Coñac en las heridas

Coñac en las heridas

Sara G. Mendoza

17/02/2018

Hay sabores fuertes que nos desagradan cuando somos pequeños, quizá nuestras papilas gustativas no tienen el desarrollo suficiente para recibirlos. Sin embargo, cuando crecemos se convierten en manjares, delicias o incluso adicciones. Es el caso de los encurtidos, el picante o el café. Quizá sea la muestra de que no todas las edades sirven para vivir según qué cosas. O tal vez todo esto sean absurdas disquisiciones y palabrería en mi cabeza que intenta dar sentido a una vida llena de altibajos, reveses y sinsabores.

Mis primeros pasos los di de la mano de madre, la mujer más guapa del pueblo. Mis manos tocaron su piel suave, y se refugiaron en su cuerpo que olía a romero y lavanda. Aún recuerdo cuando llegaba la noche y madre se sentaba en su cama, delante del espejo, y con el camisón ya puesto, deshacía el moño y su melena caía sobre sus hombros, sobre su espalda. Un mar de hondas que yo acariciaba. En mi casa todo eran voces suaves, de mujer, no había más hombres que yo, y creo que en aquel momento, yo no contaba como hombre.

Madre entonces siempre vestía de negro, después supe que era por el luto a padre, un joven arriero preso en la batalla del Ebro. Se había ido a la guerra cuando aún yo no había nacido. Y una carta desde el frente fue lo último que llegó de él, ni siquiera tuvimos un cuerpo que enterrar. Yo no sé si me cantaron nanas para dormirme de bebé, pero sí sé que no había canciones en mis primeros años. Madre se había quedado sin música desde que se fue padre; y me acunaba, y me mecía, como si apretándome contra su cuerpo se meciera a ella de la pena.

Muchos llegaban acompañando a madre con las verduras y el poco de carne que compraba para los dos. Pero al llegar a la puerta madre los despedía con un gracias y cerraba dejando fuera las esperanzas de entrar ni siquiera a tomar un vaso de agua, y alargar así un ratito la conversación con Graciela, que así se llamaba madre. Otras veces la seguían a Misa para acompañarla y madre aceleraba el paso cruzándose el chal sobre el pecho y se metía rápidamente en el confesionario dejando al pretendiente postrado de rodillas hasta que acababa la liturgia y otra vez rápido a casa, o conmigo de la mano. Incluso hubo alguno que me regaló chucherías para así poder acompañarnos un ratito de camino. Pero uno tras otro, todos se veían con la puerta en las narices y sin más esperanzas que la de verla caminar lejos de sus palabras o de sus manos. Así llevábamos mis dos años. Y la abuela le decía que se dejara de remilgos y se acercara a un buen hombre, que no eran tiempos para que una mujer saliera adelante con un hijo al que criar. La verdad es que la cartilla donde mi madre cambiaba cuadrados por pan, estaba mal dividida, seguro, porque había menos cuadrados que días, y más hambre que pan.

A padre no lo había conocido. Se fue antes de que yo naciera. Y no dejó nada para mí porque, supongo, esperaba volver como todos los que se fueron. Así que suyo sólo tengo el nombre, Jaime.

Otra vez con estos recuerdos. Siempre mi madre y mi infancia. Y me quejaba del hambre y la miseria. Ojalá nunca hubiera cambiado nada. Ponme una copa, Miguel. ¿Es que en este café de pueblo no saben atender a sus clientes? Una copa de coñac le ayudaba a tragar los recuerdos y a que la angustia pasara. Una copa que mojaba las penas, se las enfriaba, mientras calentaba el ánimo, el rencor y el estómago. Vísceras y pensamientos, órganos y sentimientos. Todo es uno, nada se puede separar. Quién le iba a decir que ese sería su amparo cuando con más de veinte años, todos sus amigos se reían de él porque no bebía ni un trago en la feria. ¿Y para qué? No iba a desperdiciar tantas horas de trabajo en meter alegría falsa en su cuerpo cuando la tenía plena y verdadera. Ya había conocido a Gracia. Ya se había atrevido a hablarle.

Gracia era su vecina, atravesar la carretera y su casa estaba enfrente. La había conocido desde que ella nació, siete años después que él. Pero siempre había sido una niña, primero de la mano de su madre, después a lomos del mulo de su padre y luego sola con el cántaro a por agua a la fuente. Y un día que subía cargada con ese cántaro apoyado en su cadera, Jaime vio que esa cadera era de mujer. ¿Cuándo había sucedido la metamorfosis? Eso no lo sabía, pero su mirada ya no pudo apartarse del contoneo de la chiquilla-mujer mientras cruzaba. Mil y una vez cruzó con mil excusas, que si para saludar al padre, que si para ayudarlo a descargar el mulo, que si para pedirle un cigarro. ¡Pero si yo no fumo! Da igual, así, mientras hablo, seguro que sale. Y mil y una vez se tuvo que volver a casa sin una mirada de complicidad, sin una sonrisa, sin una palabra.

De pequeños no habían coincidido demasiado. Él después de lo de su madre no estuvo muchos años en la casa familiar. Nueve años tan sólo le dieron la valentía suficiente para dejar su atillo de libros en la casa y coger otro con una muda y un pedazo de pan que había encontrado en la cocina, milagrosamente abierta ese día. Y empezó a andar. Llegó a un pueblo suficientemente cerca para alcanzarlo andando tras varios días de camino y suficientemente lejos para que ningún adulto lo buscara allí porque un niño tan pequeño no podía estar tan lejos. Pasaron meses, casi un año hasta que su padre dio con él y lo puso en sus alforjas de arriero sin una palabra, sin un reproche y sin un signo de alegría por haberlo encontrado. Desde entonces las cosas no mejoraron en casa. ¿Su padre? Sí, su padre.

Cuando faltaban sólo dos días para mi tercer cumpleaños un revuelo en la calle hizo salir a Graciela. Madre estaba bañándome. Un barreño de níquel cerca de la lumbre era mi bañera. Era un momento que siempre me gustaba. Una vez en semana, cada domingo, en la mañana, antes de la Misa. Madre calentaba agua con un caldero en el fuego. Y cuando ya estaba empezando a hervir lo apartaba en un rincón de la lumbre, casi fuera y subía a despertarme con sus besos, con su voz suave. Me bajaba delante de la chimenea y me sentaba en una de las sillas de madera y esparto que ella misma encordaba, la más pequeña, la mía. Y mientras me quitaba el calzón y la camiseta de felpa que hacían de pijama, madre vertía la mitad del agua del caldero en el barreño de níquel. La otra mitad la iba añadiendo poco a poco de agua fría del cántaro, probando cada poco con su codo hasta que alcanzaba la temperatura deseada. Entonces, sólo entonces, madre me metía y empezaba la friega con el jabón. ¡Cómo me gustaba el baño! Y ahora lo que Gracia tiene que guerrear para que me meta en la bañera. Pero claro, es que no es lo mismo. Allí, frente a la lumbre, calentito, con las caricias de madre…

Ya estaba envuelto en la toalla, esperando que madre me trajera mi ropa de Misa. Mi pantalón y mi camisa. Cortados y cosidos por ella de un vestido suyo que dejó de venirle tras el embarazo. Entonces fue cuando el revuelo. Entonces fue cuando los golpes en la puerta. Madre salió a la calle, secando sus manos en el delantal. Un vecino le decía algo que yo, desde mi silla, no entendía. Sí vi como señalaba abajo, y madre miró a ese lado. Madre dejó caer el delantal al suelo, sus manos fueron a la cara, creo que tapaban su boca. Y en ese momento, un joven de uniforme se paró delante de ella y se fundieron en un abrazo. El joven entró con madre, me miró, yo no paraba de mirarlo. Su uniforme estaba raído, roto y sucio. Tenía barba. No una barba de rey de cuento, sino de náufrago de isla. Se quedó parado, un instante. Yo tuve miedo. Luego, como si le hubieran dado cuerda vino a mi de un salto y me cogió en el aire, me abrazaba, me besaba con su barba, me apretaba, me miraba…Y yo con miedo, protestaba, braceaba y empecé a llorar hasta que vino madre y nos abrazó a los dos. Este es padre, Jaime. Este es padre. Madre lloraba por los ojos, pero era la primera vez que la veía sonreír.

Desde entonces éramos tres en casa. Padre pasó dos días durmiendo sin parar. Madre hablaba bajito y me acunaba. Así delante de la chimenea. Y sin darse cuenta empezó a cantar una melodía triste que me alegró por dentro como si me hicieran cosquillas. ¡Qué bien cantaba madre! Hasta el fuego parecía hipnotizado por la música y bailaba al son. Por fin despertó padre. Nos pilló en la canción y se quedó apoyado en el quicio de la puerta de la cocina hasta que madre terminó. Padre prorrumpió en aplausos. Madre me dejó en el suelo y se levantó azorada. Padre y madre se unieron en un abrazo. Le preparó comida a padre. Llevaba dos días sin probar bocado, más los que hubiera acumulado donde estuviera. Mientras, padre me sentó en sus rodillas, frente a él, mirándome la cara, atusándome el pelo. Mi cabeza sabía que ese era padre porque madre me lo había dicho pero mi corazón no sentía, no sabía qué era padre. Lo más parecido a un padre que había conocido era el abuelo Yoyo y su reloj de bolsillo. Ahora tenía que aprender a querer a un desconocido que me miraba como si fuera un milagro, pero con el que me sentía extrañamente familiar y sobradamente parecido.

—¿Ónde tabas?—.

—Con los moros—Esa fue toda su respuesta en ese momento. Y yo me imaginé a mi padre en una mezcla de castillo como el de las Mil y una noches, con la lámpara y el genio, con los tesoros y los cuentos; y la espada del apóstol Santiago Matamoros al galope en persecución contra los moros. A madre y a mí nos gustaba mucho sentarnos en la plaza de la fuente cuando venían los romances de ciego.

Fueron años felices. Padre recuperó su oficio de arriero, consiguió comprar un par de mulos tordos, bien parecidos y con buena dentadura. Uno le salió más barato porque tenía un ojo seco, pero eso no importaba porque padre siempre los llevaba con sus viseras. Yo fui el encargado de ponerle nombre: Benito y Palomo. Estaba claro el de Benito y el de Palomo porque era casi blanco y andaba con la cabeza y la pechera muy erguidas. Padre decía que no iban a ser suyos hasta que no pasaran dos años, pero los mulos dormían siempre en nuestra cuadra. También decía algo de pagar unas letras y de que tenía que hacer no sé cuantos viajes para pagarla.

Pagar, toda la vida pagando. Estoy hecho un hierro viejo. Toda la vida trabajando desde que tengo recuerdos. Y nunca de señorito, siempre en oficios de mula de carga. Vamos que Benito y Palomo vivían mejor que yo. Y ¿para qué? Sigo sin tener nada. Bueno, miento, tengo una úlcera, los huesos molidos, una casa y unos hijos, y hasta almorranas. ¡Digo! Claro que tengo.

—Jaime, ¿qué dices? Que no te oigo con el extractor— Gracia gritaba desde la cocina.

—Nada—

Empezaron de nuevo las ausencias de padre. Al principio eran pequeños portes que hacía entre los pueblos de alrededor, pero poco a poco las distancias se acrecentaron y padre cada vez tardaba más en venir. Esos días eran para madre y para mi. Jugábamos, cantábamos y preparábamos las macetas en el patio. De vez en cuando llamaba a la puerta alguno de los hombres que antes había acompañado a madre por la plaza con la compra y madre me pedía que abriera yo y que le dijera que estaba a por agua o que se había echado a descansar. Fueron las primeras mentiras que recuerdo. Luego vendrían muchas más.

Cuando volvía padre, Benito y Palomo venían muertos de sed. Yo les preparaba sus cubos de agua y les ponía paja limpia en la cuadra. Padre venía contento, silbando y escondía sus manos detrás de la espalda, me llamaba y me hacía cerrar los ojos. Yo le obedecía y estiraba las manos. Cuando notaba el peso volvía a mirar y…allí estaba el tesoro: frutas escarchadas unas veces, garrapiñadas otras, un coche de lata que andaba con cuerda… Ese fue el que más me gustó de todos los regalos de los viajes de padre. Ese lo trajo para mi quinto cumpleaños. Padre había estado ausente casi dos semanas. Y mientras yo me lanzaba sobre padre para llenarlo de besos y abrazos, madre dijo que también tenía un regalo y que era para los dos, para los dos Jaimes. Miré y remiré por sus manos, en los bolsillos del mandil, en todos los rincones de la cocina. Nada. Y madre reía a carcajadas viéndome correr como un ratón cuando es descubierto fuera de su ratonera. La cara de padre tampoco daba muchas respuesta. Creo que él tampoco lo sabía. Y siguió riendo hasta que cogió la mano de padre y la puso sobre su tripa. Y la cara de padre cambió. Sus ojos se iluminaron y su boca se abrió tanto que creí que se le rompía la mandíbula. Madre me miró y me dijo, Jaime, en unos meses tendrás un hermanito o una hermanita. Ese es mi regalo de cumpleaños. Yo paré mi carrera en busca del regalo y me planté delante de los dos. Será niño para que juegue conmigo y ¿por qué no viene ya? Padre y madre reían sin parar. ¿A qué venía tanta risa? Hoy era mi cumpleaños, y si ese hermano era mi regalo, lo lógico es que estuviera aquí. Y a mis protestas, más risas de madre. Y padre me cogió en sus hombros y me hizo girar por toda la habitación, yo podía tocar el techo con mis manos.

—Será niño y se llamará Manuel y tú le enseñarás a ser un buen portero— gritaba padre mientras me hacía girar. Yo con los brazos extendidos como si fuera un avión canturreaba “Manuel, Manolo, Lolo; Manuel, Manolo, Lolo”,

Pasaban los días y los viajes de padre y sus vueltas llenas de alegría. Y a cada viaje de padre la barriga de madre estaba más hinchada. Ya me empezaba a preocupar, pensaba que eran los gases que a veces yo tenía y que hacían que me doliera la tripa. Pero madre parecía no darse cuenta. Ella seguía haciendo su pan, preparando sus macetas, cuidando sus tomates y canturreando por la casa. Incluso íbamos hasta la acequia para lavar la ropa y yo le ayudaba a enjuagarla y luego la bajábamos y la tendíamos en el patio de la casa. Nada parecía mostrar que esa barriga le doliera a madre, hasta un día.

Ya habían pasado casi cinco meses desde mi cumpleaños. Era pleno verano y hacía mucho calor. Las persianas estaban echadas y madre se había tumbado un rato a descansar después de comer. Yo estaba jugando con mi coche de lata, cruzaba carreteras y caminos a velocidades increíbles y prohibidas para cualquier vehículo, pero no para mi, el superbólido 3000. Tenía que ir rápido y veloz para liberar a la princesa secuestrada por los nazis. No sabía muy bien quienes eran esos, pero por el tono de padre cuando hablaba de ellos debían de ser hombres muy malos, malísimos. Cuando ya casi estaba llegando a mi destino, esquivando patas de sillas y mesas, madre salió de su habitación y me pidió que bajara a buscar a la abuela. Tenía muy mala cara, sus manos se apoyaban en la espalda y su camisón estaba totalmente empapado. Como yo me quedé parado, madre me gritó que corriera y que no me entretuviera con nadie en la calle.

A mi no me gustaba mucho ir a casa de la abuela. Siempre vestía de negro. Su pelo siempre estaba recogido. Y tenía un libro de pastas de hule negro que a mi me daba mucho miedo. La abuela se sabía muchos rezos, muchas palabras raras que parecían de bruja. Madre también rezaba. Todas las noches, en la cama. Pero no era como la abuela. Los rezos de madre me daban paz y me hacían entrar en un sueño cálido y placentero; los de la abuela me daban ganas de meterme debajo de la cama y hacían que mi piel se pusiera como la de los pollos. Pero madre estaba mal y tenía que ir a buscar a la abuela a pesar de mis miedos.

Llamé a la puerta con la mano. Nadie abría. Dentro algunos ruidos que no era capaz de identificar. Volví a llamar con la mano y nada. Me puse de puntillas y estirándome todo lo que podía llegué a la aldaba de la puerta y la golpeé lo más fuerte que pude.

SINOPSIS:

La mirada de un niño que recupera sus vivencias en un tiempo convulso, después de una guerra. Un niño que no entiende de cartillas de racionamiento ni de viudas de guerra. Pero que sí sabe de olor a madre y de juegos en la plazuela. Un niño que crece enfrentándose a las heridas que le proporciona la vida. La muerte de su padre en el frente sólo será la primera. Un niño que se convertirá en un hombre que ama, que dará vida a unos hijos, que llenará de canciones y alegría su alrededor, pero al que siempre le acompañaran sus heridas.

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