Prefacio
El cadáver continuó flotando inerte en el agua sanguinolenta. Su sombra carmesí comenzó a extenderse y rodearlo, emergiendo directamente de debajo de él. El escenario era grotesco, y un fuerte hedor comenzaba a colarse por mi nariz. Apestaba y yo no lo había notado, pero estaba empezando a hacerme mella.
De repente no tenía ni idea de cómo había llegado a las alcantarillas, ni tampoco de por qué la pistola estaba en mi mano. Sólo sabía que tenía los zapatos mojados, los pies fríos y todos los músculos entumecidos. Pude percibir por unos segundos el dolor palpitante que crecía en torno a mi ojo, aunque ahora me parecía una molestia muy lejana, como si no fuese real, sólo un recuerdo de algo que ya había pasado, y sentía un fuerte dolor punzante en la parte baja de la espalda, como si algo se hubiese empotrado contra ella con la fuerza de un autobús.
Mis inquilinas habían dejado de hablar por fin, quizás huyendo aterrorizadas ante el sonido del disparo, y de repente me encontraba solo en mitad de la miseria.
Una rata pasó corriendo por encima del cuerpo y se perdió en la oscuridad del túnel.
El arma se me cayó de las manos al agua sucia, causando un chapoteo.
1
La luz del sol cayendo con fuerza sobre sus párpados fue lo que consiguió que por fin abriese los ojos. Le quemaba la piel y tenía calor, se sentía sudado y pegajoso, y en un reflejo semiinconsciente se preguntó cuántas horas llevaría el sol atacándole sin tregua a través del cristal, que estaba causando un incómodo efecto invernadero en él. Abrió y cerró un par de veces la boca, saboreando el mal aliento mañanero y una lengua pastosa y áspera con desagrado. Echó una ojeada a su alrededor, intentando averiguar en qué punto había perdido finalmente la batalla antes de quedarse dormido. Estaba tirado en la cama con los pies en el cabecero y medio cuerpo colgando fuera del colchón. La indiferencia se adueñó de su mente, quizás un poco tranquilizadora, por lo menos esta vez no se había caído redondo en mitad del baño.
Se incorporó lentamente y los muelles chirriaron quejumbrosos, mientras la habitación se tambaleaba sólo para él, mareándolo. La ventana desnuda seguía permitiendo que los incansables e insistentes rayos de luz atormentasen sus ojos enrojecidos, incapaces de abrirse del todo, causándole fogonazos de dolor al llegar a su maltrecho cerebro de genio. Fue hasta la cocina parpadeando rápida y repetidamente hasta conseguir mantener los ojos suficientemente entrecerrados como para poder ver algo. El reloj de la pared le indicó que hacía catorce horas que no se metía nada en el cuerpo, por lo que abrió la nevera y sacó una cerveza. Un rico zumo de cebada sería tan buen desayuno como cualquier otro. Por otro lado, acababa de darse cuenta de que tenía cuarenta y cinco minutos escasos para adecentarse un poco y conseguir llegar a tiempo.
Volvió a mirar a su alrededor, desorientado, y después, en un signo de inspirada lucidez, se encaminó a la ducha.
La vieja cafetería estaba decorada a la antigua. Más antigua, es decir. Las paredes estaban revestidas de madera vieja y oscura, con sólo una de ellas luciendo aún la gris piedra desnuda ante los ojos de todos los clientes que se agolpaban en un espacio reducido. Un grupo de cuatro músicos amenizaba la sala con melodías de los años veinte desde una esquina, aunque las voces impedían escuchar todos los detalles de lo que tocaban, cosa que a ellos tampoco les importaba mucho, porque tenían calor y ya iban por su tercer café irlandés, que los achispaba evadiéndolos de las cosas malas y feas de la vida.
En el local había gente de todo tipo: desde amas de casa que cacareaban ocupando tres mesas para un club de lectura en el que hacía meses que nadie leía hasta algunos hombres trajeados que se tomaban un pequeño respiro para leer el periódico y pedir otro café bien cargado antes de regresar al trabajo. Estaba también una nueva pero ya habitual figura en el lugar, la chica de sonrisa perenne y ojos verdes que siempre hacía lo mismo: llegar, pedir algo caliente y dejarlo enfriarse en sus manos con la mirada perdida, como si esperase a algún amante desaparecido.
A él siempre le había gustado el dramatismo, por eso siempre seguía la misma sencilla rutina que, según su propia opinión, emulaba la futilidad de la vida. Se sentaba solo en una esquina oscura que el dueño ya parecía tener reservada para él, y se envolvía en la nube de humo dulce del dardo que sujetaba de un modo casi femenino entre sus dedos. No importaba la hora del día a la que fuese, porque allí dentro no transcurría el tiempo salvo para aquellos que no lo tenían, y a él siempre le sobraba. Su bizarra apariencia llamaba la atención, al principio, de aquéllos que entraban por primera vez, pero luego perdían interés y él parecía mimetizarse con el entorno, como si sólo fuese un mueble más. Llevaba pantalones estrechos y claros, una camisa arrugada y entreabierta al comienzo bajo una chaqueta larga y de punto, color crema, y mocasines negros sin calcetines, pero en realidad todo eso daba un poco igual porque si destacaba entre la marea, era en realidad por la bufanda de rayas que se enroscaba en su cuello sin importar la estación en que estuviese, las pequeñas gafas oscuras y redondas que escondían sus ojos y el sombrero color café que cubría su corto y despeinado pelo. Se sentaba con las piernas cruzadas y la espalda tiesa, como si realmente tuviese «un palo metido por el culo», como tantas veces había oído comentar, y se inclinaba un poco hacia delante de vez en cuando. Si hubiese sido una joven de generoso canalillo, aquello habría significado las delicias de casi todos los clientes, pero solo era él, con su esquelética y desgarbada figura de hombre amanerado. Sobre su cabeza, en la pared, colgaba un cuadro de figuras alargadas y descoloridas. Lo pintó él. De hecho, había pintado todos y cada uno de los cuadros que decoraban la sala, destilando chorros de surrealismo y abstracción por todas partes. Habían sido fruto de su etapa de pintor con problemas de dioptrías y cierto daltonismo. Otra etapa fracasada.
Vio acercarse al camarero por el rabillo del ojo, pero no varió su tiesa postura en su honor, ni siquiera giró la cabeza. Era un loco y un excéntrico, todos los sabían, muchos lo comentaban y algunos se habían encargado de hacérselo saber a la cara, sin pudor, pero a él le daba igual, porque, en realidad, ninguna de las personas que lo comentaba tenía ni una mínima idea de la cantidad de perturbaciones y vicios que se encerraban en aquel cuerpo. Y tampoco era que les importase mucho, pero de algo tenían que hablar. Tenía todos los problemas de los que se podría presumir para ser un verdadero caso de estudio: ludopatía si entraba en un casino, cleptomanía si lo hacía en una tienda cara, alcoholismo… siempre que pudiera hacerse con una botella. De hecho, sus verdaderas adicciones eran el whiskey escocés, la absenta ilegal y la hierba. Por separado podría no parecer mucho, pero su mayor defecto era que tendía a combinarlo todo hasta terminar completamente devastado y tirado en cualquier suelo.
– ¿Qué va a ser hoy? – preguntó el camarero sin rodeos. La cafetería estaba lo suficientemente llena como para no tener que tomarse la molestia de ser muy amable con los clientes.
– Café irlandés.
– Más Irlanda que Colombia, supongo, ¿no? – el camarero medio sonrió. Era un habitual, sabía cómo le gustaban las cosas y también que a pesar del tono jocoso de su voz él no se molestaría, porque resultaba demasiado mundano para ser de su interés.
Él agitó la mano, dejando caer la ceniza con elegancia en el cenicero, y asintió varias veces con la cabeza antes de darse cuenta de que el camarero ya se había ido. Por suerte, alguien más apareció para acompañarle.
– Llegas tarde – constató más que reprochó él al recién llegado.
– Traigo buenas noticias. La editorial quiere un nuevo trabajo del gran Félix Urzainqui.
Aquellas palabras consiguieron por fin que los ojos tras las gafas enfocasen a quien le hablaba con algo más de interés. No era nuevo que sus reuniones de negocios fuesen en un bar, pero sí que los negocios fuesen buenos.
Su interlocutor tenía veinte años más que él, y su aspecto era apuesto y convencional, no había nada en él que hubiese podido relacionarle con el joven que abordaba galaxias sentado en la esquina, y sin embargo ellos ya se conocían demasiado bien. Ambos se habían enroscado en las sábanas del otro cuando Félix aún daba sus primeros pasos buscando una forma de expresarse al mundo. Ahora ya sólo había trabajo entre ellos.
– No tengo nada, Ignacio – replicó él, soltando una nueva bocanada de humo dulce que dio de lleno en la cara del otro.
– Lo tendrás – el aludido sacó una botella dewhiskey de la bolsa de plástico que había dejado sobre la mesa y se la acercó con una sonrisa ladina.
Conocía la forma de trabajar de Félix. Había elegido el verdadero método de inspiración de los antiguos griegos en su variante moderna. No tenía una fe ni creía en los dioses, por lo que su furor creativo salía de fuentes algo más mundanas, pero tan capaces de ponerle en órbita como lo habrían sido las Nueve Musas.
El camarero regresó y dejó el café en la mesa. Ignacio le hizo un gesto para que se retirase, impaciente, y cuando se quedaron solos de nuevo, miró otra vez a su joven protegido.
– Empeñé mi ordenador el mes pasado – añadió el escritor, dejando los residuos de su cigarro en el cenicero para pasar al café que tan bien disimulaba su contenido. Intentó no echarle ni una mirada a la botella que lo llamaba a gritos desde su bolsa blanca.
– Te dije que no volvieras a jugar a las cartas con esa gente – se quejó Ignacio.
Félix no se inmutó. Estaba acostumbrado a la sobreprotección ocasional de su padre ficticio. Le importaba más bien poco lo que pensase después de tanto tiempo.
– Hablaré con la editorial para que te den algo con lo que trabajar – añadió el mayor, presionándole para que aceptase.
Félix se bebió la mitad de su taza en silencio. Hacía meses que dejar una botella semivacía no le daba nada más que una bonita resaca, hacía meses que una bolsa de hierba no le traía volando una idea genial y también hacía meses que no se sentía con ánimos para crear nada nuevo, porque, de un año a aquella parte, tenía la sensación de que ya nada bueno podría salir de su cabeza. Igual que le había pasado con la pintura y la música, se estaba empezando a cansar de escribir. Dentro de poco tendría que buscar otra cosa con la que entretenerse y conseguir dinero.
– Haz algo comercial. Una idea trillada, no importa, la gente lo comprará sólo por ver tu nombre en la portada, y cuando lo entregues diles que no vas a escribir nada más. Y se acabó, pero con sólo dedicarle una semana podrías tener otro best-seller y volver a lo tuyo – insistió Ignacio cabeceando instintivamente hacia la botella. La inquietud iba a acabar con su corazón, ya les había prometido a los editores otro libro que les arreglase los números de aquel año.
Él y su maldita bocaza.
Félix continuó sin reaccionar. Tampoco era que lo fuese a matar escribir algo de basura para sacar dinero si luego podía retirarse del mundo literario sin más. Siempre terminaba sus épocas más o menos de la misma manera, con una obra pésima que conseguía engañar a aquellos que habían comprobado que todo lo anterior era extraordinariamente bueno, pero que le daba el dinero suficiente para sobrevivir ebrio hasta descubrir su próxima afición. Además, últimamente se habían puesto de moda las novelas de misterio con alguna escena de sexo esporádica, él podía escribir una de ésas en poco tiempo y completamente colocado. Cerebro de genio, se dijo con tono petulante.
– Consígueme algo con lo que escribir y veré qué puedo hacer – dijo al final.
Ignacio soltó el aire que había retenido en sus pulmones, aliviado. No podía creerse su buena suerte ni tampoco que Félix hubiese decidido ceder. Podía parecer un jodido chiflado, sonar como un jodido chiflado y, en realidad, ser un jodido chiflado, pero lo único absoluto que había en él, en realidad, era su profunda testarudez, nunca confundida con perseverancia. Y, lo peor de todo, vehemente con sus ideas. Muchas veces aquello era una mierda, pero lo bueno que tenía era que lo convertía también en alguien fiel a sus promesas. Si decía que escribiría algo, lo haría, aunque le saliese un auténtico bodrio.
– Antes del fin de semana te daré un ordenador nuevo – aseguró, sin pensar en lo que tendría que decir la editorial.
Una vez más, Félix lo ignoró abiertamente.
SINOPSIS
Tras recibir en el mismo día a una inesperada invitada, su amiga y amante esporádica Eva, y una única herramienta para escribir, una máquina anticuada y sin remitente, Félix comienza a trabajar en su novela. Los días se emborronan y solapan en una nube de inspiradoras sustancias artificiales que hacen que Eva y él reciban confundidos las señales y, en especial, la visita de una extraña que Félix reconoce como uno de sus personajes. Cuando esta es tiroteada en el apartamento de su creador, Félix y Eva comienzan a buscar respuestas sobre quién la buscaba y cómo terminará la historia, planteándose los límites del poder de la mente del autor y la fuerza que cobra la ficción a medida que se entrelaza con la realidad.
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