Capítulo 1
El conductor
Por más que frotaba no podía deshacerme de ese olor. Olía por todos lados, era demasiado desagradable. Recuerdo con una nitidez espeluznante el momento en el que entré en la ducha, nitidez que se diluye y se transforma cada vez que intento rememorar lo que sucedió aquella misma noche. Tenía que ocurrirme tarde o temprano, no se puede tentar de esa manera a la suerte. Nunca pensé que me ocurriría a mí, aunque por aquella época no pensara mucho, resultaba una tarea demasiado ardua. Solo quería que ese olor a sexo desapareciese de mi cuerpo, para ello lo frotaba a conciencia con la esponja de crin que arañaba mi piel dejando ronchones por todas partes. No tenía que haberme subido a ese coche, no conocía al conductor, estaba demasiado borracha para encontrar el camino a casa y cuando ese tipo se ofreció a llevarme abrí la puerta y me subí al vehículo sin dudarlo. Cuando retomé conciencia de lo que había hecho, ya estábamos fuera de la ciudad y él había parado el motor. No sacó las llaves del interruptor de arranque y fue entonces cuando se giró hacia mí y me dijo que era muy guapa. Sentí terror, no recordaba haber sentido tanto miedo nunca antes, no pude articular palabra, el miedo me había secado la boca y la garganta. Cuando él comenzó a pasar la palma de la mano por mi pierna, yo ya sabía lo que iba a ocurrir. Me sentí muy mareada, el estómago se me contrajo como si alguien lo estuviera estrujando como a una bayeta de cocina, un calor insoportable me hacía sudar a chorros y una arcada con sabor a whisky remontó de mis entrañas aunque no vomité. Ni siquiera grité, sabía que era inútil, allí no había nadie, no se veía ninguna luz cercana, apenas podía atisbar algunas lejanas que se difuminaban en el vaho de los cristales del coche. Después de que se corriera fuera de mí, pensé que quizás quisiera matarme. Acudió entonces a mi mente la imagen de mi padre, podía imaginarlo sufriendo, incluso llorando, algo que solo le había visto hacer una vez, estaba segura de que no se recuperaría jamás de mi pérdida. Pero en cambio se subió los pantalones, se pasó el dorso de la mano por los labios para arrastrar los restos de saliva que habían surgido con el orgasmo y se dispuso a arrancar de nuevo el coche. Cuando estábamos entrando en la ciudad y se veían los primeros edificios, giró la cabeza, me observó un momento y me dijo que me vistiese. Esto lo intuí, porque no me atrevía a mirarlo, creía que si no le miraba no me mataría, puesto que me resultaría más difícil identificarle. Yo no me había movido después de que él se quitase de encima. Como un autómata le obedecí y me puse los vaqueros que él me había quitado, olvidando ponerme antes las bragas que quedarían en algún lugar debajo del asiento delantero del coche. Bájate, me dijo, y yo le obedecí. Ni siquiera recordaba donde había parado y tampoco había registrado el trayecto hasta mi casa, todo aquello había quedado atrapado en algún lugar de mi subconsciente, parecía como si hubiese hecho todo el trayecto hasta el portal de mi edificio en un estado sonámbulo.
Sara no estaba, no se oía la televisión en su cuarto, ella siempre dormía con la televisión encendida.
Consideré la idea de ir a la policía, sabía que ducharse era algo que desaconsejaban en este tipo de casos hasta que no se hubiese realizado un reconocimiento y se pudiesen tomar restos de ADN.
Mientras me frotaba con la esponja, deseché por completo la idea, lo que menos deseaba en aquellos momentos era que me agobiasen con preguntas incómodas, no me apetecía dar explicaciones de mi estado etílico a un grupo de desconocidos. Siempre había sentido cierta desconfianza por la policía, tampoco tenía ninguna razón para ello, nunca hasta ese momento tuve necesidad de ellos. Jamás me habían robado, ni asaltado, ni nada por el estilo, hasta esa noche. Y aunque sabía que estaba actuando de una manera errónea según los criterios de una persona razonable, me cerré en banda y decidí no acudir a la comisaria. Aun hoy en día, no entiendo por qué no lo hice. ¿Qué clase de persona era? Cuando pienso en quien era yo en aquella época, me parece imposible, siento como si hubiesen insertado esos recuerdos en mi memoria pretendiendo fuesen los míos, pero en realidad no lo son. Algo parecido a lo que les ocurría a los androides de Blade Runner, a los cuales les insertaban una memoria falsa para que no se diesen cuenta de que no eran verdaderos humanos, les otorgaban un pasado ideado por la mente creativa de alguien. En mi caso más que creativa sería alguien con una mente algo perversa. A pesar de que me parecen recuerdos de una persona ajena a mí, recuerdo cada detalle, cada gesto, cada movimiento, como una película vista mil veces.
Cerré el grifo y salí de la bañera. Estaba amaneciendo, recuerdo los débiles rayos que chocaban contra los cristales de la ventana del cuarto de baño iluminándolo con una brumosa luz naranja. No sabía siquiera si tenía ganas de llorar, pensaba que sería lo normal cuando ocurre algo así, pero no lo lograba. Las lágrimas no acudían, aunque sentía una pena horrible, profunda, incrustada en mi cuerpo, no solo desde aquella noche, sino desde hacía muchísimo tiempo, ya ni me acordaba desde cuándo. Después de secarme con una toalla que apestaba a humedad, me dirigí a mi cuarto. Estaba tal y como lo había dejado antes de salir para esa fiesta de mierda. Todo en perfecto orden. Reconozco que soy metódica para colocar mis cosas, rayando la manía enfermiza, no soporto por ejemplo que los libros no sigan un orden de altura; los míos siempre los tengo ordenados de mayor a menor. Es una manía acusada, cuando voy a casa de alguien que tenga los libros colocados sin seguir un orden, si tengo suficiente confianza con la persona, los coloco instintivamente siguiendo el ritmo de la conversación, y si se trata de la casa de alguien a quién no conozco lo suficiente, evito mirar hacia las estanterías, ya que esa visión me perturba enormemente. No es la única manía que tengo.
Retiré el edredón por un lado de la cama y me acosté. Creí que podría dormir, pero estaba claro que iba a resultar una tarea difícil. Trataba de acordarme de la cara del conductor, y para ello tuve que hacer un gran esfuerzo. Todo recuerdo era brumoso, como en un sueño, en ese momento, tumbada en la cama, bajo el abrigo de las sábanas que olían a suavizante, me parecía que nada hubiese ocurrido. Pude arrastrar hasta el cuarto el recuerdo del peso del cuerpo de él; era un tipo corpulento, cuando se puso encima, tras echar el asiento hacia atrás todo lo que daba de si, la estructura metálica del interior se me clavó en la espalda, el coche era antiguo y olía a tabaco. Sus manos eran grandes, mientras me penetraba me apretaba los muslos con fuerza, no me miró en ningún momento, mantuvo los ojos cerrados todo el tiempo. Creí recordar que sólo me había mirado dos veces, cuando dijo que era muy guapa y cuando me pidió que me vistiese. Estaba segura de que cuando me ordenó que me bajase del coche, miraba hacia el frente, a un punto lejano, más allá del parabrisas. Como si se avergonzase de lo que acababa de hacer.
Ahora cuando intento rememorar lo que sucedió o lo que sentí en aquellos días, tengo la extraña sensación de que todo aquello le ocurrió a una amiga y que yo hubiese sido solo la persona que habría escuchado en silencio el recuento de los hechos mientras los imaginaba en mi cabeza.
Me desperté sobresaltada, creí haber dormido poco, pero no fue así, cuando miré el reloj masculino de pulsera, herencia en vida de mi padre, eran las seis y media de la tarde. Estaba mareada, la luz de afuera era débil, pronto se haría de noche otra vez. Se oía música proveniente de la habitación de Sara, probablemente alguna de esas canciones horteras, de algún cantante nuevo salido de un programa concurso de la televisión. Aquello me animó todavía menos a levantarme. Sara era una persona simplona sin ningún rasgo que remarcar, quizás sí, su bondad algo tontorrona y su ansia por no distinguirse lo más mínimo de la masa. Era esa clase de persona perteneciente a la masa, la típica chica que lleva los mismos zapatos que pueden verse a una veintena de personas en un solo día, además del bolso del que pueden verse otra treintena, colgados de diferentes hombros. Pertenecía a ese enorme grupo de personas las cuales parecen sentir un terror ancestral a llevar o pensar algo diferente. Las personas como Sara se sienten reconfortadas esperando una larga cola para comprar el último modelo de teléfono, o cuando comentan con otros el capítulo de la serie de moda del momento, la cual es vista simultáneamente por dos tercios de la población mundial. Fenómeno que ni en sueños hubiese podido concebir el más astuto de los jefes de propaganda de un sistema dictatorial, semejante nivel de difusión y obediencia, algo verdaderamente apabullante. Finalmente me levanté empujada por los alaridos de mi estómago hambriento. Cuando me senté en la cama y apoyé los pies en el suelo, esperé un poco antes de ponerme de pie ya que estaba algo mareada. Fui arrastrando los pies por el largo y oscuro pasillo hasta la cocina, las zapatillas me quedaban grandes, creo que habían pertenecido a Alberto. Abrí la nevera, no había mucho donde elegir, solo un brick de zumo de naranja medio vacío, un trozo minúsculo de queso duro como una piedra y un tomate medio podrido. Los dos estantes pertenecientes a Sara estaban repletos de comida, embutidos de buena calidad que desprendían un aroma irresistible, jamón, lomo ibérico, queso curado. Mi compañera de piso tenía muy buen paladar y además no escatimaba a la hora de hacer la compra. No pude resistir la tentación y decidí mangarle una loncha de jamón además de un buen trozo de queso manchego, en el supuesto de que se diese cuenta de todas formas no me iba a reprochar nada, no se atrevería. A veces me daba la sensación de que Sara me tenía miedo. Cierto era que le había contestado de muy malas formas en varias ocasiones, sobre todo cuando tenía el día parlanchín y no dejaba de decir estupideces una tras otra. En más de una ocasión, le había dicho que cerrase la boca porque me dolía la cabeza o algo por el estilo, pero también es justo decir que casi siempre la escuchaba y seguía sus conversaciones, aunque fuesen de lo más nimio. Solo hablaba de cotilleos de los famosos, de sus compañeros de la oficina y de su novio. Este era otro miembro de la gran masa, pero más idiota aún. A Sara le salvaba su bondad que, aunque exagerada, seguía siendo una cualidad por la cual no se la podía detestar. Sin embargo, su novio, además de ser mediocre, era un desgraciado que disfrutaba tratando a su novia como una estúpida porque eso le hacía sentir más hombre. Afortunadamente no venía mucho a casa, seguramente porque sentía la poca gracia que me hacía el que él estuviese merodeando por ahí en sus calzoncillos de Homer Simpson. Las veces que había venido, me había esmerado en demostrarle lo poco que le soportaba. Cuando él había intentado algún tipo de conversación, yo siempre contestaba con monosílabos. Sabía que él me consideraba una rara pero no me importaba, también sabía que no era el único que pensaba así. Podía imaginar las conversaciones que Sara y él mantendrían a propósito mí. Él le preguntaría a su novia si su compañera de piso siempre se comportaba de esa manera. Afirmaría que se trataba de una perturbada y que si iba a aguantar mucho más tiempo viviendo en esa casa. Sara le respondería que no es mala chica, si un poco rarilla sí es, pero nos llevamos bien y hasta que no ahorremos para comprarnos un piso, yo no me muevo, que están todos los alquileres por las nubes. Este piso es un chollo, bien lo sabes cariño, que nadie se cree lo que pagamos por él. Es verdad que el barrio está lleno de moros y chinos pero estoy a cinco paradas del trabajo y…. A esas alturas su novio ya habría desconectado de la conversación y estaría pensando en el gol que metió uno de esos jugadores de fútbol con problemas de dicción en el partido del día anterior. Ni siquiera recuerdo su nombre, tal fue la fuerza de su influjo sobre los hechos que se sucedieron en aquella época.
Se corrió fuera. Todo un detalle. A pesar de que no se puso un condón me di cuenta que de esa manera tenía muy pocas posibilidades de quedarme preñada o de que me hubiese pegado algo. No creía que me hubiese dicho nada, ningún insulto, nada. Solo esas tres frases, eres muy guapa, vístete y bájate. Me había acariciado la cara. Cuando se puso encima y antes de penetrarme, pasó su mano por mi rostro suavemente, casi como un amante devoto. También recorrió mi labio inferior con el dedo pulgar, después no me miraría más.
Necesitaba tomar el aire, regresé a mi habitación y cogí unos vaqueros y una camiseta. Me vestí deprisa, metí la cajetilla de tabaco en el bolsillo trasero y salí al descansillo. Cuando cerré la puerta me encontré de bruces con mi vecina. No tenía ganas de conversar con ella, así que le dije un hola seco y bajé las escaleras corriendo sin responder a los comentarios que la pobre señora ya me estaba haciendo, aumentando el volumen de su voz a un ritmo directamente proporcional a la cantidad de escalones que yo había logrado bajar.
Era una vieja amable, vivía sola y aprovechaba el encuentro fortuito con cualquiera de los vecinos para hablar sobre el tiempo, sobre lo peligroso que se había vuelto el barrio o sobre los problemas de salud de su gato obeso. A pesar de todo le tenía cariño, todo desde aquel día que volví antes del trabajo con cuarenta de fiebre y la encontré en el descansillo cuando me disponía a abrir la puerta de casa.
‘Pobre hija mía, pero qué mal aspecto tienes, estás ardiendo. Anda métete en la cama y mientras yo te voy a preparar una sopa caliente, es que los jóvenes de hoy en día no coméis bien. No os dais cuenta de lo importante que es comer bien’
Me trajo la sopa y unas aspirinas y se quedó un rato conmigo al lado de la cama hasta que me quedé dormida. Ese gesto me conmovió de verdad, pero no lo suficiente como para aguantar siempre sus conversaciones repetitivas, puede que me faltase el suficiente sentido del sacrificio. Además, la vieja me deprimía, me hacía pensar en que probablemente todos acabaríamos así de solos.
Salí a la calle, hacía una tarde espléndida, la primavera había llegado por fin y ya oscurecía más tarde, todavía tendría una hora más de luz. No sabía muy bien a dónde ir, decidí girar a la derecha nada más salir del portal y comencé a caminar. Saqué un cigarrillo del bolsillo y retirando un mechón de pelo con un resoplido me lo puse en los labios. Todavía tengo esa manía infantil de resoplar para apartar un mechón de pelo descuidado. Ya no fumaba tanto, había conseguido reducir el número de cigarros diarios a una media de diez. Había descubierto hacía poco que fumando cuando de verdad me apetecía disfrutaba muchísimo más de ese placer que era aspirar el humo de un pitillo. Lo que odiaba era levantarme por la mañana ahogada en toses con resonancias bronquiales por haberme pasado fumando la noche anterior.
Me cruzaba con hombres que me miraban, estaba acostumbrada a atraer la atención masculina. No me consideraba ninguna belleza, y nunca me arreglaba mucho. Pero era consciente de que mi cuerpo bien proporcionado y mi pelo rubio revolvían las hormonas masculinas. Mientras me mirasen todo estaba bien, lo que no soportaba eran los comentarios repugnantes que algunos de ellos decidían pronunciar sin tener en cuenta que yo no quería oírlos, sin considerar que lo que deberían hacer era reservarlos para sí mismos. No sentía miedo, no quería que lo que me había ocurrido solo unas horas antes, cambiase mi vida.
Sipnosis
Clara recuerda una época de su vida en la que se encontraba perdida, no tenía ninguna confianza en sí misma y le asustaban sus verdaderos sentimientos. Los recuerdos comienzan con una relación sexual no consentida en un coche con un desconocido. No sabe si es una violación, porque ha tenido muchas veces sexo sin de verdad quererlo, pero sin poder decir que no.
Después de un encuentro con su hermano del cual la separaron cuando era muy pequeña, decide averiguar qué es lo que ocurrió con su madre a la cual no veía desde muy temprana edad. Mientras, el conductor de aquel coche irá reapareciendo en varias ocasiones, hasta que Clara descubre de quien se trata.
Clara tendrá que salir de su zona de confort para poder por fin librarse de la influencia negativa que su pasado ejerce sobre su presente y conseguir ser una persona libre.
En resumen, esta es la historia de una persona que lucha por ser ella misma en un mundo lleno de obstáculos, siendo los mentales los más difíciles de sortear.
La novela se desarrolla con los cafés y restaurantes de Madrid de fondo, con su transformación, consecuencia del auge del turismo y la Globalización.
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