Resumen: En la Barcelona de los años setenta, Víctor Gorría, un detective privado, cubano, rojo, indecoroso, casi sórdido, capaz de lo sublime y de lo grotesco a la vez, y arruinado, recibe el encargo de buscar al novio de una prostituta desaparecido días atrás. La historia complicará enseguida la vida de Víctor Gorría ignorante que este encargo cambiara su futuro para siempre.
*
El Bar Tomás es un lugar agradable donde estar. Sobre todo a primera hora de la noche, cuando se juntan en el local algunos clientes habituales; el tipo flaco al final de la barra, repasando las páginas de las apuestas y rascándose la entrepierna con aire meditabundo o el poeta borrachín que nunca nadie leyó, con gorra de tela y botas camperas y la mirada fija en su vaso de whisky. Víctor Gorría contaba las horas mientras leía las necrológicas del periódico local -Pepe, querido, aún te echamos en falta, nunca supimos que estabas tan malo-, escuchaba los chistes malos que contaba Tomás, el barman, con su carraspera, un cigarrillo en sus labios y un gintonic tras la barra, o pensaba en lo que podía haber sido pero nunca fue, sentado tranquilo en su banco corrido, manchado, de terciopelo rojo, que olía a vagón de ferrocarril, adormecido, apaciguado por el aroma del whisky y del humo del tabaco y la perspectiva de las largas horas de holganza mientras retrasaba la hora de irse a la cama, una vez más, solo. Pero sobretodo porque es un lugar apacible.
Cuando Nadine Bertzof entró por la puerta del Tomás, se hizo el silencio y hasta el televisor encendido en una esquina del local enmudeció; Tomás, el barman, dejó caer su cigarrillo en la pica, el poeta dejó inconcluso su último verso y Víctor Gorría, sentado en su mesa, pensó que esto no podía estar pasando.
Guapa. De una belleza natural no forzada ni impostada, capaz de iluminar por allí por donde caminaba. Pelo corto y rojizo. Vestido fino, casi trasparente y de escote amplio y zapatos de tacón claros. Cruzó el Bar y se dirigió a él. Estas cosas en las novelas pasan rápido, pero en la realidad duran una eternidad. Aquella mujer no caminaba, levitaba sobre el suelo.
-¿Víctor Gorría? -dijo ella. Él levantó la mirada sorprendido y ella añadió-: Me llamó Nadine Berzhot. Me gustaría hablar con usted si tiene diez minutos. Le prometo que no le robare más tiempo.
Unos dientes blancos y brillantes que llenaban una sonrisa de la cual Gorría pensó que no sería difícil enamorarse. Ella lo examinó con la mirada; pantalón blanco, camisa blanca que apenas podía rodear su barriga y americana de lino blanca sudada y ajada (Gorría llevaba siempre la misma americana de lino blanco. No sabía por qué, pero su padre siempre la había llevado y él nunca pensó en no hacerlo tambien). Ella había imaginado algo diferente, no sabía qué, pero sí diferente. Sonrió y él le devolvió la sonrisa embobado ante la indiferencia de quién está acostumbrada a gustar y ante la duda de qué podía querer.
-Disculpe que aparezca sin avisar -dijo ella- he llamado varias veces a su despacho sin que nadie haya respondido a mi llamada y me han dicho que podría encontrarle aquí.
-Lo siento, pero la secretaria tiene el día libre -mintió Gorría.
Ella se deshizo con habilidad del cinturón de su gabardina y la dejó sobre la mesa. Él la recogió y la colgó junto a él. Suave como la piel de una mujer, pensó que era ropa cara. Él le acercó una silla, y ella se sentó como se sientan los seres de otro mundo. Seres que no pesan, que no se mueven sino que se deslizan. Lo hizo lenta, casi provocativa, mientras se colocaba bien su vestido claro. Sacó del bolso su cajetilla de Sobranie Black Russian y le ofreció un cigarrillo que él rechazó con un gesto. “Fumo negro, gracias”. Ella cogió uno, se lo metió en la boca y esperó a que él, en un rápido y certero movimiento de su mechero Bic que tenía sobre la mesa, lo encendiese. Se lo acercó y ella se echó hacia adelante de manera que pudo verle el escote, pero no el sujetador, y él se preguntó si llevaría ropa interior. Tenía unos pechos pequeños pero bonitos. Ella encendió el cigarrillo y quedó envuelta en una nube de humo. ¿Qué tendrían esos ojos claros que lo miraban? Él encendió un Bisontes y apagó el mechero. Sentada frente a él, piernas cruzadas y zapatos de tacón claros, ella dijo sin la más mínima emoción:
-Necesito que me ayude a encontrar a mi novio -hizo una pausa, dio una calada, soltó el humo y continuó-. Desapareció la semana pasada.
Gorría dio una calada, soltó el humo y buscó como decir que no, que no aceptaba clientes, que ya no estaba en activo, que podía irse por donde había venido, pero, ¿qué tendría esa sonrisa?
-Por supuesto, está es nuestra especialidad, ¿señora…?
-Disculpe, pero todo esto me tiene alterada -dijo ella- . Nací en Rusia pero vivo en España desde hace cinco años. Un placer conocerle señor Gorría, me han hablado muy bien de usted.
-Las medallas cuando lo encontremos, señora Bertzof -dijo con tono profesional- pero ahora hábleme de su novio, cuantos más datos me pueda dar más fácil será encontrarle.
La mujer narró una historia de amor de la cual Gorría no creyó una palabra. La historia de un príncipe azul enamorado de su princesa llegada del frío.
-Limítese a la parte que nos interesa, por favor -la interrumpió. Y mientras la mujer hablaba de cómo había llegado a España, de cómo él la había recibido y cómo después de cinco años de amor él había desaparecido, Gorría no podía apartar la mirada de sus ojos, de sus labios, de su cuerpo. Había algo en esa mujer que le atraía sobremanera.
-Comprendo -dijo él- ¿Y por qué no lo ha denunciado a la policía?
Ella lo miró con tono serio:
-¿Puedo fiarme de usted?
-Por supuesto. Soy la segunda persona en quién puede confiar después de su confesor.
-No soy creyente y nunca me he confesado.
-Entonces la primera.
Ella lo miró despectiva y continuó:
-Estoy ilegal en España y no puedo ir a la policía.
-Comprendo -dijo Gorría. Y apagó su cigarrillo en un cenicero repleto de colillas. Se lo acercó y ella apagó el suyo. Él encendió otro cigarrillo, le ofreció uno, pero ella lo rechazó y se encendió otro de los suyos.
-Indagaré -dijo Gorría- pero no se haga demasiadas ilusiones, lo más probable es que su novio se haya ido con otra.
Gorría temió lo que venía a continuación. Sabía que un exceso de sinceridad nunca era bueno, pero ella no se inmutó, dio una calada y soltó el humo en la cara de Gorría:
-No, señor Gorria. El no se fue con otra mujer.
“Mire señorita, si yo tuviese a una mujer como usted entre mis brazos, jamas la dejaría escapar y dedicaría mi vida a mimarla, quererla, adorarla y a satisfacerla en la cama como nunca nadie lo ha hecho”, pensó decir Gorría, pero no lo hizo y dijo:.
-Eso ahora no lo sabemos, ya veremos .
-Pues búsquelo -dijo molesta.
Gorría no se fiaba. Ni se fiaba ni le apetecía empezar a buscar a un tipo que lo más probable es que se hubiese ido con otra. Necesitaba saber más detalles de él; su edad, altura, color de piel y algo que pudiese ayudar a identificarle, “Tiene un tatuaje que pone; Amor de madre”, y si hubiese sido más listo, la hubiese despedido en ese momento, pero hacía meses que no ingresaba nada y estaban a punto de echarle de aquel despacho usurpado que hacía de función de vivienda y de nido de citas clandestinas con algunas de las putas del barrio que le hacían buen precio. Y además, ese escote le estaba volviendo loco.
-Por supuesto que podemos ayudarla, pero comprenderá usted que nuestros honorarios son altos, ¿no sé si le han hablado de esto?
-Eso no importa, pagaré lo que me pida -dijo ella, cuando abrió un pequeño bolso dorado que había dejado sobre la mesa del que sacó un fajo de billetes envueltos en una goma elástica- ¿es suficiente para comenzar?
Gorría asintió con la cabeza sin poder creer en su suerte.
-Y ahora disculpe pero debo dejarle -dijo ella- tengo una cita importante. Espero sus noticias.
Ella aplastó el cigarrillo en el cenicero. Se incorporó, se puso la gabardina sin esperar la ayuda de Gorría y en el camino a la puerta se detuvo frente al espejo para retocar el carmín de sus labios. Gorría la observó y cuando ella inclinó la cabeza para ponerse un pendiente, su miradas se cruzaron en el espejo. Gorría sintió que había nacido una atracción brutal hacia esa mujer desconocida.
-Disculpe un momento -dijo él- ¿Y usted a qué se dedica?, ¿cómo podré localizarla?
-Soy puta -dijo ella- yo le localizaré.
«¡Puta!, qué graciosa, puta dice,” repitió Gorría cuando la mujer desapareció sobre sus tacones.
Gorría se levantó, introdujo una ficha en el teléfono sobre la barra y marcó el teléfono de Fuentes. No tenía ni idea por dónde comenzar.
*
De madrugada. Cinco días después
Altas horas de la madrugada en una habitación pequeña, de un piso ajado, en una barriada nacida en la posguerra a la que Gorría nunca hubiese entrado de no ser por la llamada de su amigo Fuentes. La conversación unas horas atrás había sido breve:
-He encontrado al tipo que buscas.
-¿Está vivo?
-¿A tu clienta le sienta bien el negro?
-No tengo ni idea.
-Pues dile que se compre algo negro; su novio está muerto.
Un salón, un dormitorio, un baño y un cadáver sobre un somier. Gorría no tuvo ninguna duda que se trataba de quién buscaba. La mujer lo había descrito bien; unos treinta y cinco años, apenas metro cincuenta de estatura y cabeza pequeña y medio calva con grandes entradas y un tatuaje, «Amor de Madre», en su omoplato derecho. El cuerpo yacía desnudo boca abajo sobre las sabanas de la cama (en decúbito ventral diría Malena) bañado en un charco de sangre que comenzaba a secarse. Aún tibio, no hacía mucho que lo habían matado. La cabeza ladeada y las manos atadas a su espalda con unas esposas parecidas a las que Gorría utilizaba para impresionar a algún pobre desgraciado cuando se hacía pasar por policía.
-¿Qué piensas? -Preguntó el inspector Fuentes.
-Sin duda está muerto -respondió Gorría, que se enfundó los guantes de látex que le habían acercado y rodeó la cama. Intentaba ver lo último que habían visto aquellos ojos que ahora parecían pedir ayuda. Quería ponerse en la situación de la víctima, lo había leído en algún manual y le parecía profesional.
La nariz ensangrentada, los pómulos hinchados. Gorría imaginó los gritos ahogados por la cinta aislante que sellaba su boca. Por el rictus de su cara, la muerte no debió ser plácida. Ni por el gesto, ni por la faz desfigurada, ni por las puñaladas que cosían su cuerpo, ni sin duda por el golpe en el cuello que le había causado la muerte, ni por el ácido en que lo habían bañado y que había deformado todo lo que había tocado. Nunca podría acostumbrarse a una imagen así. Se puso de cuclillas y bajó la mirada hasta la altura de sus ojos; la puerta de la habitación abierta, tal como la había encontrado la portera a primera hora de la mañana. La ventana que daba al patio interior también abierta. El armario con la ropa desparramada por el suelo y una silla donde descansaba la ropa que sin duda vestía la noche anterior; unas zapatillas de deporte viejas bajo la silla, un pantalón tejano y una camisa naranja chillón que le sorprendió que, en aquel desorden, siguiesen sobre el asiento. Descansó sus manos en el suelo, bajo la cama y le repelió el tacto de algo blando y viscoso. La palpó, tenía un tacto suave y frío. Apartó la mano y el trozo de carne quedó tirado en medio de la habitación:
-¡Argh! ¿Qué diablos es eso? -Gritó Gorría. Y lo devolvió a su sitio de una patada.
*
Cuando el jefe Mancuso entró en la habitación se hizo el silencio. Nadie lo esperaba ver allí. Gesto circunspecto y cara de haber dormido poco. Parecía cojear algo más de lo habitual. Sesenta años, corto de estatura, algo encorvado de espalda, cabeza grande y pelo canoso y revuelto. Vestía impecable, porque Mancuso siempre vestía impecable; traje claro a juego con zapatos marrones hechos a medida -que Gorría sabía que eran de los caros porque su exmujer le había regalado unos iguales que nunca se había puesto- y pañuelo en la solapa.
Noche sin dormir. Vueltas y más vueltas en una cama que nunca había sentido tan solitaria estando Claire junto a él. Sin duda no había sido una noche feliz. Además, cuando por fin había conseguido coger el sueño, lo habían llamado desde Servicios Centrales, había habido un asesinato y querían que fuese él en persona. Todos saben que los comisarios no hacen eso, que eso es labor de un inspector. ¿Quién sería ese desgraciado que yacía muerto sobre la cama para que tuviese el dudoso honor de que le hiciesen acudir para saber que había pasado?
Mancuso hizo un giro panorámico a su alrededor en un movimiento ensayado y se dirigió a su inspector preferido. El más joven y competente de sus hombres. El de más futuro si no fuese por esa manía de meter la polla en todos sitios:
-Fuentes, fuera hay un chaval vomitando, ¿quién es?
-Es el novato, jefe. Lleva toda la mañana así.
-Échelo de aquí, esto apesta -dijo. Y mientras rodeaba el cuerpo y sin apartar la mirada de aquel muñón de carne hiriente, ¿quién podía haber hecho algo así?, continuó -Gorría, ¿qué hace usted aquí?, ¿qué parte de “no quiero volver a verle” no ha comprendido?
Gorría calló, no esperaba ver al jefe, nadie pensaba que iba a estar allí. La época en que podía entrar en la escena de un crimen con la policía se había acabado. Sabía que Mancuso pensaba que los detectives privados eran unos inútiles que no consiguieron entrar en la policía.
Mancuso frunció el ceño:
-Ya hablaremos de esto luego Fuentes, ahora dígame qué ha averiguado.
Fuentes, describió con detalle como habían sido los hechos, intentando obviar todo aquello que le podía causar problemas, es decir, intentando evitar citar a Gorría. Repasó sus notas con una rápida lectura diagonal y relató como de madrugada habían recibido una llamada en la comisaría, denunciando que habían encontrado a un hombre muerto en su cama. Una mujer que se había identificado como la portera de la finca, -una tal Ramona, precisó- gritaba asustada tras el teléfono algo así como que (apenas podían entenderla, pero pudieron deducir que) al fregar la escalera a primera hora de la mañana, se había encontrado la puerta del primero primera abierta. Y que cuando había entrado, porque nadie respondía al timbre, se había encontrado a un hombre muerto sobre la cama. Fuentes remarcó que en pocos minutos habían llegado al lugar del crimen, cuando el jefe sacó su pañuelo blanco de lino con sus iniciales bordadas del bolsillo y se lo llevó a la nariz con evidente desagrado:
-¿Qué es este olor insoportable? -Lo interrumpió.
-Es ácido, jefe -dijo Fuentes- lo han rociado en ácido.
-Y pintura, también han pintado recién, jefe -añadió Gorría que sabía que la pregunta no iba dirigida a él y que Mancuso no era su jefe pero que no sabía cómo debía llamarlo. Aunque estaba seguro que habían pintado porque el olor a pintura le repelía desde el desdichado día en que había pintado su casa en La Habana y durante meses vivió bañado en ese olor que impregna las mucosas. Y aunque de eso ya hacía mucho tiempo, le seguía molestando ese hedor que había percibido desde que había entrado en aquel piso.
Fuentes miró a Mancuso y ante su indiferencia continuó explicando que la portera había encontrado el cadáver poco después del amanecer, “Parece que le gusta fregar pronto porque después todo el mundo le pisa el suelo y lo tiene que volver a fregar.” Pero esa vez la puerta del primero primera estaba abierta, el piso puesto patas arriba como si hubieran estado buscando algo y el muerto frito sobre la cama bañado en ácido y en un charco de sangre. Fuentes se adelantó a las preguntas de rigor; los hombres habían aislado la escena del crimen, habían recogido muestras de todo y habían avisado al forense y al juez para el levantamiento del cadáver.
Mancuso, miró a su alrededor; toda la habitación era un baño de sangre. Observó la distribución de las pequeñas gotas por aspersión en las paredes, parecía que lo habían dejado desangrar como a un cerdo, mientras Fuentes explicaba que lo que más les había llamado la atención, aparte del ácido, eran unas manchas de sangre en la escalera del portal que alguien había intentado hacer desaparecer, pero que por fortuna habían sido suficientes para tomar muestras. ¿Cómo habían llegado hasta allá?
-Aún no sabemos a quién pertenecen los restos de sangre -dijo Fuentes- pero probablemente al asesino que sin duda ha sido quién ha intentado borrar las pruebas.
-¿Tenemos algún testigo más? -Preguntó Mancuso indiferente.
-Solo la portera -dijo Fuentes- hemos preguntado a todos los vecinos pero nadie ha visto nada. Se ve que ayer hubo una fiesta que duró hasta altas horas de la madrugada, con ruidos de gente entrando y saliendo. Pero parece que eso era habitual.
-Cítela en la comisaría. Por hoy tengo bastante -dijo Mancuso con el tono amargo del derrotado- me voy de aquí, necesito una copa.
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