Los langostinos del Guadalquivir

Los langostinos del Guadalquivir

Cledestina Claudia, con una finura exquisita, arrancaba y degustaba la cabeza de uno de los langostinos que reposaban en su plato. Pavlus Petrus, no podía apartar los ojos de aquellos labios, mientras daba delicados sorbos a su copa, rebosante de vino rojo, un delicioso PSI.

Una mesa, dos comensales a orillas del Guadalquivir, en un atardecer cualquiera, sino fuera porque el motivo de su visita a la distinguida ciudad Bética nada tenía que ver con los placeres del comer, sí con los de la sangre. Al fondo, el secretario que los había conducido a presta terraza, esperaba pacientemente con una taza de café en la mano izquierda, y la misiva enrollada en su mano derecha, de lacre rojo y sello imperial, a la altura del corazón, esperando que su señor acabara de comer con sus ojos a bella dama y con la boca, al camarón que acababa de meter entre sus dientes. Las barcas subían rio arriba cargadas de marisco fresco, de telas de mil colores, metales, conservas, sal y, un sinfín de mercancías que los mercaderes conseguían a buen precio o intercambiaban en los mercados de otros puertos.

Un intenso olor entre jazmines y dama de noche envolvió a los agasajados, que al unísono cerraron los ojos para disfrutar de esos segundos florares antes de ponerse con el postre, unas exquisitas tortas de aceite y frescas almendras que endulzarían sus corazones antes de que estos se endurecieran de granates placeres.

Cledestina se limpió con servilleta de hilo cosido de la Cartuja. Unos traviesos granitos de azúcar que osaron quedarse en sus labios y dibujar una lujuriosa sonrisa en Pavlus, que no le quitó «ojo» en toda la velada. Sin decir nada, se levantaron al unísono de la mesa y encaminaron hacia el causante del asunto que los había traído a ciudad emblemática donde las hubiese, y no participó de deliciosos manjares. El emisario del Cónsul de la Emérita les esperaba y no se le debía hacer esperar más. Si se demoraban, sólo conseguirían complicar las cosas, y no estaba el horno para bollos, como se suele decir…

Retiraba el lacre con una puntilla dorada y el pergamino mostraba letra a letra, línea a línea, párrafo a párrafo su mensaje.

Alzó la mirada Pavlus y clavó la pupila en los centros del pensamiento del secretario. Su pupila se dilataba y enrojecía. Sabía que el mensaje no le producía placeres sino una infernal ira. La mirada de Pavlus parecían rojos rayos con luz propia. «Numerosas tropas de la alta Bretaña, vikingos, estaban atracando en la boca de los estuarios del Guadalquivir» no pudo seguir leyendo…

Retírese, —fueron las últimas palabras de Pavlus al secretario—. Mañana llevará al General Petrus Coldonio, de la Emérita mi respuesta.

Sobre la mesa yacía el pergamino, en un cuarto vacío, un candelabro y un cortinaje entreabierto, desde donde Cledestina Claudia había sido testigo del tenso momento. Ella no se dejó ver y con sutileza y sordo paso se retiró atrasando los pasos hacia la cama de la estancia contigua. Se sentó y dejó entrever, entre las sedas que vestían su desnudo cuerpo, una esbelta y bella pierna cruzada sobre la otra. Comprobaba que el escote del pecho dejaba entrever algo más de lo mostrado en la cena, insinuante, pero con las aureolas escondidas, en el justo espacio. Se quedó inmóvil, estatua inerte esperando la llegada de su amado y deseado Pavlus.

El tiempo pasaba, no pasaba. Los segundos se convertían en mar calma, sin oleaje y con la mente distraída. Cuando se espera y se piensa, el corazón se acelera, pues el pensamiento quiere detener la espera y no la atrapa, se resiste. Mente, espacio y tiempo se revuelven y la marea se embravece. Los dedos de las manos se endurecen y tiemblan tersos, sin control. Eso es desesperación.

El ocaso afilaba los párpados de Cledestina, sumiéndose en un profundo sueño. Los brazos apoyados en la cama, las piernas cruzadas y la cabeza inclinada hacia el labrado techo con frescos dedicados a Baco. En un instante su corazón palpitó alterado, pues un sonoro paso de cascos de caballo, o varios, inundó la alcoba. Intuyó, presintió y acertó cuando saltó hacia la entornada ventana de sutil cortinaje y vio como varios corceles abandonaban sin excusa el recinto.

Pavlus abandonaba la casa rumbo al Guadalquivir, donde estaba listo un navío de la guardia pretoriana. Saltó sin contemplaciones la rampa junto a su séquito, mientras las velas se desplegaban y los remos azotaban la dársena de piedra para poner rumbo a Onuba Aestuaria.

—¡Zarpamos! —gritó sin titubeos el capitán.

—Anclas levadas. —Sentenció el marino.

—Capitán —dijo Pavlus. No hay tregua hasta dar con el puesto vikingo.

La noche era oscura, las aguas en calma y los remos no cesaban de surcar con todas sus fuerzas. Sin ruido de tambor, los remeros eran conscientes del urgente destino, sólo respiraban con intensidad. Las antorchas de cubierta eran la única señal que delataban su presencia.

El capitán ofreció vino y fruta en el hall habilitado para las autoridades. Pavlus aceptó y tomó asiento junto al Capitán y al emisario del Cónsul de Emérita. Ambos sabían de la empresa en que se habían embarcado. Pablus iba a tomar el mando de la Legión que procedía de Emérita a diez leguas del asalto vikingo.

Cipriano, Cónsul de Onuba Aestuaria enviaba una Legión para flanquear el Oeste del estuario y proteger la invasión, obligando a las fuerzas bárbaras a desembarcar en el lado este, más abrupto y engañoso para realizar la hazaña. Además, era terreno bien estudiado por los romanos y menguaría las posibilidades de éxito bárbaro.

El puerto de Híspalis se iluminaba de tenues antorchas. Pequeñas barcas de pesca alborotaban el puente de Triana, pues era la madrugada de salida en busca de los codiciados langostinos. Sólo a estas horas, estos crustáceos dejaban asomar sus duras cabezas, asomando en los verdes bordes del paso de las calmadas aguas de la noche. Armados de pequeñas, pero recias redes los pescadores acercaban sus artes con sutileza y las dejaban tenderse sobre la piel de las aguas. En breve, los langostinos se veían enredados, a la par que la red se hundía. En las puntas se cosían una tira de cuerda para poder jalar una vez repletas del codiciado manjar. «Jalando» con destreza y paciencia las dos cuerdas finales iban formando un rulo, trampa infranqueable para los langostinos. Las cuerdas primarias se mantenían inertes hasta que, una vez recogidos éstos, se unían a cuatro cuerdas para formar una bolsa, donde se acumulaba la pesca. Sólo faltaba izar la red repleta y embarcarla en la sencilla cubierta, a un lado, separado, donde se acumulaban. Aquí, se iban distribuyendo en canastas de mimbre. Una vez repletos los tapaban con una tapa del mismo material. Así se sucedía la madrugada de una noche propicia para obtener el preciado manjar tan popular en los mercados callejeros de Híspalis, que se situaban a lo largo de las playas que arrancaban en el puente Viejo.

Cledestina había dispuesto su biga personal, mientras se vestía de ropajes adecuados. Salió al trote por la puerta principal, donde le aguardaba su esclavo amarrando las riendas de unos corceles que se vieron despertados a altas horas de la noche. Tranquilizarlos era tarea de esclavos.

De un salto sujetó las riendas con una mano, y con la otra se agarró al lateral de su carreta, armada con arco y varias flechas, una espada y una daga disimulada en un bolsillo interno, frente a ella. Encima de su vestido portaba un abrigo de piel de ciervo, muy habitual en las mujeres aristocráticas. Una diadema de plata, un brazalete de bronce y un cinturón de piel con hebilla de oro, coronaban su indumentaria y adornos. ¡Arre!, fue suficiente para que la biga saliera despavorida rumbo al puerto. El crujir de la piedra y el metal de la rueda hicieron tronar el descanso de las estancias contiguas. Alguno de ellos se asomaba para intentar esclarecer que sucedía a esas horas.

El misterio se apoderó del lugar, pues era suceso inusual para una mujer, una madrugada cualquiera. No era cualquiera, era justo esa noche oscura, un presagio negro que haría que muchos de los inquilinos pasaran la noche en vela. No fiaban su sueño a un incierto, alba.

El ensordecedor ruido de la biga de Cledestina cruzando la Vía Ruggiana llamó la atención de algún curioso que velaba la luna, extrañados y con la mano apoyada en el mentón, se preguntaban. Llegó a puerto y suavizó a los caballos hasta que pararon. Al lado, un asiento de travertino con sello imperial fue el elegido por Cledestina para tomar asiento y pararse a pensar. Observaba las antorchas de los botes de pescadores, como un sutil baile de luciérnagas a lo largo y ancho del Rio, que se perdían en el horizonte del lugar. El espectáculo la relajó lo suficiente como para visualizar en calma lo ocurrido y las posibilidades.

Sabía que Pavlus había partido en barco con su comitiva y sin certeza de cuántos legionarios llevaba escoltándole o si había arriesgado su vida y partía con lo puesto y poco más. Era cierto también, que debía esperar al alba, pues la madrugada estaba llena de peligros y le separaban de él, al menos treinta leguas o más. Faltaban escasas horas y no debía perder la calma, más bien debía entrar en un suave letargo, la jornada iba a ser dura e incierta.

Pensó en los momentos pasados hacía pocas horas y de la placentera noche que le hubiera ofrecido su amante. Ella estaba preparada para ello y su cuerpo listo para entregarse a sus suaves juegos. Juegos que improvisaba y diferían en cada ocasión, lo cual convertía en inolvidable cada momento. Era atento y prestaba atención a cada rincón de su cuerpo. Sus ojos se clavaban en los suyos, exigiéndole que no los apartara. Ella sabía de su excitación y se estremecía, pues sabía que sus jadeos y el ardor de sus ojos le llevaban a conseguir los más infinitos placeres. Lo notaba dentro de su cuerpo hinchado de placer. En ocasiones sólo hacían falta sutiles masajes con los dedos, alrededor de su cuerpo, para hacerle sentir sensaciones jamás percibidas. Era conocedor de sus rincones y los explotaba a su antojo para llenarle de placeres. Cada sesión se convertía en una nueva aventura, a la cual se entregaba sin titubear. Sabía contentar cada deseo qué con solo su mirada, le reclamaba.

Pasaba la noche entre tenues antorchas y deliciosos pensamientos hasta que los gallos comenzaron a anunciar que, en breve, el alba tomaría posiciones para dar paso a un azul amanecer. Era momento de alimentar y dar de beber a las bestias antes de partir hacia la mar.

¡Arre! Fue suficiente sonido para que las bestias arrancaran y pusieran a trotar sus cascos rumbo al Sur, rumbo a lo desconocido y que ellas, no conocerían.

Pasadas cinco leguas, un alto en el camino para apostar y refrescar caballos. Nuevos animales para recorrer sin, pausa, hasta el siguiente puesto y así hasta el final del trayecto. Sólo los frescos del último puesto conocerían el destino de Cledestina.

La velocidad tomada era infernal, pues eran las prisas incipientes y las ganas de llegar, más que la prudencia exigida para estos casos. El camino estaba lleno de pantanales y barrizales, pues es zona fértil, donde la abundancia del agua trae sus peligros a los carreteros, por incautos.

La biga dio un inesperado bote y se hincó en un profundo barrizal. Los caballos mordieron el barro empujados por la inercia de la carreta. Cledestina salió despedida, pese a sus esfuerzos por mantenerse agarrada a la barandilla delantera. Sus manos se debatían entre las riendas y su estabilidad. Era imposible atinar. Cayó desprevenida y su espalda se hundió en el blando barro. Sólo se escuchaba el grillar de los grillos. Los caballos reposaban en la húmeda tierra y no movían ni un músculo. Cledestina yacía inerte, a la par que se hundía lentamente.

Pavlus dio orden al Capitán de atracar en las primeras salinas, pues la mar yacía cerca, pocas millas distaban del cruce de mares, allí donde las mareas traicionaban a los marinos y les engullía a las órdenes de Neptuno. El alba era clara y se intuía la brisa en las hojas de los frondosos cañaverales de las orillas.

Arriaron velas y dejaron que la embarcación flotara al capricho de la bajada de las aguas dulces. Allí mismo sal y miel cruzaban sus poderes, allí la sal frenaba sus ansias detenida por la viscosidad del dulce líquido. Una antorcha en popa iluminaba la cubierta, repleta de redes dispuestas a batallar. El ancla buscaba su reposo entre la vegetación, a la par que frenaba suavemente el navío. En breve quedó varado cerca de las orillas, en silencio, observando a lo lejos las llamas enemigas, las llamas de la invasión.

Esperaron a la luz del día para no ser descubiertos, aunque las fuerzas invasoras estaban entretenidas con su desembarco. Tan solo una pequeña tropa de vigía azota la zona para avisar de posibles incursiones peninsulares. Era pronto y su agudeza visual no estaba en plenas facultades.

La zona apropiada era la más importante, eran los reposaderos del fruto más codiciado de la época. Eran los caladeros de los crustáceos del Guadalquivir, los construidos por la Híspalis, los ingenieros y pescadores de la Villa más importante. Custodiados los mayores tesoros del imperio, esa noche abandonados a su suerte, pues eran celebraciones en Gadir y las tropas habían zarpado para custodiar los navíos de Cónsules y Generales que iban a rendir honores a los dioses del Olimpo.

Las hordas vikingas, a las órdenes de Nabucodonosor, tomaron bateas y criaderos sin fuerza que resistiese los embítes, pues los puestos estaban vacíos. Sólo un puñado de centinelas que rindieron sus armas ante el acecho de cienes de antorchas enemigas que tomaban el lugar como propio. Apenas tuvieron tiempo para hacer sonar las trompas de aviso. No atinaban sus pulmones a llenar de aire suficiente como para hacer tronar los cielos de sonidos de guerra. Sutiles soplidos que no dejaban despejar nota alguna de aviso a sus superiores.

Fue una toma pacífica, al paso, sin trote de bestia alguna, sin armas desenvainadas, tan sólo la intensa luz de la brea incandescente hizo rendir armas, sin más.

Pavlus observaba atónito, incrédulo de lo que allí acontecía. Pensó en cómo rendir las tropas bárbaras de su vil toma, a traición, esperando una noche de fausto romano. No dar tregua en celebraciones y funerales es un acto de lealtad a las leyes de la guerra.

«No atacarás ante la falta de defensa por funerales imperiales o faustos de los dioses del Olimpo. Se castigará con el delito de alta traición al honor militar y serán despojados de su rango las autoridades que osen saltarse los códigos del honor militar».

Tramó mandar un emisario con un reto al General vikingo:

—Por el poder que me otorga el Emperador Augusto, emperador de todos los imperios conquistados y de la misma Roma, queda retado a realizar la mejor de sus recetas con langostinos del estuario del Guadalquivir, en la mañana de mañana mismo, al salir el sol y puesto sobre la colina de Rocius Salverum. Dispondrá de los alimentos necesarios, así como de fuego suficiente y un solo ayudante de fogones. De la pesca, sólo su excelencia podrá realizar la captura suficiente para dar a degustar a cien de sus soldados y a la totalidad de mi comitiva, que se compone de 3 emisarios de alto rango y 25 de mis soldados. El que quedare ganador por unitarias votaciones, decidirá sobre la propiedad de la plaza. El que quedare perdedor del juego con fuego, abandonará la plaza para nunca más reclamarla, ni poder poner pie en sus tierras, ni en los albedos de su horizonte.

Así queda retado su Excelencia.

YO, el Cónsul de Roma en Híspalis, la fértil tierra de Hispania.

Secretario —escrutó Pavlus. —Enviad al mejor de mis capitanes como imperial emisario, esta misiva al general vikingo Nabuconodosor «el fiero». Que porte estandarte blanco y sólo vaya armado de espada dorada, en son de paz. Que no regrese sin respuesta de su Excelencia.

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Sinopsis:

A la muerte de “Celsius” apodado el terco, por sus inconformidades a firmar cuantos imperiales decretos se aprobaban, su única hija, Cledestina Claudia, es obligada a tomar matrimonio con el principal enemigo de la familia. Treinta años más viejo que ella, hace de su vida un verdadero infierno. Sus sueños la van adentrando en una deseada realidad, donde, el erotismo y la búsqueda de una nueva vida, le hace cometer las más inimaginables locuras. Su marido, hombre de respeto en la Roma del momento, es humillado constantemente en los foros del senado, hasta el punto de tomar la decisión de expulsar a Cledestina Claudia de la casa común, y es aquí, donde empieza una nueva vida repleta de épicas y amorosas aventuras, sin un cierto final. Su vida se convierte en idas y huidas hasta que conoce al joven cónsul de la imperial villa de Híspalis. En una Hispania en luchas de poder constante con Tartessos, Iberos y hasta el propio Cartago del general, Aníbal.

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