Capítulo uno

Camino despacio hasta la ventana, como si temiese que alguien me pillase mirando, y rozo el frío cristal con las puntas de los dedos. Cierro los ojos, disfrutando del silencio que ahora reina en casa y de las pocas horas que tendré de libertad.

Observo a mis padres subirse al coche; mi madre con su vestido impoluto, su melena rubia recogida en una estirada coleta y sus zapatos demasiado caros, algo de lo que siempre la gusta presumir. Mi padre, en cambio, no va tan formal. A él le gusta vestir de una forma más casual, de lo que mi madre siempre se empeña en reprocharle. También suele reprocharle que no se peine sus cabellos rubios y revueltos.

Sigo con la mirada el coche hasta que desaparece en la lejanía, y suspiro, aliviada. Miro a mi alrededor, a mi cuarto demasiado vacío para mi gusto, con las paredes tan solo decoradas con un par de fotos en las que salgo con mi madre y una en la que aparece mi padre solo, mucho más joven. La cama, pegada a la pared, también es demasiado simple. Con mantas blancas, igual a la pared, y ni un solo peluche encima. Lo único que llena mi habitación son los libros que llenan la estantería y el escritorio, lleno de libros de instituto que no usaré este año y con un ordenador que apenas utilizo.

Vuelvo a mirar por la ventana, a la calle prácticamente desierta, posiblemente por la lluvia que no tardará en caer, lo que indica que es el momento perfecto para salir.

Cojo una chaqueta negra, me pongo las primeras zapatillas que pillo y salgo a toda prisa de casa, puesto que tan solo tengo un par de horas antes de que mis padres vuelvan.

Camino por la calle con tranquilidad, observando todo, tratando de recordar algo de estas calles que deberían resultarme familiares. En cambio, no hay nada. El único recuerdo que me viene de estas calles es el de los últimos meses, puesto que siempre hago el mismo recorrido.

Llego hasta la parada del metro y no dudo en entrar, sabiendo perfectamente el camino que debo tomar. No tardo en llegar al tren que debo coger, ya que que me lo he aprendido casi como si me fuese a examinar de ello.

En cuanto llego a mi destino salgo a toda prisa a la calle, sintiéndome asfixiada entre tanta gente. Respiro hondo y cierro los ojos, disfrutando de las primeras gotas que empiezan a caer de lluvia. La mayoría de la gente a mi alrededor ya va con el paraguas, como si la lluvia fuese algo malo, como si temiesen mojarse. En cambio a mí la lluvia me produce esa sensación de libertad que tanto necesito.

Comienzo a caminar calle arriba, y me enciendo un cigarrillo. Pienso en lo que diría mi madre si me viese fumar. Posiblemente se pondría histérica y se preguntaría qué ha hecho mal, como si esto fuese lo peor del mundo.

Observo a las personas a mi alrededor, charlando entre sí, o por el teléfono o riéndose de bromas que seguramente solo ellos entenderán. Todos ellos ajenos al caos que hay en mi interior, a la desesperación que siento, a las largas noches sin dormir y a la confusión que siento cada segundo. Miro cada rostro, cada gesto, esperando que alguna de esas personas me devuelvan algo, un recuerdo por pequeño que sea, pero nada. Es como si mi vida hubiese comenzado hace cuatro meses, cuando desperté en aquella cama de hospital, rodeada de tubos que salían de mis brazos y sin recordar ni mi nombre.

— Elizabeth, tienes amnesia retrógrada debido al accidente de coche que sufriste —me dijo el médico, con gesto compasivo.

—¿Qué… qué accidente? —susurré, observando los cables que salían de mis brazos. ¿Me había llamado Elizabeth? ¿Y quién era la mujer rubia que me cogía de la mano? Necesitaba salir de allí, necesitaba aire…

— Cariño, ibas conduciendo de camino a casa de tus tíos para pasar el fin de semana cuando te estrellaste contra otro coche.

De pronto, vuelvo a la realidad, y me encuentro en la puerta del hospital. La lluvia ha comenzado a caer con más fuerza, y ahora estoy completamente empapada. Supongo que tendré que llegar un poco antes a casa para ducharme y que mis padres no noten que he salido.

Entro dentro y respiro ese aroma tan característico a hospital que ya me resulta tan familiar. Me dirijo al ascensor y subo hasta la planta de pediatría, la cual ya conozco demasiado bien.

Camino lentamente por el pasillo, mirando a las personas que hay sentadas, esperando a ser llamadas. Mirar cada rostro es algo que ya se ha convertido en rutina, porque tengo la esperanza que alguno me reconozca, que alguien se alegre de verme y de dejar de sentir que estoy tan sola. Pero eso nunca pasa, es como si jamás hubiese tenido un solo amigo, como si nadie de un pasado que no recuerdo se preocupase de cómo estoy.

— ¡Hola, Elizabeth! ¿Cómo estás? Si vienes a ver a Carlos, está en su consulta, pero ahora está libre —me dice una chica de pelo castaño y corto y una sonrisa amable.

— Hola, Ruth —la saludo, devolviéndola la sonrisa—. Genial, entonces voy dentro. Nos vemos luego.

Echo a andar rápidamente hasta la puerta de la consulta de Carlos, y ni siquiera me molesto en llamar a la puerta antes de entrar.

Encuentro a mi único amigo sentado tras su escritorio, con el móvil entre las manos. Alza la cabeza al escucharme entrar, y de inmediato me dedica una deslumbrante sonrisa, que no tardo en devolverle. Cierro la puerta tras de mí y observo a Carlos, con su habitual bata de médico y su cabello castaño algo más corto que la semana pasada, la última vez que le vi.

Carlos tiene treinta años, pero cuando estoy con él no me hace sentir como una cría de diecisiete años que no recuerda nada de su pasado, sino como una persona completamente normal. El sabe escucharme y es la única persona en la que siento que puedo confiar de verdad, probablemente debido a que sé que al menos él no pertenece a mi pasado.

— ¡Por fin has podido venir! ¿Cómo estás? —me saluda con un rápido abrazo que me reconforta.

Cojo una silla y la coloco al lado de la suya, tomando asiento a su lado.

— Bueno, como siempre, supongo. No veía la hora en la que mis padres se fuesen, aunque hoy volverán pronto. ¿Qué tal tú? Pareces cansado.

— Sí, lo estoy. He tenido que hacer estos días unas cuantas horas extra y además ahora todos los niños se están poniendo enfermos con la llegada del frío.

Guardamos unos instantes de silencio en los que me dedico a mirar la lluvia por la ventana.

Intento imaginarme cómo era mi vida antes de perder la memoria. Iba al instituto pero, según mis padres, nunca tuve muchos amigos puesto que solía centrarme más en mis estudios. Me gustaría saber si alguna vez tuve a alguien con quien salía a dar un paseo o a tomar algo. O si alguna vez me enamoré, o incluso si me rompieron el corazón… lo que sea, con tal de recordar algo.

— Me asfixio en casa, Carlos. Mi madre controla absolutamente todo, mi teléfono, mi ordenador… incluso lo que como. Y mi padre se dedica a ignorarme, como polos opuestos.

— Bueno, Eli, tu madre tan solo está asustada. Sufriste un accidente de coche y perdiste la memoria, supongo que es normal… aunque entiendo que te agobie. Solo dales tiempo, a los dos.

— Pero, ¿cuánto? No me dejan salir sola de casa, ni siquiera me han permitido volver al instituto. He perdido la memoria, pero eso no significa que tengan que aislarme del mundo.

Carlos suspira, pero no dice nada. Sabe que en esto no puede animarme de ninguna forma, y también que tengo razón. Impedirme hacer mi vida no me devolverá la memoria, ni tampoco hará que ese accidente desaparezca.

Pasamos la siguiente hora charlando sobre todo un poco. Carlos me habla un poco más de su novia, Sara, y me cuenta que está pensando en pedirla matrimonio. También me recuerda que en cuanto pueda, quiere que quedemos un día para comer y así poder presentármela, algo que estoy deseando. Yo me dedico a escucharle, puesto que no tengo mucho de lo que hablar excepto de los tres libros que me he leído en la última semana, ya que no tengo nada mejor que hacer. Finalmente nos despedimos y le aseguro que le llamaré mañana y que volveré en cuanto pueda, es decir, cuando mis padres se vayan.

Al salir del hospital la lluvia ya ha dejado de caer, pero permanece el olor a tierra mojada y las nubes grises. Me enciendo un cigarrillo y compruebo mi móvil, asegurándome de que aún tengo algo de tiempo antes de que mis padres lleguen.

Camino sin prisa y sin ninguna gana de llegar a casa. Pasar un rato con Carlos me ha sentado bien, pero mi pequeño instante de libertad va llegando a su fin. Escucho un pitido muy poco común proveniente de mi bolsillo, indicando que tengo un nuevo mensaje. Las únicas personas que suelen escribirme son mi madre y Carlos y, muy rara vez, mi padre transmitiéndome algún mensaje de mi madre cuando salen porque ésta se ha quedado sin batería en su teléfono. Saco el teléfono del bolsillo y compruebo que, como imaginaba, se trata de mi madre:

Llegaremos en una hora. Espéranos para cenar.

Escribo un rápido «vale» y guardo de nuevo el móvil en el bolsillo, sintiéndome repentinamente cansada. Alzo la cabeza del suelo y me encuentro con un par de ojos marrones que me observan a unos metros. Le devuelvo la mirada al chico que me observa con una mirada que no sé descifrar. ¿Acaso me ha reconocido? Miro a sus acompañantes, tres chicos y dos chicas, seguramente de su misma edad. Ninguno de ellos parece haberse dado cuenta de la seriedad de su amigo, que no deja de mirarme. Una de las chicas, de cabello por la cintura (al igual que el mío) y rubio, que sonríe ampliamente, se da cuenta de la actitud de su amigo y se gira para averiguar qué le ha provocado esa reacción, sea la que sea. Su sonrisa se borra rápidamente de su rostro, que se vuelve de un color demasiado pálido, y también sus ojos azules se posan sobre los míos. Sin poderlo resistir más y con demasiadas ganas de averiguar algo sobre mi pasado más allá de lo que mis padres me han contado, me acerco a ellos con paso decidido. Pronto todos se dan cuenta y me observan, y me fijo en cómo poco a poco va desapareciendo el color de sus rostros. Al primero al que me dirijo es al que antes se ha dado cuenta de mi presencia, y poco a poco voy perdiendo toda la seguridad que segundos antes había ganado. Su mirada pasa de la sorpresa, a la tristeza y a la indiferencia en cuestión de segundos. El chico me saca media cabeza, y eso que yo no soy precisamente baja. Tiene el cabello oscuro revuelto y mojado por la lluvia, y por alguna razón el darme cuenta de que no se ha resguardado de la lluvia me alivia. Sus ojos marrones no se apartan ni un segundo de mí, mientras le da una calada tras otra a su cigarrillo, que no tarda en consumirse.

—Perdonad si… si os molesto —murmuro, demostrando más de lo que me gustaría la inseguridad que siento por dentro—. Solo quiero… solo quiero saber si nos conocemos de algo.

—¿Qué te hace pensar eso? —espeta el chico con un tono demasiado frío, que, por alguna razón, me duele— mejor lárgate.

—Cristian… —susurra la chica, pero se calla al ver la mirada de advertencia que el tal Cristian le echa.

—No quería molestaros, lo siento si… —me detengo al ver la mirada helada que me suelta, y de pronto me siento cabreada, pero no digo nada.

—De lo único que nos conocemos es de habernos cruzado alguna vez por los pasillos del instituto, pero nada más —dice uno de los chicos, interrumpiendo nuestra silenciosa guerra de miradas. Le observo, y siento que todo mi cabreo desaparece al ver que me dedica una leve sonrisa. Es un chico algo más bajito, con un rostro mucho más amable que el de su amigo y con tatuajes que sobresalen de su chaqueta hasta las manos.

Me quedo en silencio, sin saber muy bien qué decir. ¿Me conocen del instituto? Ya es más de lo que he conseguido en estos cuatro meses. Saber que alguien me reconoce, aunque solo sea de vista, me agrada. Respiro hondo, pensando en qué preguntas podría hacerles y en la posibilidad de que me vayan a responder, y teniendo en cuenta que es evidente que no le caigo muy bien a Cristian, me parecen bastante bajas.

—¿Vosotros sabéis si…?

—¡Elizabeth! ¿Qué demonios haces aquí tu sola? —la voz furiosa de mi madre me provoca un estremecimiento, y automáticamente miro a mi alrededor, como si pudiese escapar. La observo entre confusa y aterrada, pregúntandome qué hará aquí. ¿No se suponía que iba con mi padre y unos amigos?

Mi madre llega hasta a mí y clava sus ojos furiosos en los míos, y aunque noto cómo me tiemblan las piernas, me niego a apartar la mirada.

—¿Vas a responderme? Sabes de sobra que no puedes salir sola de casa —me espeta, casi a gritos. Miro a mi padre esperando una ayuda que sé que no me va a dar, pero el ni siquiera me devuelve la mirada. Está escribiendo algo en su móvil ignorando la situación que hay frente a él, como si esto no fuese asunto suyo.

—Solo he salido a dar un paseo… ya me iba a casa —susurro, odiándome por no ser capaz de plantarle cara a mi madre.

Ella aprieta los labios formando una fina línea, tratando de controlarse. Aparta sus ojos de los míos y los dirige hacia el grupo que ahora permanece en silencio y más pálidos si cabe de lo que se pusieron al verme. Incluso Cristian parece acobardarse ante la mirada de mi madre. Permanecen unos segundos eternos así, mirándose los unos a los otros, lo que provoca un caos en mi mente. Sé que mi madre cabreada puede aterrar a cualquiera, pero esto va más allá. El odio con el que mi madre les mira y el desafío mezclado con el temor de las miradas de los jóvenes… ¿Acaso ya se conocían?

—Nos vamos a casa —dice finalmente mi madre y, sin darme tiempo siquiera a protestar, me agarra con fuerza del brazo y me arrastra hasta el coche.

En cuanto entro por la puerta de casa, ignoro los gritos de mi madre y corro a encerrarme en mi habitación, sintiéndome más agotada que nunca. Me tiro en la cama y me tapo la cara con las manos, cerrando con fuerza los ojos en busca de… ¿qué? ¿un recuerdo? Sé que eso no va a ocurrir, por mucho que me niegue a aceptarlo.

El rostro de la chica rubia me viene a la cabeza y siento un extraño nudo en el estómago. El nudo se intensifica al recordar la mirada de mi madre al verles. Jamás había visto tanto odio en mi madre, y eso me asusta. ¿De qué podría conocerles? Me han dicho que íbamos al mismo instituto, quizá alguna vez se han cruzado… pero eso no explica nada.

Suelto un gruñido de frustración y cojo el móvil para llamar a Carlos y poderme desahogar con él, ya que es el único al que realmente le importa cómo me siento.

Lo enciendo y al instante me aparece una notificación de un nuevo mensaje de un número desconocido, algo bastante extraño. Lo abro con el ceño fruncido, y lo leo, atónita:

Todos te están mintiendo.


SINOPSIS

¿Qué harías si te despertaras un día en una cama de hospital sin recordar absolutamente nada?

Elizabeth tiene que empezar de nuevo, sin ningún recuerdo de su pasado más que lo que sus padres la han contado. Pero, ¿y si todos mintiesen? A veces nada es lo que creemos, y unos mensajes anónimos son las únicas pistas que Elizabeth tiene para descubrir la verdad, para averiguar que ocurrió en aquel accidente y por qué todos parecen conocer la verdad excepto ella.

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