Los suspiros se le escapaban ruidosos y profundos mientras el taxi la aproximaba a la niñez, a la casa en la que nació con muchas dificultades y dolores. Recordaba a su madre, Isabel como ella, contándole su nacimiento, cómo, ayudada por la “Guillermilla”, había sufrido lo indecible para traerla al mundo. La llamaban así, en lugar de Guillerma que era su nombre, por su corta estatura y, a según su madre, porque tenía las manos más pequeñas que había visto en su vida, parecían las manos de una criatura. A pesar de esto, era muy estimada en su trabajo, no había parturienta que no recurriera a los buenos oficios de la Guillermilla, aunque pudiera pagarse un médico privado o una comadrona titulada. Solo Isabel guardaba un rencor contra ella, que quisiera convencer a su madre de dejarla morir porque no terminaba de nacer, dos vueltas de cordón y con los pies por delante, y además ya tenía seis hijos, cuatro chicas y dos chicos, ¡si por lo menos fuera otro chico! le recordaba su madre que decía la Guillermilla. Su madre entre agonías le suplicaba que la salvara, que no la dejara morir, mientras la partera introducía esas diminutas manos en su cuerpo para ayudarla a dilatar y liberar a Isabel de la cuerda que la estrangulaba incluso antes de llegar al mundo. Ahora, cuando la tristeza y la edad habían hecho presa en ella, pensaba que hubiera sido más compasivo por parte de su madre haber hecho caso a la Guillermilla y dejarla morir.

Con estos recuerdos inundando su ánimo, salió del coche en plena canícula del mes de Julio. De niña era su hora favorita del día, la hora de la siesta, cuando el calor derretía las piedras en la calle y el silencio caía como un manto, la casa fresca y resguardada del sol era un remanso de paz, igual que la calle desierta. En esos momentos ella deambulaba por la casa enorme, de estancia en estancia. Solo había un sitio prohibido, los dormitorios, habitáculos del letargo de su familia. Únicamente su madre se mantenía en vigilia, guardiana del sueño de todos, con su labor en la mano, unos primorosos bordados que nunca consiguió imitar a pesar de las largas horas de observación y práctica. A Isabel no le gustaba bordar, realmente lo que adoraba era mirar a su madre durante esas horas de tranquilo silencio. Le gustaba pensar que en cuanto el reloj marcaba las tres de la tarde, se producía el hechizo, un hada invisible adormecía a todos para que ella pudiera disfrutar de esas horas de ternura y comunión con su madre. Y con ese posesivo afán se pasaba la tarde observándola

Cuando entró en la casa, notó enseguida su atmósfera. Era la misma sensación que cuando volvía del colegio en las vacaciones de verano, el olor a cal y a pintura, el frescor de las paredes enjalbegadas de blanco y la cera del suelo. Todo estaba igual, salvo las ausencias. Ya no salió ninguno de sus antiguos habitantes a recibirla. Con otro suspiro, recogió su equipaje de la entrada y cerró la puerta. Se dirigió lentamente a su habitación seguida por la sensación de presencias invisibles. Nunca llegó a acostumbrarse a la impresión de que, a pesar de la soledad, la casa seguía llena de la esencia de sus antiguos moradores. Los saludó mentalmente y entró en su alcoba. Y entonces sintió los años de separación, todo permanecía igual que la última vez que estuvo allí, cuando murió su madre, pero de golpe fue consciente de todo el tiempo pasado, casi una eternidad. Puede que su memoria se hubiera aliado con su ánimo para borrar todas la imágenes y recuerdos de aquel día, pero ahora volvían en tropel a su cansada mente y percibió como todo lo que durante tanto tiempo había conseguido mantener silencioso le gritaba de forma ensordecedora desde lo más hondo de su mente. Su hermana llamándola diciendo que hacía rato que no oía respirar a su madre y el momento de encender la luz. La visión de un cadáver por primera vez no la sobrecogió como ella hubiera esperado y solo pensó que parecía dormida. Y la espera terrible, el velatorio y el entierro, el cansancio mortal y el dolor por todo el cuerpo cuando acabó todo. Todavía seguía soñando con ella. En los sueños su madre estaba nuevamente viva; a veces enferma, otras no, pero durante todo el sueño sabía que su madre iba a morir porque ya había muerto. A veces estos sueños la angustiaban, otras la consolaban, pero siempre se alegraba de tenerlos porque era una manera de volver a estar con ella y no olvidar su rostro, su sonrisa, sus expresiones y sus gestos que adoraba y ya nunca vería.

Suspiró de nuevo y recorrió el dormitorio con la mirada, lo único antiguo era una foto de su madre, un retrato de medio cuerpo en el que destacaba su mirada, intensa y decidida. La fotografía era de cuando su madre tenía dieciocho años, del día que los cumplía. Llevaba un vestido blanco y una flor en el cabello, una camelia que su madre le había dado. Isabel la miró tristemente ya que ella conocía perfectamente la historia, el vestido era prestado por la hija del hombre para el que trabajaba después de que encarcelaran a su padre. El abuelo de Isabel, periodista por vocación y dueño del periódico local, se dedicaba a denunciar desde el púlpito de su diario todos los abusos que los cuatro ricachones de la ciudad, y los políticos que los secundaban, cometían sin que pudieran hacer nada para acallar sus denuncias. Pero la guerra, la represión y la ruindad de los estómagos agradecidos, mandaron a su abuelo a la cárcel y a su abuela, a su madre y a las hermanas de esta, a la miseria más absoluta.

Isabel miró de nuevo la fotografía, oía ahora su voz como hacía tanto tiempo, hablándole del día en que se la hicieron. Y de pronto, la fotografía se convirtió en una ventana por la que empezó a ver todo lo que su madre le había contado de aquel día. La vio levantarse y salir rápidamente, llamaban a la puerta. Y de repente ella estaba allí, ella era su madre. Sentía la emoción y la angustia, traían noticias de su padre.

Roberto Fresneda era el abogado que había defendido a mi padre en el juicio que le condenó y le llevó a la cárcel. A pesar de provenir de una familia acomodada era un hombre honesto y con gran sentido de la justicia. Y por esta razón, cuando Roberto vio la farsa en que el juicio se había convertido, puso todo su empeño en librar a Agustín de la condena, que ya habían preparado de antemano. El juicio fue una pantomima, se presentaron documentos falsificados, testimonios comprados en unos casos y en otros coaccionados, los pocos testigos con los que contaba la defensa desaparecieron bajo las presiones, los sobornos o el miedo. No solamente no libró a su defendido de la cárcel, sino que él mismo fue acusado de desacato al tribunal y privado del ejercicio durante dos años. Y durante todo ese tiempo, continuó luchando por sacar a Agustín de la cárcel, usando todas las influencias que tenía su familia y sobre todo las de su mujer. Y nunca dejó de escribirnos para darnos noticias de mi padre y por encima de todo, para darnos esperanzas. Ese día precisamente, le esperábamos porque nos había escrito que por fin la semana anterior le habían autorizado a verle. Estábamos muy nerviosas y cuando llamaron todas corrimos a abrir la puerta. Roberto entró y se nos quedó mirando un momento. Seguidamente y con nerviosismo, se quitó el sombrero de la cabeza y carraspeó. Roberto se fijó en mis ojos, que ya adivinaban lo que venía a comunicarnos. Sin embargo yo me entristecí por él, porque él había cambiado tanto como nosotras. Los cuatro años que nuestro padre llevaba ya en la cárcel, la penuria y la pena, nos habían tratado a todos con mucha crueldad.

– Lamento traer malas noticias. -Dijo antes de que nadie le preguntara.

La cara de consternación de todas fue como un grito desgarrador que no llegó a salir.

– ¿Es que tampoco le ha visto? ¿O es que ha pasado algo?- le apremié.

Roberto se quedó sin palabras, había ensayado su discurso desde que decidió venir personalmente a comunicarnos las noticias y ahora no sabía como decirlo. Antes de continuar nos pidió que entráramos. Sin demorarse, en cuanto estuvimos todos sentados, él siguió hablando.

-Como ya le comuniqué en mi carta, mis gestiones para poder visitar a su marido, -dijo mirando a mi madre- dieron su fruto hace una semana y por fin me dejaron verle al día siguiente.

Hizo una pausa para tragar saliva, que realmente no era otra cosa que el nudo que tenía en la garganta desde que abandonó la cárcel después de ver a Agustín. En ese momento me miró y siguió hablando.

– Creo que me dejaron pasar porque sabían que no duraría más que unas horas. El consuelo que debe quedarles –continuó casi atropelladamente al ver nuestros gestos de sorpresa y de dolor –es que no murió solo y que pude pasar junto a él los últimos instantes de su vida entregándole todo el cariño de ustedes.

Antes de que pudiera seguir hablando, mi madre dejó caer la cabeza sobre el pecho, como si la cuerda que la sujetaba a la esperanza de ver de nuevo a nuestro padre, se hubiera roto de golpe. Le rodeé los hombros con mi brazo para sostenerla y arroparla, mientras suplicaba a Roberto con la mirada que continuara hablando.

-Me enteré al día siguiente, cuando asistí al entierro, que llevaba enfermo mucho tiempo, cosa que nos habían ocultado. Tenía tuberculosis.

Lo imaginé aferrado a las manos de Roberto único testigo de su agonía, ansioso por saber cómo nos encontrábamos y buscando la tranquilidad de sabernos bien en los últimos momentos de su vida. Y a Roberto mintiendo, diciéndole que la única pena que teníamos era no estar con él, no poder verle; que nuestra vida era tranquila y cómoda. Pero mi mente solo retuvo una palabra, entierro.

– ¿Entierro? Pero…no puede ser…-la angustia me desbordaba- enterrado… ¿Es que no podemos traerlo aquí?
– No pude conseguir que me dejaran traerlo. Soborné incluso al sepulturero para que me entregara el cadáver una vez que lo sacaron para llevarlo a la fosa común. El muy canalla se quedó el dinero y me dejó esperando cinco horas hasta que comprendí que me había estafado. Al día siguiente acudí a hablar con el comandante de la prisión para que me dejara exhumarlo y traérmelo, pero no pude convencerlo con ninguna razón ni hubo nada de lo que le ofrecí que pudiera tentarle lo suficiente como para arriesgarse a provocar las iras de D. Gustavo.

Nos quedamos en silencio, nosotras porque estábamos anonadadas por la noticia y él porque no sabía que decir.

– Creo que es mejor que me vaya, imagino que desearán intimidad para llorarle a solas y yo no puedo hacer nada más aquí. Pero antes quiero darles estas cartas, las estuvo escribiendo durante todo este tiempo, hasta que la enfermedad ya no le dejaba sostener la pluma. Me dijo que no le permitían enviárselas, incluso tuvo que ocultarlas para que no se las quitaran.

– Pero él las escribía –continuó– porque así imaginaba que conversaba con ustedes, era la única manera de no volverse loco. Me contó, como pudo, que había conseguido ocultarlas porque siempre las llevaba entre la ropa. El papel lo consiguió sobornando con la mitad de su ración de comida al preso que limpiaba el despacho del comandante y las plumas y la tinta también. Espero que les traigan un poco de consuelo.

Le tendió las cartas a mi madre, pero ella seguía con la cabeza sobre el pecho sin mostrar señales de haberle oído siquiera. Se las recogí y me quedé mirándolas embelesadamente. Estaban envueltas en papel de periódico y atadas con un cordón que parecía de un zapato viejo, sentí un agradable calor al tocarlas y me quedé pensando en que algo tan preciado como los últimos pensamientos de mi padre habían estado guardados junto al corazón de otro hombre igualmente importante para mi. Mientras mis hermanas lloraban y yo mantenía las cartas entre mis manos, para preservar su calor, se levantó en silencio y salió. Dejé las cartas en el regazo de mi madre y corrí tras él.

– Espere por favor –le dije tocándole el brazo.

Roberto se giró y me miró a los ojos. Su mirada pareció hundirse en un océano de recuerdos, cuando le conocí con catorce años en el juicio de mi padre. Desde entonces, y una vez que le condenaron y encarcelaron, Roberto nos había visitado con cierta frecuencia. Nos traía las noticias que podía conseguir aunque no eran muchas y la mayor parte de las veces, descorazonadoras. En la mayoría de las ocasiones, habría bastado con una carta, ya que las noticias eran escasas, cuando las había. Incluso a veces, no traía ninguna novedad puesto que no le dejaban verle, ni siquiera escribirle. Pero al principio por lástima y después por responsabilidad, cumplía puntualmente su visita mensual.

– No se como podemos agradecerle su bondad y su dedicación de todos estos años, y sobre todo el esfuerzo y la voluntad de venir comunicarnos personalmente su muerte.

– Al contrario –protestó, sin apartar la vista de mis ojos- lo único que lamento es tener que darle esta noticia y no poder darles esperanzas.

– Ha hecho usted más de lo que le correspondía e infinitamente más que muchos que le debían todo y le han dejado pudrirse como un perro.

Luchaba por no dejarme abandonar a la pena, a las esperanzas frustradas de ver de nuevo a mi padre y de oír su voz, de haber perdido la oportunidad de despedirme de él y de decirle por última vez cuanto le quería. De no haber podido darle mi compañía en los últimos momentos de su vida. Por otro lado, me angustiaba pensando en que ya no volvería a ver a Roberto nunca más. Con la muerte de mi padre ya no existía ninguna razón para que él nos visitara o mantuviéramos contacto de cualquier tipo. Roberto estaba casado y pensar en estar con él suponía para mi tal conflicto moral, que me conformaba con verle a la distancia que la fría urbanidad me permitía. Ahora solo quedaba un inmenso desierto de distancia social. Nosotras estábamos en la miseria, los últimos años casi habíamos tenido que mendigar para comer. Pudimos sobrevivir gracias al dinero de la venta de nuestra casa. Cuatro perras que nadie quería pagar por no arriesgarse a las represalias por prestarnos ayuda. Al final, la humillación de que la Satur, la querida de D. Gustavo, y a instancias de este, fuera la única en ofrecernos la miseria que tuvimos que aceptar para no morir de hambre. Y después, el tormento de ver la casa que construyó nuestro padre, y en la que nacimos, convertida en el prostíbulo del pueblo, donde los señoritos pasaban sus horas de ocio, con el fingido desconocimiento de sus esposas. Solo pensar que Roberto mantuviera sus visitas una vez que la razón de las mismas había desaparecido, era tan impensable como que yo o mis hermanas volviéramos a la situación que teníamos cuando nuestro padre vivía.

Más que la muerte de mi padre, me torturaba la traición que había sufrido de todos aquellos a los que ayudó durante tantos años. Y podía perdonar a los que no habían hecho nada, por miedo. Pero a los que habían ayudado a su caída, les maldecía en silencio. Contra estos guardaba un odio ciego. Tan intenso, que antes de conocer la muerte de mi padre, me impedía gozar de la esperanza de buenas noticias o de la visita de Roberto. Y ahora, no me dejaba llorarle como se merecía, con todo el dolor de mi corazón.

Roberto me miró tristemente y no entendí su expresión pensé que solo me compadecía. Recordé el día que me miró por primera vez como a una mujer y no como a la niña que había conocido. Le vi mirarme intensamente mientras preparaba el café agachada sobre el fogón, y cómo bajó la cabeza y empezó a mirarse las manos como avergonzado. Sin embargo desde aquel día no pude pensar en él sin desear estar a su lado, o mejor, irme lejos con él, donde pudiera olvidar. Cómo si la vida fuera fácil sea donde sea aunque estés con quien más deseas en el mundo. Nunca le había dejado entrever mis sentimientos, solo a veces mi mirada expresaba todo lo que sentía mi corazón, y desde hacía tiempo le miraba como quien estando mudo solo tiene los ojos para expresarlo todo.

Mirándonos sin entender lo que el otro quería expresar nos separamos sin rozarnos siquiera, conscientes de que este era nuestro último instante juntos. Para mi fue la noche de la culpa porque solo podía sentir el dolor de la separación y mi corazón no tenía espacio esa noche para llorar a mi padre.

SINOPSIS

Dos mujeres, unidas por el parentesco y separadas por la muerte y el tiempo. Isabel madre cuyo mayor anhelo es traer los restos de su padre para enterrarlos junto a su familia e Isabel hija que no supera la muerte de su madre y descubre en antiguas cartas y documentos la historia de amor que marcó a esta y sus vidas y que le permitirá conocerla y entenderla mejor mientras lucha contra sus propios sentimientos y miedos. Al mismo tiempo antiguos pecados y los crímenes que los ocultaron van saliendo a la luz y poniendo a cada uno en su sitio.

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