CAPÍTULO 1
Cuando esa mañana de sábado Amanda se lavaba los dientes no podía ni imaginar que lo que encontraría en el metro de camino al trabajo iba a representar el principio de un gran cambio en su vida. Se había acostumbrado a que sus días pasasen sin pena ni gloria, entre productos de limpieza y documentales de viajes. Sabía que vivir de ese modo era, de alguna manera, malgastar los días y siempre pensaba que la vida de los demás era más emocionante y más glamurosa. En definitiva, mejor que la suya, pero no se atrevía ni siquiera a imaginar qué podría hacer para cambiarla. Era cierto que su nómina ni siquiera tenía cuatro cifras y que nunca sabía si podría hacer frente a un imprevisto. Su trabajo como camarera de habitaciones en un hotel de cuatro estrellas implicaba turnos rotativos que no le daban margen para otras actividades con horario fijo, aunque probablemente tampoco las hubiera podido pagar. Ni siquiera había sucumbido a la tentación de buscar clases de pintura en una escuela, porque sabía que tendría que faltar a algunas, cuando tuviera que cumplir con sus obligaciones laborales, y ni quería ni se lo podía permitir. Los cursos eran demasiado caros para no aprovecharlos al cien por cien y había decidido seguir formándose con lo que encontraba por internet y en los libros que sacaba de la biblioteca y gastar lo poco que le sobraba a final de mes en material de pintura.
No, su empleo no le gustaba. Su ritmo de trabajo era el que era, el que le permitían sus castigadas rodillas y su evidente sobrepeso, y sabía, porque un día en un arrebato de sinceridad su jefa se lo dijo, que no tenían a nadie tan minucioso con la limpieza como ella. Por eso le perdonaban ser un poco más lenta que sus compañeras. No sabía cuánto tiempo más tendría que trabajar en el hotel pero, de momento, el irrisorio sueldo pagaba sus facturas y los lienzos y tubos de pintura que utilizaba durante el mes. Nunca le había sobrado el dinero y su padre y su abuela habían hecho grandes esfuerzos, como tantos otros, para que no le faltara nada. A pesar de los pocos medios económicos de los que disponían, le habrían pagado estudios universitarios, pero fue ella quien no se vio preparada. No se imaginaba empollando durante horas materias que no acaban de interesarle. Le habían dicho que era así, que siempre había alguna asignatura que era un peñazo insoportable, de esas que ni entiendes ni quieres entender. Ella, que se distraía con el vuelo de una mosca y que hacía asociaciones de ideas imposibles que la llevaban a pensamientos absurdos, no quería tirar a la basura el dinero que su padre y su abuela estaban ahorrando con tanto esfuerzo. Ahora se arrepentía enormemente de no haber estudiado Bellas Artes y creía que el miedo a no estar a la altura de una carrera universitaria había sido exagerado. Podría haber sido profesora y haberse dedicado a hacer lo que le apasionaba. Y no estaría limpiando inodoros todo el día.
A pesar de todo, su vida, aunque estaba lejos de ser la ideal, le proporcionaba cierta seguridad. Tenía unas rutinas establecidas y sus ingresos y gastos claros. Aunque sabía que estaba en su mano cambiar su destino, creía que cualquier decisión que tomara la llevaría a un final desastroso, porque era ciega a evidencias que todo el mundo veía, excepto ella. Así que su punto de vista era tan subjetivo que se volvía incluso peligroso, y a veces dudaba de si algo era real o le había engañado su imaginación.
Sin embargo, a pesar de que vivía con incomodidad el paso del tiempo, Amanda se miraba por las mañanas en el romi del baño y sonreía, aunque detestaba el pequeño espacio que quedaba entre sus incisivos superiores. Por lo demás, sus dientes estaban bien alineados y se mantenían relativamente blancos. Los cambios físicos externos relacionados con el paso del tiempo no la angustiaban demasiado, aunque eran un recuerdo de lo que sí la mortificaba. De repente veía una cana aquí u otra allá, pero no era nada que un tinte no pudiera disimular. Ni siquiera cuando notaba que la piel de alrededor de los ojos se iba volviendo más fina o que aparecían manchas oscuras en sus mejillas se agobiaba en exceso. Los cambios internos, el tic tac de su reloj biológico, era lo que la angustiaba, como si tuviese una espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza. Una puede minimizar los signos externos, el cambio físico, el deterioro del cuerpo, por sutil que sea, pero ¿cómo parar el tiempo? Cada día, cada semana que pasaba, estaba más lejos de hacer realidad lo que creía que necesitaba, aquello que daría a su vida lo que le faltaba. ¿Su reloj biológico le daría una tregua? ¿Le regalaría un poquito más de tiempo para ser madre? Además, cuanto mayor se hacía, más corto le parecía el día. Habría jurado que alguien le estaba gastando una broma de mal gusto y le quitaba segundos a los minutos, minutos a las horas y horas a los días. A la que se despistaba, volvía a ser su cumpleaños. Y había pasado un año más.
Tenía la sensación de que el tiempo arrastraba su vida por donde él quería. Alguna vez se había parado a pensar si las personas escogen su vida o la vida, una vida concreta, las escoge a ellas. Ni siquiera cuando veía el lienzo que esperaba sobre el caballete en un rincón del comedor tenía la sensación de ser ella quien escogía pintar. Notaba como si sus dedos se movieran solos. No era ella quien elegía qué carboncillo usar, ni la presión que debía ejercer sobre el papel, sus dedos lo hacían solos. Los lápices de grafito, los difuminos y el resto de utensilios de dibujo esperaban ordenados el momento de ser usados en una caja de madera con asa que le había regalado su padre años atrás.
En ocasiones, cuando se aplicaba la crema hidratante después de la ducha, se detenía unos segundos, no muchos, frente al espejo de su dormitorio y deslizaba sus manos por los pechos, la cintura y el vientre, solo para comprobar que había curvas donde no debía y faltaba volumen donde debía haberlo. No era ninguna novedad. Tenía una buena trayectoria de altibajos de peso, más altos que bajos, desde que era adolescente. Le resultaba tremendamente difícil prescindir del donut de media tarde y de la bolsa de patatas frente al televisor y, aunque se había propuesto varias veces subir los seis pisos hasta su casa a pie, solo lo hacía los dos primeros días. Después, buscaba excusas que solo la convencían a ella y, finalmente, acababa por usar el ascensor de nuevo.
Su vida no era la ideal, pensaba. Era mejorable en cada uno de los aspectos en los que podía pensar. Su economía no le permitía ningún extra, ni un pequeño viaje de vez en cuando, y físicamente se alejaba mucho de lo que se suponía que era una mujer atractiva. Sus curvas no se encontraban en el lugar correcto. Su pelo era áspero y teñirlo y cortarlo ella misma no ayudaba. Su amiga Clara, con la que trabajaba en el hotel, se lo había arreglado como había podido, pero aun así se seguía viendo descuidado. Incluso su piso, su ropa y su sofá eran anodinos y ni siquiera el gato que se había encontrado debajo de un coche era de raza.
Tampoco tenía pareja, y eso sí era algo que la agobiaba. Siempre había imaginado su vida junto a un hombre, no junto a un gato que se iba frotando con los marcos de las puertas y se pasaba el día durmiendo. Necesitaba a alguien que cuidara de ella y a quien ella pudiera cuidar; alguien que le hiciera un masaje en los pies por la noche, mientras veían la tele tumbados en el sofá; alguien que la llevara a sitios desconocidos, que le contara historias… que la salvara. Ella cocinaría para él, tendría su cena y su ropa preparadas, y le daría un hijo. Sería feliz.
Por otro lado, debía reconocer que había tenido una infancia feliz junto a su padre y su abuela y que no le había faltado nunca una caricia, un beso o un abrazo de consuelo. Cuando Pablo, con quien había hecho tantos planes, le rompió el corazón y se fue con su mejor amiga, ella se quedó muda de tristezay su familia la arropó más aún y respetó sus silencios. Fue un duelo largo, un tiempo de hacerse muchas preguntas y de darse muchas respuestas equivocadas que solo la llevaban a confirmar que merecía lo que le pasaba. Con el tiempo había aprendido a aceptar sus limitaciones y a entender sus posibilidades que, según ella, no eran muchas.
De eso hacía ya quince años pero, de vez en cuando, aún le venía a la cabeza alguna frase perdida, algún gesto en un momento concreto, que la ayudaba a seguir atando los cabos sueltos que no había visto entonces. Lo que parecían casualidades se habían vuelto evidencias y, aunque ya se había perdonado por no haber sabido descifrar las sonrisas que no iban dirigidas a ella, las ausencias, los silencios y las contradicciones, no dejaba de preguntarse cómo pudo ser tan estúpida para no haber visto lo que todos veían. Sí, ella se lo había buscado sin querer.
Bajó los seis pisos por las escaleras. Subirlos era un reto que conseguía con mucha dificultad pero bajarlos era otra cosa. «Algo es algo» se engañaba. Se cruzó en el vestíbulo con su vecina del quinto, que venía de pasear al perro, y esta le volvió a decir, por enésima vez, que algún día le subiría una foto de sus nietos para que los retratara.
—Claro, cuando quiera —Amanda ya había dejado de hacerse ilusiones con ese retrato y con el dinero extra que podría obtener, pero no le costaba nada ser amable.
Encendió el móvil y comprobó que tenía una llamada de su padre, que había empezado su vida de soltero a los sesenta y dos años, tras el fallecimiento de la abuela Manoli, y la tardía salida de casa de Amanda.
Ahora, desde la terraza de su pequeño estudio veía el Tibidabo, con la noria girando en lo alto. El alquiler solo suponía una tercera parte de su sueldo así que, sin ir holgada, podía subsistir y llegar a fin de mes. Ocasionalmente, tenía que hacer un desembolso, mayor o menor, para arreglar los infinitos problemas que surgían en la vivienda. Su padre le echaba una mano en lo que podía. Seguramente le había llamado para recordarle que comprara la bombilla de la nevera, que llevaba fundida varias semanas.
Al subir la vista del suelo vio a un hombre que dormitaba frente a ella, con la cabeza medio ladeada y caída sobre el pecho. No podía verle bien la cara porque el flequillo le tapaba los ojos, pero le pareció que no tendría más de treinta años. Vestía unos vaqueros con rotos en las rodillas, una camiseta que debía de haber sido blanca en algún momento y un anorak azul marino. Le pareció que olía a alcohol y tabaco.
Pensó que la vida se podía volver del revés en algún momento y que, lo que para alguien era normal, podía no serlo para otra persona. O, lo que podía parecer razonable en un momento dado, podía dejar de serlo al día siguiente. Así, mientras ella iba a trabajar a las siete de la mañana, otros volvían a casa tras una noche de juerga. Mientras ella se deslomaba para ganar menos de mil euros, otros los ganaban haciendo un par de llamadas.
Echó otro vistazo rápido al pasajero de enfrente, solo un segundo. No quería que abriera los ojos y la viera observándolo. Se preguntó dónde viviría, si tendría familia, a qué se dedicaría. Se podían hacer mil conjeturas sobre alguien solo por el modo de comportarse o de vestir, pero nadie garantizaba que fuesen acertadas. Si alguien la juzgara por su aspecto físico, ¿acertaría?
No se entretuvo más mirándolo porque a esas horas, al imaginar el día que le esperaba, solo quería concentrarse en la cara de su abuela, a la que recordaba como si la tuviera delante, e intentaba dibujarla tan fielmente como sus manos y habilidad le permitían en el cuaderno que llevaba siempre consigo. Temía que algún día su memoria nofuese la misma y no se cansaba de dibujarla de perfil, de espaldas en la cocina, con el cucharón en la mano, o dormitando en el sofá mientras veía la telenovela. Aunque guardaba fotografías de ella en una caja metálica de galletas, prefería ejercitar su memoria y recordarla en momentos distintos. Acumulaba docenas de retratos de Manoli, su abuela querida, su única madre, y así su recuerdo se reavivaba cada día. El traqueteo del vagón le impedía hacer un solo trazo acertado, y siempre acababa dejándolo hasta llegar a casa. Su abuela Manoli. Si cerraba los ojos y conseguía aislarse de los sonidos de su alrededor aún podía sentir las caricias de sus dedos arrugados en la nuca cuando le hacía la trenza. A veces también recordaba las veces en que su soberbia adolescente la había llevado a levantarle la voz, a ella y a su padre, a pegar algún portazo, a hacerles sentir culpables por cualquier cosa que le sucediera a ella. Había sido injusta y egoísta, y se arrepentía. Los días en que se sentía triste, esos días tontos e impertinentes que hacen que una se comporte como un alma en pena, mantenía conversaciones imaginarias con su abuela y le decía todo lo que su orgullo le había impedido decir: que había sido la mejor madre que hubiera podido tener, que echaría siempre de menos sus besos y sus abrazos, que agradecía que hubiera respetado sus rarezas. Recordaba su paciencia y su firmeza, sus sosas ensaladas de lechuga y sus sabrosos estofados, las migas, los pestiños, los chorizos caseros que ella misma se encargaba de embuchar dándole a la manivela y que siempre picaban demasiado. Pero no se puede volver el tiempo atrás, hacía mucho que era consciente de ello, y ya habían transcurrido demasiados años. Demasiados años sin ella, sin el olor a picatostes los domingos por la mañana y a cocido los martes.
El suelo del vagón se veía sucio. Algunas latas de cerveza vacías rodaban de un lado otro, buscando algo que las detuviera para poder descansar. De unos metros más allá llegaba un fuerte olor a marihuana, proveniente de un grupo que permanecía sentado en el suelo, a pesar de que se veían muchos asientos libres. A saber con qué se encontraría esa mañana en el hotel. Además de trabajar con una gobernanta que parecía no tener nada mejor que hacer que ir tras ella examinando todo lo que hacía, debía limpiar cosas que no dejaban de sorprenderla y asquearla y confirmaba, un día tras otro, que la gente pudiente podía ser tan sucia como la que más. Definitivamente, su trabajo estaba muy mal remunerado. No había dinero suficiente para pagar lo que tenían que limpiar a veces. De vez en cuando, le daban ganas de mandarlo todo a paseo. Pero ¿dónde iba a ir ella, a su edad y sin estudios?
Cuando volvió a subir la vista, el hombre ya no estaba pero en su asiento había quedado algo negro y abultado. ¿Sería lo que estaba pensando que era?
Justo un año después, más o menos por las mismas fechas, Amanda recordaría cómo empezó todo y entendería que el destino viene forjado por la consecuencia de pequeñas decisiones, a veces fruto de la pura intuición, que hacen que nuestros caminos cambien. Nada está escrito, nada es definitivo, nada es para siempre. Siempre hay una posibilidad de cambio y ella estaba a punto de provocar uno.
SINOPSIS
Amanda, soltera y casi en los cuarenta, está convenciada de que ser feliz implica ser madre y teme que no le dé tiempo a serlo. Su novio la dejó por su mejor amiga siente que nadie se va a fijar en ella. Es insegura y con algo de sobrepeso y solo se relaciona con su amiga Clara y su padre.
Un día, de camino al trabajo, encuentra una cartera en el metro y decide devolvérsela a su propietario, un italiano llamado Sandro. Aunque al principio se comporta de manera borde con ella, se vuelven a ver. Él, que se dedica a hacer chapuzas y arreglos en los pisos, se ofrece para ayudarle con el suyo, que necesita arreglos. Así se empiezan a ver más y se van enamorando, aunque son completamente distintos. Sandro, además, es un pequeño camello que vende marihuana a espaldas de Amanda para sacar un sobresueldo y poder ir a Florencia de vez en cuando a ver a su hijo, Marco, de cinco años. Sandro esconde a Amanda que la madre del niño no le deja verlo porque él fue negligente y le miente, por vergüenza. A medida que su relación avanza y empiezan a sacar lo mejor el uno del otro, Amanda va cogiendo confianza en sí misma y se transforma. Aprende a ser feliz con lo que tiene y cada vez le da menos importancia a la maternidad.
Un día, alguien organiza una cena de exalumnos, donde también acudirá Marta, la amiga que se casó con su novio y de quien se acaba de separar. Conocerá a Sandro e intentará hacer lo mismo. Habrá un malentendido, Amanda dejará a Sandro, que volverá a Florencia pero, cuando se dé cuenta del error lo irá buscar. Allí, tras la muerte de la madre de marco, Amanda ejercerá de madre.
Historia dos personajes distintos, que crecen juntos y aprenden que, cuando se encuentra a «la persona» los defectos quedan en un segundo lugar. Desmitifica la relación de pareja y la maternidad.
Hay varias subtramas relacionadas con personajes secundarios y conectadas entre sí.
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