa-tabla cada uno, que en sí, no eran otra cosa que tres penínsulas de madera pegadas cada una a un cristal. Estos cristales componían el tramo más largo de la fachada del bar y en el otro tramo, el de la derecha y separado por la puerta de entrada, el vidrio moría en favor de una pared rebozada con un antiquísimo mosaico de mampostería. Volviendo adentro, a cada lado de las mesas-península, sendas banquetas de madera con medio respaldo, sentaban a los tertulianos, cuando los había, y en su defecto, a cualquier solitario o solitaria que buscara individualidad al lado de su cristal con vistas a la entrañable plaza. Y de aquellos tres módulos compuestos por banquetas y mesa, había uno, el del fondo, en el que nunca se sentaba nadie. Es harto curioso. ¿Superstición? ¿Practicidad? El caso es, que el mismo día que se inauguró la última reformade la cafetería, con ella se celebraba la construcción de aquella tarima y sus módulos de banquetas y mesas. Durante el día, aquellas banquetas y sus respectivos cristales abiertos a la plaza, fueron las más concurridas. No hubo hombre o mujer, anciano o niño, que no probara la dureza de la madera bajo sus posaderas o el molesto relumbro de los rayos del sol, según la hora del día. A última hora y cuando Eulalio ya tenía las narices hinchadas de tanto trabajar, se fue para el módulo del fondo, donde se sentaba Elsa, la abogada, que presumía de carrera en todo el pueblo; pero trabajaba ayudando en la granja de Tomás.
- Elsa, tengo que cerrar el local, que por hoy ya está bien. Si no, moriré de
agotamiento. Le dijo él, y la que se murió, fue ella. Sus ojos de pusieron blancos, la piel se le endemonió, se llevó la mano derecha al pecho y su cabeza cayó inerte sobre la mesa. Un infarto se la llevó y en el fondo, Eulalio estaba tranquilo, porque sólo se había tomado dos de sus cafés. Con un tercero, los familiares de la infortunada tal vez le hubieran denunciado por asesino. Al día siguiente y antes de reabrir, cogió un cincel pequeño y grabó justo en el tramo de madera donde la difunta se sentó, esta leyenda:
Aquí mismo murió la abogada que ordeñaba vacas.
Queda maldecida esta banqueta. El que quiera, que
se siente; pero yo no me hago responsable.
Eulalio.
No se puede ser más bruto; pero así era nuestro Eulalio. ¿Y qué ocurrió? Pues que nadie del pueblo jamás se volvió a sentar sobre aquella tabla grabada, que más parecía una lápida, y si entraba alguien de fuera y leía lo cincelado, habiendo otros dos módulos de banquetas, en uno de ellos se sentaba. Y hablando de los otros dos módulos, el primero, justo entrar a la izquierda, maniáticamente era concurrido por el hombre más ducho y avezado que pisa la Tierra. Era mi abuelo, que en paz y armonía descanse. Era tan grande el padre de mi madre, que me sublimaba. A las grandes personas no hay que envidiarlas; hay que admirarlas, y eso hacía yo con mi abuelo. Me llevaba a la cafetería todos los sábados y bebiéndose un máximo de dos cafés y yo un vaso de leche chocolatada, me tenía toda la mañana contándome historias. Ninguna era suya. Me hablaba del mundo, de los antiguos imperios, de monumentos, de leyendas, de anécdotas, de tantas y tantas cosas; pero nunca me contaba una historia personal suya, hasta que un día me miró fijamente, como buscando mi aprobación y palpitando él hasta en las cejas, me formuló esta pregunta: – ¿Quieres que te cuente una historia mía?
- – ¡Claro que sí! Tengo mucha ilusión de que lo hagas, abuelo.
- – ¿Aunque parezca sacada de una novela de Julio Verne?
- – Aún no he leído nada de ese hombre. Por cierto, ¿es un escritor español?
- – ¡Nooo! Es francés. Bueno, mejor dicho, lo era.
- – Vaya. Pensaba que era uno de esos escritores de ahora.
- – ¡Y lo es! Fíjate, que aunque murió en el 1905, hoy en el siglo XXI, su mensaje
sigue más vivo que nunca, ya que fue el fundador de la moderna literatura de ciencia ficción. Era un novelista visionario.
Mira si se avanzó a su tiempo, que viviendo en el siglo XIX evocó en sus relatos fantásticos, tecnología del siglo XX. En sus novelas aparecían submarinos dueños del fondo marino, espectaculares naves que viajaban al espacio, desarrolló un helicóptero antes de su invención y hasta fue el precursor de la televisión. Yo siempre lo recuerdo como un profeta de la ciencia.
- – Tuvo que ser un gran hombre; pero abuelo, ¿Y qué pasa con esa historia tan
fantástica que ibas a empezar a contarme?
- – Es muy larga y te la tendré que contar como si fuera una novela, por capítulos,
¿No te aburrirás?
- – Sólo si te alargas tanto como ahora.
- – ¡Jajaja! Vas a tener que dar rienda suelta a tu imaginación.
- – ¿Más?
- – Presta toda esa atención que pone un niño de doce años…
SINOPSIS
Una casa sita en lo alto de una loma. Una vivienda que albergó un siniestro suceso. Una noche tormentosa y un grupo de jóvenes reunidos para una sesión de espiritismo.
Nunca invoques a los muertos, y menos, si eres joven e inexperto. Si tú y tus compañeros de sesión no lográis contactar con el más allá; sólo habréis perdido el tiempo; pero si abrís una puerta, de una dimensión a otra… todo puede pasar. Y si tiene que pasar, que pase; pero lo que no puede pasar, o mejor narrado; quien no puede pasar es ella. Si en plena sesión alguien llama a la puerta de abajo, no abras. No importa si todas las fuerzas de la naturaleza se unen para provocar la tormenta del siglo. Quien espera tras la puerta, que se moje, que sufra las inclemencias y reza para que se harte y se vaya; porque si no, te puede pasar lo que les aconteció a Mariano y Neo. Ellos la dejaron entrar. Los demás huyeron despavoridos. Aquí empieza una historia plagada de aventuras, que evocará en el lector, todo un nuevo mundo de sensaciones. Es la historia de dos muchachos embaucados por una mujer, o siendo sincero; lo que quedaba de ella. Es la historia de… La anciana de los ojos de nieve.
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