ACTO PRIMERO.
Escena primera.
Iba tan ensimismado y andando tan rápido que tropezó con aquella maleta dejada en el suelo de una manera bastante egoísta, es decir, en medio del pasillo para procurar trampas. Y al trastabillarse rogó perdón al aire, ya que no vio a quien pedírselo. Do Campo le dijo que no hacía falta que fuese tan deprisa que había tiempo de sobra. De hecho habría que esperar al menos dos horas antes de que el avión para Roma despegase del aeropuerto internacional José Martí de La Habana.
El aeropuerto seguía sin aquellos aparatos que vendían cafés negros si echabas unos céntimos. Quedaban las sombras en donde habían estado colgados, oscuridades que nunca fueron pintadas de blanco como estaba todo el lugar. Quizás era debido al respeto debido a la máquina allí habida o, bastantes personas se inclinaban más por lo segundo, a la prohibición de usar monedas de dólar que habían sido sustituidos por los pesos nuevos de papel que, como todo el mundo sabía, servían para ser usados en la isla, pero que no servían fuera de ella.
Poco a poco también se había marchado el olor a café negro, quizás con mucha achicoria, que salía de aquellas máquinas y que caía al suelo debido a la precipitación del viajero. Pero este aroma ya mortecino había sido sustituido por el olor dulce a vainilla y chocolate de las orquídeas. Algunas rosas café olé permanecían recogidas en lugares especiales de las salas de espera. Varios arbustos habían sido colocados en las entradas y salidas de las puertas de cristal, eran los que llamaban «los galanes de la noche», dado que abrían sus flores a esas horas, quizás pensando en combatir los sudores que quedaban de un día de idas y venidas.
El cardenal se fue calmando. Do Campo le señaló unos asientos de plástico que estaban en una de las esquinas de la sala, ocultos entre macetas que olían a perfumes densos. Al sentarse, el cardenal Oliveira se fijo en aquellas orquídeas cubanas, terrestres y trepadoras, que eran de tamaño pequeño y color amarillo, de esas que parecen damas o muñequitas con anchas faldas que simulan bailar cuando les llega el viento. Aunque no merecían tal nombre se las llamaba, de eso se acordaba, «orquídea oreja de burro o de mulo», aunque él prefería pensar en ellas como «las damas danzantes de hojas grandes». También se había fijado que en aquel rincón todo se veía de blanco y amarillo, como los colores que llevaban aquellas orquídeas que llenaban el lugar. Pegadas a la pared principal se habían colocado cuatro anchas macetas pintadas de los dos colores que lo llenaban todo, en las que aparecían flores de gran tamaño o tazas de flores de oro, que trepaban por una enredadera de madera blanquecina que se había clavado a la pared, por donde sacaban sus hojas satinadas y sus grandes cálices amarillos y blancos. El cardenal pensó, muy rápido, que aquellos colores eran los del Vaticano, a donde se dirigía ante la llamada urgente del Papa Francisco.
Se mantuvieron quietos sin decir palabra. Do Campo, su secretario de siempre y además, confesor, no hablaba mucho. Y al cardenal Alfonso Dario Oliveira no le apetecía nada hacerlo, sorprendido aún por la llamada urgente recibida de Roma. Los diez años pasados en Cuba le habían cabido realmente en la maleta que llevaba el Nuncio del Vaticano en Cuba: pequeña, de color negro y muy poco llena. Tanto que en aquel correr por el aeropuerto se dio cuenta que el bulto no pesaba nada. En la valija llevaba sus dos trajes normales de jesuita, un clergyman y una sotana con sus cordones de cardenal. El traje talar de vestirse oficialmente con los hábitos rojos de su cargo eclesiástico de príncipe de la Iglesia; dos mudas de ropa interior blanca con calcetines de hilo negro; unos zapatos de goma y otros de suela, también de color negro. Quizás lo que más abultaba era un neceser con sus utensilios para recortarse la barba, ya blanca, y afeitarse las mejillas que dejaba sin bello. También contenía los muy pocos objetos de embellecimiento que usaba para presentarse siempre muy cuidado y arreglado para cada ocasión, como eran aquella crema hidratante, tenía la piel seca, y aquel frasquito de colonia dulce que atraía a alguna gente y que a otra repelía. Se consideraba un poco presumido, Dios lo había hecho así, aunque él se lo agradecía en su fuero interno, puesto que con ese impulso un tanto coqueto, se cuidaba y arreglaba para parecer un hombre cuidadoso y de buena presencia, asunto que se reflejaba en sus zapatos negros siempre limpios y cepillados con suavidad y cierto aire profesional y elegante. Su madre le había dicho, desde muy pequeño, que a las mujeres les gustaban los hombre con los zapatos limpios.
En aquella escena del aeropuerto, en donde nadie parecía conocerlo, vestía con clergyman, como do Campo: americana y pantalón negros y camisa del mismo color con alzacuello blanco que lo distinguía como sacerdote. Era lo que se había llamado el traje eclesiástico, en donde lo que sobresalía y diferenciaba de su secretario, que ataba a su cintura la franja negra de jesuita, era un cordón rojo que llevaba al cuello y que sostenía una cruz de plata que había metido entre dos botones de su camisa, una banda roja alrededor de la cintura que colgaba por sus dos extremos y que el cardenal ocultaba de forma intencionada al abrochar su chaqueta y con el abrigo que llevaba colgado de su brazo izquierdo, y el anillo en su mano izquierda que podía verse a simple vista, de platino con un trocito de esmeralda de color verde que, según el cardenal, se conjuntaba muy bien con el negro de su americana y que lo desposaba simbólicamente con la Iglesia.
—Padre do Campo, me ha servido usted con demasiado cariño y mucha entrega. Me ha salvado en ocasiones de mucho ahogo y me ha quitado trabajo hasta parecer un druida muy antiguo de esos que hacen brujerías y todo sin hacer el menor ruido con su bastón mágico. Le agradezco mucho todos estos años. Creo que son más de diez años en La Habana a los que habría que añadir los tres meses que estuvo asistiéndome antes de ser nombrado mi secretario. Además debo decirle que se lleva mis pecados, pero que nunca habría encontrado un confesor mejor que usted. Gracias por estar siempre a mi lado y pido perdón si alguna vez le he molestado con mi genio o mis miedos —señaló el cardenal.
El padre do Campo era del mismo Lisboa y estaba acostumbrado a subir y bajar cuestas. La vida hasta que comenzó su carrera eclesiástica no había sido fácil. El mayor de cinco hermanos había tenido que abandonar la escuela dos años al enfermar su padre, de oficio zapatero que trabajaba por cuenta propia, casi siempre en la esquina de uno de las barrios más transitados de la ciudad, el Barrio Alto de una Lisboa vieja, que se hizo alternativa y en donde aún ahora se escuchan fados entre la ropa tendida. El zapatero seco, poco hablador, duro consigo mismo y trabajador, Luis do Campo, bajaba por la Rúa Misericordia buscando remendar viejos zapatos, de portal en portal. Se decía, él nunca lo desmintió, que había participado, ya de casado y con hijos, en uno de las escenarios de la Revolución de los Claveles, en la Praça Luis Camoes.
—Eminencia, para mi siempre será un gran príncipe de la Iglesia y como los dos somos jesuitas, un gran hermano jesuita. Nunca me ha levantado la voz y en todo momento se ha mantenido respetuoso conmigo. Se lo agradezco mucho, ya que creo que esto es una despedida. Presiento que no va a volver a La Habana como Nuncio, dado que le esperan aventuras diferentes en lugares de gran actividad política y mundana. Ya sabe que los viejos druidas podemos ver el futuro y el suyo lo veo muy claro. En cuando a sus pecados, la verdad es que no tuvo nunca muchos, ni muy pesados. Me va a perdonar si le digo con cariño que mantenga esa debilidad por el sexo opuesto, mientras esté con fuerza para rechazar sus ventajas. Eso a mi me ha ayudado a ver la humanidad y el esfuerzo del sacerdote y su vocación a Dios. Con este asunto me ha hecho reír y me ha introducido en el mundo de la cultura china, tan amplio y complicado. De verdad, Eminencia, espero que vuelva a encontrase con ese demonio al que usted llama «la joven teniente o la Monja Verde», y regrese a esas horas de sensibilidad mística y saudade portuguesa que le empapa cuando está con esa mujer, algo que a Dios no puede parecerle mal, aunque Él, humanizado en Cristo, pueda sentir algunos celos —dijo el padre do Campo muy cerca del oído del cardenal.
—Padre do Campo, siempre me sorprende. Y mi teoría de que viene del linaje de los druidas celtas se confirma cada vez que hablo con usted. Sus palabras son hermosas para mi, puesto que me lleva a lugares de gran sensibilidad y de ese amor platónico que yo tengo acumulado en un ángulo de mi corazón y que solo sale con esa persona que los dos conocemos. Pero creo que Dios me perdona y que su Hijo Jesucristo no tiene celos de un mortal como yo. Creo que se ríe de mi, sabiendo que nunca podré faltar a mis votos. Pero en verdad es que esa mujer inspira mi humanidad, me conduce a la frontera de la tentación humana y me pone a prueba con su palabra y su buen hacer. Pero no es un demonio, es alguien que desea de corazón, lo he visto en sus ojos y en sus labios, juntar su alma a la mía y, yo, a veces, la mía a la que ella me enseña, tan sensible y tan delicada como esa orquídea amarilla que estamos viendo. Y lo que en esos momentos se me ocurre es brindar por ese sentimiento tan nuevo, limpio y sensible, ahora parte de mi nostalgia, de Amor con mayúscula que solo ofrezco al mismo Dios, y Él me perdone, algunas veces a esa mujer —dijo el cardenal suspirando.
—Y ahora, si me lo permite, como reconocimiento a todos estos años de servicio deseo entregarle esta carta que he recibido de Roma, a una propuesta mía —dijo el cardenal.
—¡Eminencia! Me voy a poner colorado, bueno, no, triste con esta despedida— dijo do Campo, abriendo el sobre y sacando una hoja con el escudo vaticano y la firma del Papa en la que se decía:
Querido Padre do Campo, S. J.
A petición del Cardenal Alfonso Dario Oliveira, S. J. Nuncio del Vaticano en La Habana y vista la ayuda prestada por usted durante más de diez años de forma desinteresada y en todo momento muy útil para esa nunciatura y para toda la Iglesia, en la que su discernimiento espiritual, su juicio prudencial y las llamadas a la realidad lo han unido a Nos, representado como sucesor de Pedro y como Su Santidad en Su Eminencia el cardenal Oliveira, es para mi un deber que cumplo con sumo gusto y consciencia, nombrarle Protonotario Apostólico Supernumerario con el alto grado de Monseñor, título completo con el que será reconocido de Reverendo Monseñor, P. A., después de su nombre, con el privilegio del cargo de poder usar sotana púrpura con sobrepelliz para los servicios litúrgicos y sotana negra con mangas rojas y faja púrpura en las otras demás ocasiones, añadiendo si así lo desea el ferraiolo púrpura para las ocasiones formales y no litúrgicas.
Lo que se firma y rubrica en la Ciudad del Vaticano, con todo el vínculo especial de amor de los jesuitas, y el servicio de perfección evangélica que me ayuda en esta misión tan universal que humildemente llevo a cabo con la ayuda de Dios, en Roma el dia catorce de diciembre de dos mil diecisiete a todos los efectos desde este día en adelante.
Firmado,
Francisco, Papa.
Nunca el padre do Campo se había revelado tan sensible. Era un hombre honrado, honesto, muy suyo y de la Iglesia, jesuita de los pies a la cabeza, lo que se mostraba en un saber estar lleno de diplomacia y de seriedad, que no se confundía con alejamiento o desinterés hacia el otro. Estaban cerca, sentados en aquel banco y al padre do Campo se le escaparon unas lágrimas que el cardenal llegó a ver.
—Gracias, Eminencia. No sabe lo que esto significa para mí. Es reconocer algo que he hecho con todo el corazón y el entendimiento, que he puesto a su servicio por ser su Eminencia un ejemplo de sacerdocio, de jesuita y de príncipe de la Iglesia. Gracias, Padre Oliveira —señaló con los ojos muy llorosos do Campo, que se levantó y se fundió en un abrazo con el cardenal, también emocionado.
Los abrazos en un aeropuerto son algo muy normal. Se ven de poco en poco y a nadie le pareció raro que dos amigos se despidiesen. El padre do Campo se metió la mano en el bolsillo de su americana y le dio un sobre al cardenal diciendo:
—Eminencia, el billete es en clase preferente. La primera clase era un derroche. Aquí podrá estirar las piernas y le servirán la comida. Va en un vuelo de Iberia que lo llevará desde este aeropuerto hasta el de Roma, Fiumicino. Saldrá dentro de una hora y cuarto, a las 22.15 horas y llegará a Italia a las 18.25 horas de mañana. Tiene una escala en Madrid y de allí saldrá a las 15.55 horas para Roma, llegando como digo a las seis y veinticinco de la tarde. En Madrid no tiene que hacer nada más que salir del avión, esperar y volver a entrar en el que le anuncien para Roma. Allí, le estarán esperando y creo que va a cenar con alguien cercano al Papa que será quien le diga las razones para ser llamado al Vaticano. Yo, me atrevo a pedirle que debe dar las gracias por mi nombramiento, al mismo Santo Padre o a alguien que, cerca de él, se lo comunique con este afecto mío. ¿Se acordará? —dijo el padre do Campo, extendiéndole la mano al cardenal que recogió para inclinarse y besarle el anillo.
—Gracias por todo. Pero estaremos en contacto, padre do Campo. No se preocupe ¿en dónde voy a encontrar otro druida que haga la misma magia que usted? Adiós. Cuídese mucho.
El cardenal se forzó a no volver la cabeza al entrar en el pasillo que lo conducía a los mostradores en donde enseñó su pasaporte diplomático, metió la bolsa en el escáner y dio el billete para que lo comprobase a una comandante que se sentaba en una silla detrás de una vieja mesa de madera negra en donde había un ordenador antiguo y una libreta negra a la que no abrió cuando se dio cuenta de quien estaba en frente de ella.
—Que tenga usted un buen viaje —dijo la policía, con una sonrisa y mirándolo a los ojos.
—Gracias —respondió el cardenal con los ojos llenos de lágrimas que caerían por las mejillas un rato después y que él secó con un pañuelo, como si se tratase de limpiarse el sudor de la frente. Quería a Cuba y sabía que sería muy difícil que pudiese volver a aquel país. Ahora lo quería llevar sellado en su mente y respiró para dentro el aire caliente, algo que lo agobio un poco debido al exceso de aire viejo difícil de respirar y a toda esa emoción acumulada. De todas formas, quiso sentir ese olor y sabor dulzón que impregnaba todo lo que allí vivía en aquel aeropuerto. Dejaba La Habana y se le abría un poco la herida casi curada y bien conservada que tenía permanentemente en su alma nostálgica, que siempre llevaba consigo y que, a veces, como en aquel caso, volvía a sangrar, produciéndole dolor.
El padre do Campo, ahora Monseñor como Protonotario Apostólico Supernumerario P. A., volvió conduciendo el coche negro de la Nunciatura al palacete, sintiendo no poder hablar en el trayecto con el cardenal, al que ya echaba de menos. Tendrían que enviar a un nuevo Nuncio, aunque pensaba que aún debían pasar algunos meses en los que él se encargaría de las cosas de trámite de la Nunciatura.
SINOPSIS.
El deseo del gobierno norteamericano de colocar la capital de Israel en la ciudad de Jerusalén y los problemas que se ven venir entre el mundo palestino y el judío y entre los intereses de países como Norteamérica, Rusia, China, La Unión Europea, el Vaticano, Israel, Palestina y los países árabes interesados como Arabia Saudita e Irán, reunirán en la ciudad de Jerusalén a la diplomacia y al espionaje internacional. Estos defenderán intereses ocultos y a veces misteriosos que surgirán de las estrategias y objetivos que tratan de desarrollar los países implicados, y otros que desean introducirse en las soluciones a todo el proceso que afectará esencialmente al mundo actual.
El grupo de espías que ya han actuado en las novelas El Sexto Evangelio (año) y en Espías en La Habana: Entre el danzón y el blues (2018) volverán mejorados y con más experiencia a solucionar de forma violenta, misteriosa y llena de intriga, y a su vez, diplomática, y dialogada los problemas de entendimiento entre naciones, aplicando el espionaje más moderno, intelectual y romántico de los tiempos que corren, algo que nos sorprenderá con la emoción, el suspense, el misterio y la incertidumbre en un texto narrativo que atrapará al lector más avezado.
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