CRISTI, LA PERVERSA PAZGUATA
Cap. 1
Aquello no era lo que yo había acordado por teléfono. El remedo de calleja no se podía atravesar. Poco había faltado para ahogarme. Temblaba, cómo no iba a temblar. Me voy, me dije, a escape, ya. Qué. El taxista ha puesto el motor en marcha. No quiero quedarme aquí. Necesito alejarme.
—¡Espere! ¡Espere!
Salí disparado con mis zapatos cubiertos de barro hacia la carretera dejando atrás el apacible apartamento con vistas a la playa de Santa Cristina que la agencia me había prometido. Justo debajo del Puente del Pasaje, que une las dos franjas de tierra que encauzan las aguas del Atlántico hasta la ría del Burgo volviéndolas vecinales.
Un trecho, me aseguraron. Tome un pequeño sendero a la entrada del puente, camine cincuenta metros y se hallará frente a su confortable apartamento.
Y un cuerno. En el mejor de los sueños hubiera ocurrido así, pero los días anteriores había diluviado dejándolo todo embarrado. Al poner el pie en el sendero me hundí hasta la rodilla. Aquello no era un charco; eran arenas movedizas. Retrocedí aterrado. Dos personas que observaban desde el pretil del puente menearon la cabeza con aire desdeñoso. Ese tipo está mal de la cabeza, debieron pensar.
—¡Espere, buf, espere! —grité sofocado por la carrera, golpeando mis zapatos sobre el asfalto para aligerar el peso de mi calado calzado.
El motor del taxi se detuvo. Lo alcancé y puse mis manos sobre el capot con el busto inclinado, recuperando el aliento.
El taxista, un joven de treinta y pocos, me taladró con sus ojos achinados, incrustados en un rostro calmo que no hacia juego con ellos.
—No hay prisa, hombre.
El tono sosegado y bien timbrado de su voz me sorprendió y me tranquilizó. En el escaso cuarto de hora del recorrido desde el aeropuerto de Albedro, atareado yo con mis papeles y mi portátil, no había tenido ocasión de escucharla.
Entré en el vehículo.
El hecho de que el joven no se quejase de mis pringosos zapatos se ganó mi simpatía. Atribulado como estaba, sentía la perentoria necesidad de expulsar la bilis que amenazaba con consumirme. No tenía apartamento, no tenía nada sobre que escribir y sin ese acicate mi alma se hallaba lastrada y condenada a precipitarse en un abismo.
Lancé un suspiro y me explayé.
—Un apartamento con vistas, me dijeron. Lo que no me explicaron es que había que entrar a nado.
El taxista soltó una carcajada.
Tras un segundo de desconcierto, yo también me reí, relajado. No había signo de burla en su risa. Había complicidad y mucho sentido común. Mejor tomárselo a guasa.
—Ya escribiré en otra parte.
—¿Escritor? ¿Así que es usted escritor? Ah, que sería de nosotros sin la ficción. Qué beneficiosos son ustedes.
Un bálsamo, sus palabras resultaron un bálsamo.
Sonreí y me arrellané en el asiento como si me hallase ante el hogar de fuego de un buen amigo compartiendo un licor añejo.
—La ficción necesita inspiración, alimento. Seguro que tú lo comprendes —Aquella complicidad que se había creado entre los dos me incitó a tutearle—. No tengo tema, estoy, como suele decirse, bloqueado, y pensé que el ir y venir de las mareas me ayudaría. Pero, ya ves, lo único que he sacado es barro.
—Hay muchos modos de inspirarse —dijo, poniendo en marcha el motor.
—De momento, no. Tenía todas mis esperanzas puestas en éste y me han pisoteado. He de poner tierra de por medio. No hay más vuelos hasta mañana así que llévame enseguida a la estación de tren.
—¿Dónde vas? —Su tuteo campechano me agradó.
—A Madrid. Vuelvo a Madrid.
—Mira por dónde. Yo también voy allí.
Me percaté entonces que su coche no era totalmente blanco, sino atravesado por una banda roja como los de la capital desde la que yo había volado.
Antonio, que así se llamaba el conductor, me explicó que había llevado a un cliente desde Móstoles a Vilaboa, una pequeña localidad próxima al aeropuerto, para reunirse con su nieto. El abuelo, que había ganado un dinerillo a la lotería y quería dar una sorpresa a su familia, había elegido el taxi para no tener que andar de un lado para otro en salas desangeladas que le venían grandes.
Luego, Antonio se dirigió a Albedro. Había viajado años atrás a A Coruña y deseaba comprobar si el pequeño aeropuerto había crecido.
—Me llamaste cuando iba a partir y acudí. ¿Por qué no?
—Y ahora vuelves.
—Sí. Si prefieres el tren, tú mismo. Si decides acompañarme de retorno, yo encantado. Iba a volver de vacío y no te cobraré. Basta con que me invites a unos cafés en algunas áreas de servicio.
—Adelante.
Dejamos el puente. La playa se alejó de nuestra vista.
—Escritor, ¿eh? —dijo antes de meternos en la autopista con la evidente intención de entablar conversación—. Habrás oído la que se lió con esa escritora de Villalba hace unos días.
En Villalba yo conocía a una mujer que decía ser escritora.
—Pues no. ¿Qué pasó? —dije emplazando la barbilla sobre el asiento delantero para acercarme a Antonio.
—Una mujer madura, muy alta, 1,80 por lo menos. Escribía notas de prensa para un partido político que se ha ido al traste recientemente —Ella, por fuerza tenía que ser ella. Callé para no perder detalle—. Menudo escándalo se armó. Ocurrió en el Mercado de San Antón a media tarde, cuando los críos salen de la escuela. La escritora estaba tomando una caña en la terraza de arriba cuando uno de los aspirantes a presidente, un tránsfuga, un cambiachaquetas, que hace un año se pasó a Cívicos, el partido ascendente, se le acercó. El tipo le hizo sin duda una proposición subida de tono porque ella le rechazó y miró hacía otra parte. Él insistió, aproximando su cara a la de ella, que apartó la silla con gesto brusco. El político de marras le plantó la mano en un muslo. Ella se levantó y se alejó unos pasos. Él, como si aquello fuera un juego, la siguió y la arrinconó contra el ascensor. Se volvió ella, le empujo y bajó las escaleras. El famoso, erre que erre, se le arrimó como una lapa. Las protestas airadas de ella —¡Desgraciado, déjame en paz, ni te acerques!— alertaron a los de seguridad que se interpusieron entre el hombre y la mujer. ¿Sabéis con quién estáis tratando?, gruñó él. Claro que lo sabían, como todo el mundo pendiente del lance. Un pez gordo. Se limitaron a servir de barrera mientras ella se largaba. Como de costumbre, unos cuantos filmaron el percance y lo subieron a las redes y a Youtube. La popularidad del político se ha desmoronado y sus posibilidades de llegar a presidente son nulas. Si eres corrupto no pasa nada en este país, pero un escándalo sexual pasa factura.
Lancé un silbido y me dejé caer sobre el asiento.
Cristi, la agredida era Cristi. Alta, portavoz de un partido que la encandilaba y al que permanecía fiel incluso después de disolverse. Lo de escritora es un decir. Notas de prensa, sí que redactaba. Poco más y ese poco infumable. En varias ocasiones se empeñó en leerme alguno de sus poemas. Afortunadamente solíamos quedar en la Bodega Ardosa y sus cervezas me ayudaban a soportar el suplicio.
Pasé mi mano por la frente para aliviar la presión de unas cejas férreamente fruncidas desde hacía unos minutos. Justificadamente. Conocía mucho a aquella mujer. Habíamos compartido eventos literarios y momentos dulces y amargos. La conocía lo bastante para mosquearme con aquel episodio que no se ajustaba a su modo de ser. Cristi se aferraba a sus creencias trasnochadas e ilusorias como el capitán de un barco al timón. No era probable que se hubiese reunido con un tránsfuga aunque el hecho de coincidir con él en aquel lugar popular a aquella hora intempestiva excedía la mera casualidad. Que no gritase hasta bajar la escalera no era propio de la histriónica Cristi, ávida de protagonismo y notoriedad. Para colmo, ella, que sabía sacar de provecho de cualquier circunstancia, no había presentado denuncia.
Había gato encerrado, un gato del tamaño de Cristi.
—El caso chirría —proclamó Antonio. Su comentario sonó como el eco de mi conclusión. Había empleado el mismo tiempo que yo en sus cábalas. Tenía telepatía.
Alcé la cabeza, maravillado de la sincronización en recelo y duración.
—Sí, opino lo mismo —coincidí—. Cristi no es así —expliqué en dos palabras mi relación con ella.
—Yo pensaba en él. Un tipo que es escurridizo y astuto, que cambia de partido y aspira a la presidencia en un visto y no visto, se comporta como un listo del Paraguay. Un novato, para que me entiendas. Si el tipo es un calentorro es extraño que se lanzara como una fiera sobre Cristi. A ver, que sí, que la chica está de buen ver, pero había muchas mujeres jóvenes y macizas por allí. Y tanta insistencia, el tipo parecía saber el terreno que pisaba. Es de todos sabido que el hombre es un perfeccionista en sus tareas políticas. La escena del crimen, del acoso, transcurre en un sitio público, de modo descuidado. Un acto tan chapucero no se corresponde con el perfil psicológico del acosador. El caso no se sustenta.
Perfil psicológico, escena del crimen… ¡Crimen!, sustentar, listo del Paraguay. Un taxista corriente no emplea esa jerga policial.
—Veo que te apasiona la novela negra —conjeturé.
—No exactamente. Ocurre que soy detective privado.
—¿Detective? Y entonces, ¿el taxi?
—Estudié unos cursos de criminología y saqué el diploma de detective. Sí, sí, como lo oyes. Y llegué a ejercer a tiempo completo. De eso hace cuatro años. Es una profesión que puede llegar a ser apasionante, pero mis casos, ay, mis casos, no lo fueron. Espiar a mujeres y maridos para descubrir cuernos. Una monserga que detestaba. Que cada cual haga lo que le venga en gana. Tanto puritanismo estúpido. Terminé harto y me convertí en taxista —Antonio suspiró apretando el volante—. Aunque dentro de mí late un corazón de detective como has podido constatar.
—Ya veo, ya. Jamás hubiera concebido yo una versión desde el punto de vista del acosador.
En efecto. El político era el acosador, Cristi era la víctima. Siempre terminaba siéndolo. Era algo que odiaba de ella. Y, ahora, una vez más, volvía a su repulsivo papel. Las tripas se me revolvieron.
—¿Te gustaría investigar el caso de Cristi y el político?
Las palabras brotaron de mis revolucionadas entrañas sin que mi cerebro las hubiese procesado.
—¿De verdad? —quiso asegurarse Antonio con voz emocionada.
Por qué no. Acababa de ganar un lucrativo premio literario y me lo podía permitir. Podía suponer, además, un buen tema para mi futura novela.
—Te contrato. Empiezas en cuanto lleguemos a Madrid.
—No, empiezo ahora. Ya puedes ir soltando todo lo que sepas de esa amiguita tuya.
Teníamos quinientos kilómetros por delante.
El viaje iba a resultar interesante.
SINOPSIS
Cristi es enredadora, desconsiderada y absolutamente egocéntrica. Humilla a su marido, no pega golpe y para colmo se hace la víctima. El efecto que desata a su paso es dañino, aunque no repare en ello. Aspirante a poetisa y medio analfabeta se cree dueña de una dialéctica y un vocabulario privilegiados. Ingresó en un club de poetas —Club Camelot—, formado por escritorzuelos de su estilo: cojos de talento y ávidos de autoproclamarse descendientes de Caliope, que se derrumbó cuando uno de sus miembros pretendió que se cumpliese una cláusula del reglamento. Qué desfachatez.
Cristi se dedicó entonces a la política para medrar.
La interrogante de cómo esta sólida mujer de 1.80, sacada de un comic de Robert Crumb, convence a sus allegados y los convierte en seguidores incondicionales, constituye un enigma. Su marido, un ejemplo a seguir, no puede soportarlo y se separa. Las consecuencias son funestas para él, su economía y su círculo de amigos, que se decantan por apoyarla a ella olvidando las virtudes del ex. No contenta con hundirle aparece tres años después en un reality-show para soltar pestes sobre él y, de paso, tratar de conseguir un chollo laboral por la cara.
Todo parece indicar que va a salirse con la suya hasta que se ve envuelta en un escándalo con un político renombrado. Por primera vez es ella la utilizada. El líder del partido en el que se ha alistado teme por la acelerada popularidad de la trepadora y le ha tendido una trampa. Ella le da la vuelta, acusa al implicado de acosador y logra ascender.
Para detenerla, el líder máximo concibe un plan para liberarse definitivamente de su escurridiza y perversa oponente con la ayuda de dos famosos actores de cine.
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