Capítulo 1: El buitre
Hola amigo mío,
Te escribo desde donde no debí dirigirme pero me fui forzado a llegar. Quizás no te creas del todo lo que leerás a continuación, pero te lo contaré igualmente. Son minúsculas partes de tus vidas; porque, aunque solo llegas a intuirlo, has disfrutado de varias, no te adelantaré cuántas, concentradas en una sola, la que supones que conoces.
Imagino que tendrás los ojos como platos, como si lo viera; pues sí, ¡soy yo! ¡Abelardo!
Vas a conocer de primera mano, la que no utilizo para escribirte, mi sentir, lo que aconteció y me narraste de forma tan entrañable, lo que compartimos y lo que tan solo alcanzabas a presentir cuándo no me dejaste otra opción que actuar. Con todo ello se volatizarán casi todas tus dudas y surgirán muchas otras para las que ni yo mismo tengo respuesta. Es el único medio a mi alcance para que tu devenir transcurra sin sugestiones.
Lástima que no tengas mi dirección para responderme y poder transmitirme tus pensamientos mientras estés leyendo esto; como podrás comprobar no he puesto remitente. Donde me encuentro no hay servicio de correo, ni email, ni redes sociales, ni falta que hace. Para tratar de calmar tu ansiedad te puedo asegurar que cuando pienses en mí desde muy adentro, yo recibiré tu respuesta inmediata, que es lo que más ansío. Empiezo:
“¿Por qué no me deja en paz? Ni siquiera en este estado consigo escapar de sus afiladas garras de buitre, porque eso es lo que es; así lo percibo y no lo puedo remediar. Desde antes de nacer ha estado revoloteando en círculos sobre mi cabeza.
Siempre quiso que hiciera, pensara y fuera lo que él ordenara, y si me desviaba de su ruta perfectamente marcada, aunque fuera un mísero milímetro, me imponía el rumbo con sus garras, su pico o sus alas. Oteaba más allá del horizonte e incluso del tiempo. Me vigiló sin descanso hasta que consiguió su anhelo, del que desconozco su origen aunque sí el fin. Utilizó todo su ser para forzarme a tomar la peor decisión, la que tú nunca entenderías.
Saboreó mis putrefactas entrañas y se deleitó hasta del tuétano de mis deseos. Y lo peor: persiste en vengarse de mí por algo que nunca hice, aunque él siga creyendo lo contrario. Imagino que jamás quiso que yo, ni siquiera, llegara a conocer este mundo. Siempre se empeñó en que yo no fuera, no pensara y, por tanto, no existiera. Quizás al ver más que truncado ese deseo tan irracional, hace lo que hace e hizo.
Ahora, tras no quedar ni un ápice de mi cuerpo, ansía la carroña de mi alma. Sí, créelo, en eso se ha transformado, en carroña putrefacta; estoy en estado de eterna descomposición por lo que me vi obligado a hacer. Tendría que haberme enfrentado a él, como siempre me alentaste, en lugar de luchar contra mí mismo. Al fin lo veo claro; aún sin disponer de ojos, ahora lo percibo meridianamente cristalino. Será porque solo me importa una cosa, algo que el transcurso del inexistente tiempo con el que cohabito ha identificado como mi principal objetivo, y puedo jurarte que lucharé por conseguirlo con todo mi ser.
¡Qué fácil es todo cuando se tiene tanta seguridad en uno mismo…! ¡Cómo te envidio!
Ahora que me ha dado un respiro y puedo recordar las historias que me narrabas: esas experiencias que viviste y que te hacen cuestionar tu propia razón, te las voy a evocar sin esfuerzo; desde aquí todo se recuerda con total nitidez hasta la última letra, coma, espacio, exclamación, expresión y, ante todo, la pasión y expresividad que ponías al contármelas.
Año 1971
Todo comenzó en tu pueblo natal: Cabanes, un pueblo poco conocido por carecer de litoral, hasta que tu naciste. Según tus palabras, cuando eras apenas un bebé, en una mañana soleada, tu madre paseaba por una de sus calles, muy orgullosa de exhibirte; te había comprado un trajecito que, según ella, te hacía parecer el más guapo de la comarca, ¡cómo no! Paseaba y paseaba, pero nadie se detenía a contemplarte. Aún así, insistió hasta pasada la hora de darte de amamantar. En aquella época dar el pecho en la vía pública, y más en un pueblo, era un pecado casi mortal, como tantas otras cosas por entonces. Y, claro, cuando llegó la hora de tu almuerzo, empezaste a llorar como un poseso.
A unas calles de allí, un tractor rodaba por el asfalto con cansina velocidad dirección a los huertos del norte donde tocaba arar. La viveza del señor al volante era casi nula; su lema: la paciencia, y siempre viajaba con ella a cuestas. El aire de la mañana le entraba por la ventanilla lateral y su sucio parabrisas no lo atravesaba ni la imaginación; lo impedía el barro apelmazado en él de varias semanas, el tiempo que llevaba sin llover.
A varios cientos de metros, en dirección al pueblo, un joven y novato conductor iba a toda pastilla con su Seat 1430 de color rojo reluciente. En la radio sonaba Nino Bravo y su inmortal: “Te quiero, te quiero.”. Estábamos en plenas fiestas de Nuestra Señora del Buen Suceso, donde conoció a una preciosa chica que le había comido la sesera por completo. Iba con su cigarrillo entre los labios mientras cantaba a coro cuando, de repente, mientras estaba en pleno estribillo y por la fuerza de la entonación, el cigarro se le cayó justo entre las piernas lo que, seguro, chamuscaría su querida y casi nueva tapicería y algo más.
El acto reflejo le obligó a levantar sus aposentos lo más rápido que pudo y con su mano derecha coger el cigarro encendido. Pretendió, sin éxito, deshacerse de él por la ventanilla pero, al no estar completamente abierta, rebotó contra el borde del cristal, cayendo de nuevo en el mismo sitio, pero esta vez envuelto en cenizas incandescentes. Tras su intento fallido cambió de proceder para evitar una catástrofe casi segura: mientras levantaba de nuevo el trasero y con su mano derecha cogía el cigarrillo, su mano izquierda abría la ventanilla dando vueltas a la manivela. Como no podía ser de otra forma, el coche eligió la ruta que menos esfuerzo le suponía: la línea recta cuando estaba en plena curva en la carretera que cruzaba el pueblo, dirigiéndose directamente y a gran velocidad hacia la acera que recorríais tu madre y tú, ajenos a todo.
Tu madre tuvo menos de un segundo para reaccionar: su instinto maternal dio un empujón al carro en el que tú berreabas a más volumen que el propio Nino Bravo. Con ello consiguió salvarte del primer embiste; ella, por su parte, se tiró hacia el lado opuesto y el paragolpes cromado le pasó a tan solo unos centímetros. El joven frenó con brusquedad para no llevarse por delante a más transeúntes y, a la vez que lo hacía, dio un ‘volantazo’ empotrando su precioso coche contra un portal. El ruido ensordecedor alarmó a las personas de varios cientos de metros a la redonda. Todas acudieron para conocer el origen de tan espantoso rugido que había conmocionado el silencio y la rutina de aquel pueblo.
Tú, dentro de tu capacho, dejaste de llorar al notar la fuerte sacudida; saltaste el bordillo de la acera y rodando fuiste a parar ajustadamente debajo de las gigantescas ruedas del tractor que en ese momento marchaba en sentido contrario al coche sin dueño. El ciego tractorista frenó en seco al oír el ruido del brutal choque pero no se percató de aquel objeto rodante que se ubicaba bajo su enorme máquina.
Unos asistieron a tu madre; tenía rozaduras leves en codos y rodillas debido a la fricción con el suelo. Otros hicieron lo propio con el joven que sufría varios cortes en la cara y manos de donde sangraba abundantemente.
Los que rodeaban a tu madre se alarmaron cuando empezó a gritar buscando a su hijo. Todos miraron en los alrededores pero no veían al pequeño. Hasta que, de pronto, ella salió corriendo con los ojos fuera de las órbitas hacia el tractor con el motor todavía en marcha y, sin pensarlo, se arrojó debajo de las ruedas. Los viandantes, junto al conductor del tractor, se quedaron atónitos; no entendía qué la llevaba a arrastrarse debajo de tremendo armatoste. Después se dieron cuenta que lo que allí se guarecía era el carro, contigo dentro, que sacó tu madre no sin esfuerzo.
Tras extraerlo de debajo de las enormes ruedas metió sus brazos entre las mantitas y pudo cogerte y mostrarte a todos: tú sonreías como si todo aquello te hubiera transformado en el bebé más feliz del mundo. Casi todos creyeron que habían contemplado un verdadero milagro de la patrona del pueblo y los menos que te reíste de la muerte en su cara. Yo fui uno de éstos últimos conociendo los hechos que te acaecerían con posterioridad. Lo único cierto es que durante unos pocos años tu apodo fue:‘Santo Suceso’, hasta que te lo cambiaron por otros mucho menos halagüeños. Lo más irónico es que tu madre pudo por fin lucirte, y de qué manera, con tu estrenado trajecito azul, aunque las circunstancias no fueron precisamente las que había soñado ni en la más tétrica de sus pesadillas.
**
– ¡Juan, Juan!– gritó Sara al entrar en su casa empujando el carrito de su bebé y llevando un periódico que, emocionada, aireaba con tal vigor que las letras se aferraban al papel para no salir volando.– ¡Salimos en el periódico! Hay un artículo que habla sobre lo que nos ocurrió la semana pasada. Incluso aparece la foto que me tomaron tras el accidente. ¡Mira, mira!– Le acercó el periódico a su marido abierto por la página donde aparecían las noticias locales señalando una pequeñísima foto.
Juan apagó la tele y sin decir una palabra se colocó tranquilamente sus gafas. No movió ni un músculo al contemplar la foto donde aparecía su mujer con los pelos desmarañados y el susto dibujado en el rostro, abrazando a su hijo Bruno sonriente; y menos cuando leyó el artículo que aparecía a pie de foto:
MILAGRO DE LA SEÑORA DEL SANTO SUCESO
Durante la semana de las celebraciones de la patrona del pequeño pueblo de Cabanes (Castellón de la Plana), lo que pudo ser un trágico accidente se convirtió en un verdadero milagro. Se vieron implicados un coche y un tractor. El conductor del coche, tras perder el control de su vehículo, invadió la acera por donde paseaba una señora con su hijo. De forma milagrosa evitaron el atropello, y el pequeño, que estaba en su carrito, fue a parar debajo de las enormes ruedas de un tractor sin sufrir ni un solo rasguño.
– ¡Somos famosos! Por la calle todos me paran; quieren acariciar a nuestro hijo para que les de suerte. ¿Te lo puedes creer?– Y se mantuvo de pie frente a su marido. Éste se quitó las gafas con parsimonia y miró a su mujer pensando para sus adentros: “Lo que faltaba: seremos la comidilla de las cotillas”. Aquello era justo de lo siempre rehuía, ni tampoco le gustaba fanfarronear como lo hiciera su querido y ya difunto padre.
Manuel se llamaba y vivía con su mujer en Úbeda, Jaén. Albañil de profesión, ganaba lo justo para dar de comer a su familia. Apuesto y altivo (rasgos que su hijo tampoco heredaría) y con una bocaza que sería su perdición. Durante la posguerra nunca ocultó sus ideales izquierdistas, provocando que su vida junto a la de los suyos fuera de mal en peor, obligándole a emigrar a un lugar donde nadie le conociera: Valencia. Allí intentaría pasar inadvertido, sin éxito: su nulo autocontrol propiciaría que se viera inmerso en una reyerta, la que acabaría con su vida; además de sufrir una brutal paliza, le asestaron varias puñaladas y abandonaron su cuerpo junto a unos cubos de basura.
Según testigos presenciales se produjo una gran discusión entre él y varios jóvenes. Parece ser que el origen del altercado fue un desacuerdo sobre el bloqueo comercial que los americanos habían impuesto a Cuba y las amenazas recibidas por los países que no claudicaron. El dueño les echó de su establecimiento para impedir que dañaran el mobiliario. Lo ocurrido tras salir del bar nadie lo supo con certeza; el caso se archivaría sin encontrar al criminal o criminales.
Juan, huérfano de padre siendo apenas un crío, se vio obligado a trabajar para mantener a su madre. El oficio sí lo heredaría de su padre. Trabajó duro durante la expansión inmobiliaria en la costa mediterránea, gracias al turismo, y le fue lo bastante bien como para que no les faltara casi de nada. Pero su madre le requería algo que le fue imposible conseguir: su padre; y a los pocos años, tras irse marchitando, murió después de estar convaleciente varios meses al sufrir un ictus.
– Mira Sara– le dijo a su mujer mirándole a los ojos– no quiero que vayas por ahí alardeando con todo esto. Creo que es mejor vivir tranquilos como una familia normal.
– ¡Tú siempre igual!– Le espetó Sara. – ¡No hagas ruido para no molestar! No digas esto o aquello para que la gente sepa lo menos posible de nosotros… Sabes lo que te digo: que estoy harta de no ser nadie, de ser vulgar, de pasear por la calle y parecer invisible, de que todos me rehúyan como si tuviera lepra. – Sus manos cerraron su rostro amortiguando su voz, y se puso a llorar–. Para una vez que soy popular, te pido por favor que me dejes disfrutar del momento. ¿Es mucho pedir?– Sacó un pañuelo de la manga de su rebeca, se sonó y, algo furiosa, prosiguió: – ¡Tú sigue ahí, observando la vida pasar desde tu sofá, sin inmutarte! Pero quiero que sepas que yo no soy como tú…
– Por favor, cálmate. Vas a asustar al niño.
– ¡Cálmate, cálmate..! Llevamos en este pueblo varios años y en todo este tiempo no hemos hecho ninguna amistad de verdad. La gente nos ve, nos saluda y ya está, de ahí no pasan. Tú vas y vuelves del trabajo sin relacionarte apenas con nadie… Suena chistoso pero… me encantaría que pasaras más tiempo en el bar, en esa pegajosa barra de la que, otras mujeres, tienen que arrancar a sus maridos con espátulas.
– ¡Lo que faltaba!– Exclamó de forma muy airada la vez que se levantaba.– Encima que te trato como a una reina; vengo de trabajar exhausto e intento ayudarte en todo lo que puedo, y aún así tienes la desfachatez de echarme en cara que no me voy al bar a beberme el sueldo como los demás. Deberías estar agradecida… Pero, ¿qué te pasa? ¿Es que no eres feliz…? ¿No te hago feliz? – Las preguntas flotaron en el aire.
– Sabes muy bien que sí – contestó por fin–, pero necesito algo más. ¿Entiendes?
– Pues claro que te entiendo, pero yo soy como soy y tú eres como eres, y eso no lo podemos cambiar… Ya sé que a ti, en el fondo, te gustaría tener conocidos que te hagan sentir lo que no eres. ¿A quién pretendes engañar?– Esta vez fue ella quien se sentó, llorando resignada. Juan, entonces, bajó el tono. –Ya lo hemos hablado. Somos una familia, eso es lo que importa. Para mí la hipocresía de muchos me da la risa. Esos que aparentan lo que no son, que alardean de lo que no tienen, me dan asco… No quiero que te conviertas en uno de ellos, por favor te lo pido – la súplica calmó a su mujer. –Cuando te conocí vi en ti algo especial… Y ahora tenemos un hijo por el que luchar. – Y se sentó de nuevo junto a Sara cogiéndole las manos. – Lo que le ha ocurrido puede trastocar nuestras vidas y, sobre todo, la suya. Si nuestra familia se resquebraja, por esas fisuras se escaparán nuestros anhelos, e ineludiblemente los de nuestro propio hijo.
– Sé que tienes razón pero, entiéndeme… Estoy muy orgullosa de nuestro Bruno y quiero que la gente lo admire aunque sea mínimamente. El hecho de pensar que van a ignorarle como a mí, me rompe el corazón. – Juan alzó con delicadeza la barbilla de ella, cogió su cara redondeada con ambas manos y, con sus pulgares, le enjugó las lágrimas opacas, producto del rímel. Aunque los chorretones ennegrecían sus párpados inferiores y mejillas, para él seguía siendo la mujer más bella que había conocido. Finalmente la besó mientras el niño les observaba sonriente desde su cuco.
Sara, desde niña, había tenido complejo de obesa (“gorda” para sus ‘amigas’…
Sinopsis:
Historia de una amistad que perduraría más allá de… Los caminos de los protagonistas se van entremezclando cuando más lo necesitan. El del primero, tortuoso, pedregoso, árido y cubierto de espinas que se clavan en sus pies desnudos; la peor, la primera, siendo aún un crío, atravesaría su menudo cuerpo hasta incrustarse en el corazón al presenciar una escena para todos imborrable: en un incidente fatal, del que fue culpado falsamente por su padre, fallecería su hermano gemelo. Y el del otro de trazado sinuoso, con unas curvas, si no mortales, sí de las que sería difícil salir airoso sin ayuda de la suerte; dos de ellas: resultaría ileso en un accidente de tráfico siendo un bebé o le extraerían ‘in extremis’ de su vehículo cuando era engullido por un torrente durante una fortísima tormenta. La trama cobra vida mediante dos narradores, perfectamente diferenciados: el primero introspectivo y en primera persona y el segundo en tercera y omnisciente, aderezado con artículos de prensa que sesgan los hechos. El resultado: un mejunje que permite saborear los matices del relato, como piezas de un puzle que se ensamblan de forma precisa.
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