No era tarde, aunque tampoco temprano. Ángel contemplaba el fugaz paisaje que volaba a través de su ventana de viajante en el tren destartalado que lo llevaba de regreso a su ciudad.
Se sentía excitado, y al mismo tiempo algo nervioso. Finalmente se reencontraría con sus padres, con sus amigos, con todos aquellos conocidos. Volvería a saludar al viejo señor Higgins, que siempre estaba sentado a la puerta de su casa en un viejo sillón, observando a todo el que pasara, ya hiciera frío, calor, o nevara; volvería a deambular por las mismas calles, pequeñas, empedradas, con interminables cuestas y callejones; podría conducir su moto, su adorada moto, que estaba ya entrada en años, era un completo escándalo y hacía reír a los pequeños de la casa cuando tomaba baches, pero era suya al fin y al cabo, una anticuada reliquia de su abuelo, ya muerto, que le había dejado a su padre, el cual se negaba a utilizar.
Ángel miró hacia el asiento contiguo. Mimi, su adorado perrito, dormitaba en el asiento. Era un cachorro de no sabía qué raza, que se había traído escondido en el equipaje de mano, y había hecho lo imposible para que no lo detectaran. El guardia de seguridad lo había visto, estaba seguro, pero lo dejó pasar con una pequeña sonrisa en el rostro.
Mimi era de pelaje marrón, con manchas negras y grises, y los ojos más inocentes que Ángel había visto nunca. Contaría con siete meses de edad, y la había encontrado abandonada, cobijada entre unos cartones cuando salía del trabajo haría entonces cinco meses. Le parecía algo inhumano que hubieran abandonado a la perrita de esa manera. Ángel adoraba los animales, se sentía simplemente en obligación de cuidarlos, de darles cariño y mimarlos.
Mimi profirió un lamento y su pecho se infló por unos segundos. Luego retornó a su dormitar.
Ángel devolvió su mirada al paisaje. Cada vez acertaba a reconocer los árboles como más familiares, algunos de los trozos de camino que lograba ver dada la velocidad del tren, ya le resultaban conocidos.
Finalmente, después de seis años, volvía a su ciudad.
Era una ciudad no muy grande, incluso podríamos denominarla como pueblo, situada en una parte alejada de Castilla-La Mancha, en mitad de la nada, acogedora, humilde, de gente mayor que se había resignado a finalizar sus días en ella, adultos que trabajaban las tierras, y jóvenes que se marchaban fuera e iban sólo de vacaciones para visitar a sus padres. Los pequeños eran más bien escasos; contaban con un pequeño edificio en el que uno de los ancianos les impartía las clases.
Ángel era un chico de veinticuatro años. A los diecinueve había tomado la demente decisión de salir fuera de su país para ir a buscarse la vida. En casa eran muchas bocas que alimentar, y él se sentía mal tan sólo arando, recolectando y viviendo su día como si no hubiera un prometedor mañana.
Era, y tenía, una mente joven, llena de energía e ideas, de entusiasmo por vivir, por conocer, por llegar a donde él quería. Con su corta edad se encontraba ahora trabajando como gerente en una importante empresa de exportación en Italia.
-Señores pasajeros, en cinco minutos habremos llegado a la estación de Toledo. Por favor, asegúrense de recoger todas sus pertenencias… -anunció una automatizada voz por los altavoces del tren.
Sintió un nudo en el estómago de puro nervio. Seis años… Y de nuevo estaba allí, a escasos metros de ver a su familia.
Sabía que ellos lo estarían esperando en la estación de tren, desde donde cogerían el coche para conducir hasta casa.
Se puso en pie y contempló su reflejo en una de las ventanas.
Era un chico bien parecido, alto, de espalda ancha y cabello oscuro. Vestía un traje gris con una impoluta camisa blanca perfectamente abotonada hasta el cuello, donde una perfectamente anudada corbata caía por su pecho. Sus zapatos de cuero, perfectamente pulcros y su maleta de mano, que anunciaba claramente qué tipo de persona la portaba, iban a ser burla en casa, lo sabía. Se colocó un poco el cabello, para dejarlo del todo alineado, y suspiró.
Notó algo húmedo en su otra mano y miró asustado. Mimi se había despertado, y al notar la interior agitación de su dueño, trataba de consolarlo.
-No pasa nada, Mimi, sólo que estoy un poco nervioso. No sé cómo van a reaccionar ante mi cambio… No quiero que piensen que ya no soy el mismo, o que me siento superior a ellos, pero quería que vieran lo que he logrado saliendo de aquí, en estos años… Lo que he trabajado.
Mimi tan sólo lo contemplaba, pero aquellos ojitos negros le decían mucho más.
-Tú también estás nerviosa, ¿eh? -acertó a decir Ángel.
Le acarició la cabeza rápidamente y entonces tomó una decisión.
-Tú espera aquí que en un minuto he vuelto -y con esto salió corriendo hacia el baño más cercano.
Sin miramiento alguno, tiró la chaqueta al suelo sucio del aseo, y la corbata, la camisa y los pantalones, siguieron el mismo camino. Rebuscó en su maleta de mano y acertó a coger unos vaqueros desgastados y una camisa de manga corta oscura que usaba cuando vivía en su ciudad, la que se había llevado puesta al ir. Apenas estaba ralentizando la velocidad el tren cuando él ya se había calzado unas deportivas estropeadas y corría de nuevo hacia su vagón, donde una intranquila Mimi lo aguardaba, deseosa por descender.
-Ahora estoy preparado -acertó a decir. Su pecho subía y bajaba por la emoción.
Metió a Mimi en su equipaje de mano de nuevo y le susurró un «ahora tienes que estar callada, pequeña, o nos meteremos en problemas».
Mimi pareció comprenderlo a la perfección, porque se acomodó entre las costosas ropas y entornó los ojos al tiempo que él cerraba la cremallera.
Había ajetreo en los pasillos del tren. Nadie quería ser el último en bajar, aunque si lo pensabas detenidamente, iban a ir a parar al mismo sitio igualmente, antes o después, e iban a tener que hacer de nuevo una parada en la sala de equipajes, cosa que no se podían quitar, pensaba Ángel.
A veces pienso que somos como hormiguitas, todas deseosas de llevar la comida al hormiguero, pero si se nos rompe la fila, no somos capaces de reencontrar el camino a casa…
Dejando de lado sus ideas, se zambulló en la intrincada marea de personas que lo empujaban hacia la sala de equipajes. Ángel llevaba cuidado en que, a pesar de estar apretujado por los cuatro costados, le pequeña Mimi no sufriera golpes o espachurramientos. Un hombre gordo le pisó un pie, y una mujer casi le mete un bolsazo en la cabeza cuando, en su infinita cháchara y descomunal gesticulación e interpretación con sus brazos, enfatizando cada palabra, tiró uno de sus brazos hacia atrás, donde colgaba un masivo bolso que bien podría haber servido para esconder tres toneladas de estupefacientes ilegales y traficar con ellas en otro país.
Ángel se detuvo en seco para esquivar el golpe y echó todo el aire fuera instantáneamente, el cual había retenido como acto reflejo.
-Uy, perdona. No te había visto -se disculpó rápidamente la chica, haciendo más ademanes extraños al hablar.
Esta mujer debe ser extraterrestre o algo por el estilo, le saltó automáticamente a la cabeza.
-Es que estaba hablando con una amiga por teléfono y me ha contado una cosa súper graciosa, y claro, yo tenía que contarle algo interesante también… Pero bueno, no habría sido muy divertido que te hubiera dado con el bolso en el careto, ¿verdad? -rió muy fuerte, y cuando digo fuerte, me refiero a muy, muy fuerte, tanto como para que los que pasaban por la vía en ese momento se quedaran mirando disimuladamente. Hablaba deprisa, con un acento que era una mezcla entre gallego y murciano, y su voz era, para disgusto de Ángel, demasiado chillona-. No es que piense que tengas un careto, claro. La verdad es que no estás nada mal, pero…
-¿Vais a dejar la cháchara o hay que esperar aquí todo el día? -refunfuñó una voz gruñona a sus espaldas.
Era un chico joven, aproximadamente habría de tener la edad de Ángel. Vestía ropa deportiva de marca y el pelo más engominado que Ángel había contemplado jamás. Tenía unas facciones duras, demasiado lineales, pero su rostro le pareció en seguida simpático, agradable. Parecía de esas personas que puede que te encuentres esperando con él en la parada de bus y acabéis intercambiando unas cuantas frases cordiales.
Bromeaba. El chico no tardó en sonreír.
-Oh, Paco, ¿siempre te tienes que estar quejando por todo? -le interpeló la chica, la que, o bien era extraterrestre, según el camino de ideas de Ángel, o más bien era una loca que se había escapado del manicomio, lo que apoyaba su idea de que en el descomunal bolso que cargaba seguro que había algo… sospechoso, ¿quién podía saber? ¿Un cadáver? ¿Maquinaria alienígena? ¿Dosis tranquilizantes? ¿Un arsenal de armas? ¿Una capa de invisibilidad y una varita? Ángel tampoco descartaba que fuera una bruja.
-Te he dicho mil veces que no me llames así -se quejó el chico, mirando alrededor como para cerciorarse de que ninguno de los allí presentes hubiera escuchado su nombre.
-Oh, ¿y cómo quieres que te llame si no es por tu nombre? -se jactó ella, apoyando ambas manos en las caderas.
A Ángel siempre le había parecido divertido cuando alguien hacía eso. Le hacía rememorar a su madre cuando se enfadaba con él de pequeño, normalmente si se manchaba de tierra o no se terminaba la comida…
Cosa que no quitaba que ella pudiera ser una alienígena, claro está, porque podía tener un conocimiento muy avanzado de la forma de vida humana, su forma de interacción, gestos más comunes, y demás. La mantendría bajo sospecha por si acaso.
-Fran está bien.
-Uy, señor Fran, disculpe -silabeó, sarcástica.
-Tú no hables tanto, anda, Felipa.
-Que yo no me llamo Felipa… ¡Y para de llamarme así!
-Sí que te llamas Felipa, no me vengas con cuentos, anda.
-Es Filippa, con «i», y es un nombre italiano precioso, que no se pronuncia para nada como tú lo estás diciendo.
-Bueno, en italiano será Filipa -exageró muchos las íes al pronunciarlas- o como te dé a ti la grandísima gana, pero si lo traduces al español es Felipa.
-¡Y dale Perico al torno! Pero vamos a ver, ¿cuándo has escuchado tú a una mujer que se llama Felipa?
-Ostras, ¡vaya que no! Paco, Paca. José, Josefa. Emilio, Emilia… Y Felipe, Felipa, ahí lo tienes, ¿quieres más?
Ángel se estaba divirtiendo mucho escuchándolos discutir como críos. No había más que añadir para saber que eran hermanos y, había que admitirlo, que ella no era una alienígena, aunque nunca habría que descartar la posibilidad. Miró un poco más allá y acertó a distinguir el asa de su maleta, girando sola en la plataforma, y justo en la dirección opuesta, dos maletas similares que seguían su recorrido como si ése fuera su destino para el resto de la eternidad.
-Chicos, lo siento, pero mi familia está esperándome, y tengo ganas de reunirme con ellos -se disculpó como pudo.
Eso, y que Mimi seguía en su bolsa de mano y estaría deseosa de salir.
La verdad era que tenía ganas de hablar un poco con ellos, de conocer algo más de sus vidas, ¿quién sabe? De ir a tomar un café y reír ante las barbaridades que soltaban, pero su familia aguardaba, y en ese instante los nervios volvieron a hacer acto de presencia.
Parecieron volver de golpe a la realidad.
-Vaya, ¡y nosotros tenemos que irnos! -Filippa sonó agitada.
-Es que siempre estás de cháchara, hija mía -le recriminó Fran, comenzando a andar.
Entre unos cuantos intercambios agradables y, para nada, malintencionadas palabras entre hermanos, fueron a recoger sus maletas y caminaron por los ahora vacíos pasillos de la estación.
Al pasar por una cristalera contempló que su cabello estaba muy bien peinado, con la raya hecha a un lado, liso y cuidadosamente colocado. Se detuvo un segundo a revolverlo con una mano y, tras asegurarse de que había quedado como «esta mañana me olvidé de peinarme», siguió a los hermanos, que no habían advertido su pausa, demasiado entusiasmados con sus afectivas palabras fraternales.
Advirtió tres figuras a lo lejos, agitando las manos, llamándolo. Una mujer con el cabello algo canoso, recogido en un moño, un vestido largo y ancho y el rostro bondadoso. Un hombre que, junto a ella, pasaba uno de sus brazos por su cintura. Al hombre le brillaban los ojos como si estuviera a punto de romper a llorar. Y un hombre aún más mayor, que se acercaba con costoso trabajo, dando traspiés y respirando con esfuerzo. Le temblaban las manos, pero no parecía importarle lo lejos que su nieto estuviera, porque se afanaba por llegar hasta él.
-¡Abuelo! -casi gritó Ángel, sintiendo que la voz le fallaría de lo contrario. Y corrió hasta él, acabando con el espacio que los separaba. Sin soltar la maleta, lo abrazó con fuerza, mientras el hombrecillo de rugosas manos lo aprisionaba con la misma intensidad-. ¡Mamá, papá! -exclamó, tan pronto éstos se unieron al abrazo.
Entre lágrimas, besos, más lloros y cascadas de preguntas, se dirigieron hacia una cafetería cercana con el rótulo fundido.
-¡Hasta luego, chico! ¡Nos veremos pronto! -se despidió Filippa. Al parecer se habían quedado a presenciar la imagen.
-Nos vemos, chaval -se despidió Fran.
Los despidió con la mano y cara de extrañeza. ¿Por qué parecían tan seguros de que se volverían a ver? Aunque esta pregunta perdió importancia para él cuando se sentó (su madre aún sin soltarle la mano) junto a su familia en una pequeña mesa redonda de madera.
Su abuelo materno no le quitaba los ojos de encima, como si temiera que al hacerlo, desapareciera.
Pidieron unos cafés, aunque Ángel se decantó por una manzanilla. Con todo el estrés que llevaba acumulado, lo que menos necesitaba su cuerpo era cafeína.
Les pidió unos segundos y abrió la maleta para sacar a Mimi, que parecía ansiosa por conocer a su nueva familia.
-Ésta preciosidad es Mimi -la presentó, a lo que ella se mostró muy quieta, como si la estuvieran sometiendo a una evaluación. Después, sorprendentemente, lloriqueó mirando al abuelo, cosa que enterneció al anciano.
-¿Quieres que te coja, eh, pequeña? -dijo con su vidriosa voz, extendiendo las manos, donde pareció más que cómoda mientras él la acariciaba-. Creo que vamos a llevarnos bien -sonrió, con una sonrisa tan sincera y amable que Ángel deseó poder enmarcar el momento para siempre-. ¿Y tú, hijo? Cuéntanos cada detalle de lo que has hecho…
Al fin había vuelto a casa.
Resumen:
Ángel es un joven que decidió marcharse unos años a trabajar fuera de su pueblo. Al regresar, tras haber transcurrido seis años, no imagina para nada que verá con otros ojos el lugar donde nació, a sus seres queridos, y los hermosos paisajes que tiene, advirtiendo una magia que antaño pasó por alto, como las apasionantes historias que sólo los más ancianos recuerdan, de tiempos donde las ninfas y dríades, entre otros seres mágicos, habitaban junto a los humanos…
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