1) ¡El día de los Inocentes!

El Sol atraviesa la persiana veneciana y dibuja una cebra luminosa en la penumbra de mi despacho. Sorprende al humo de mi cigarrillo que se enreda entre espirales de polvo en el aire viciado. El humo y el polvo se elevan en busca del artesonado con el mismo ritmo melancólico de mis pensamientos. Es media tarde, todo está en calma y reina un silencio litúrgico en el despacho, en el edificio, ¡en la calle!

Llevo todo el día encerrado en el despacho. He desechado incluso el sagrado gesto diario de desayunar en el café Comercial, como todos y cada uno de los días. Hoy es 28 de diciembre. ¡El día de los inocentes! Si hay algún día que odie, por encima de todos los demás, es este. Este día podría ser la radiografía de la humanidad. Un día en el que celebramos una escalofriante matanza, la de todos aquellos inocentes infantes, llenando la ciudad de “zurullos de coña”, y riéndonos como idiotas cuando estalla un cigarro explosivo, o arrojan una bomba fétida. Este día me lleva a pensar que gran parte de la humanidad merecería haber sido uno de esos infantes asesinados. No soporto esas estúpidas bromas, prefiero encerrarme para evitarlas, y evitar a los “graciosísimos” bromistas. Sin embargo el mayor inconveniente de esta situación es que, mira tu por donde, este día es también el de mi cumpleaños. Así pues, ya lo sabéis, suelo pasarme el día de mi cumpleaños encerrado en mi despacho, bebiendo y fumando, fumando y bebiendo.

De acuerdo. También es verdad que siempre fui un tipo introvertido y retraído, una especie de cangrejo ermitaño con un sombrero en vez de concha, y que en realidad me paso encerrado en mi mismo la mayor parte del tiempo.

Así pues no tiene nada de extraño que, cuando quise darme cuenta, fuera ya muy tarde, y las fechas de Navidad se me hubieran echado encima, tan por sorpresa como mi cumpleaños. ¡Ojo! no nos equivoquemos. No soy uno de esos esnobs que odian la Navidad porque esté de moda odiarla, de hecho la Navidad me encanta, es solo que me la termina jorobando esa misma humanidad, esos bromistas que son los mismos que la manipulan, y la utilizan de excusa o de argumento para sus fines. Esos mismos “bromistas” que inventaron el estupido juego social amañado en el que intento no participar en general en Navidad, y menos aún en este día.

Las calles han sido ya tomadas por cientos de reyes magos, y de papas noeles, que añaden al infernal ruido de las obras, atascos, tráfico, caos y locura, su propio escándalo de campanillas y risotadas. Y están también las deslumbrantes luces de los grandes almacenes, y esas gigantescas pantallas led que han sustituido a los antiguos anuncios de neón, iluminando a un sinfín de ciudadanos que parecen haber sido contagiados por la misma repentina, y poco fiable, epidemia de paz, felicidad, y fraternidad.

Con resignación vuelvo a llenar mi vaso, y me dejo llevar por el color ambarino del bourbon para luego tragármelo de un golpe, y continuar mirando fijamente a través de la ventana, sin ver algo en realidad. A pesar de ser invierno la luz del Sol ha venido a subrayar una extraña calma, y a recordarme que sigo vivo. Esto último tiene sentido aunque no lo parezca porque durante un largo, maldito, e inquietante, periodo de tiempo, justo tras otra Navidad como esta, llegué a creer que no volvería a ver la luz jamás. Por fortuna me equivoqué. También creí que jamás volvería a estar vivo del todo, y en esto ultimo, acerté plenamente.

Doy una larga y rápida calada al cigarrillo, y me concentro en abandonar cuanto antes esa línea de pensamiento. Me he dejado llevar… en cuanto me descuido acuden en tropel los recuerdos. ¡Y siguen doliendo! Mas dolor del que puedo soportar, más del que nadie podría soportar, hacedme caso. Puede que no lo creáis, pero desde muy niño he sido un tipo duro de verdad, y se lo que me digo.

Mi nombre, el nombre que reza en la puerta de mi despacho, para quien pueda interesar, es Adam Chevalier. Y, si alguien me lo hubiera preguntado alguna vez, le hubiera respondido que la vida me parece muy hermosa. Lo que nunca me pareció hermoso es lo que hemos hecho con ella: convertirla en ese aburrido, inclemente, maldito, y amañado juego de salón. Ahora, sin embargo, ya es tarde para que nadie me pregunte acerca de la vida, ya solo entiendo de la muerte, de lo mucho que tarda en llegarnos a algunos, y lo estúpida, equivocada, y estremecedoramente temprano, que les llega en cambio a otros.

Si, ya se lo que estáis pensando: “Este tipo es un amargado y, tanto él como su nombre, están sacados de una novela por entregas”. Y tenéis razón, soy un amargado.

Pero, en cuanto a mi nombre, bueno, eso tiene una explicación razonable. Mi abuelo era canadiense, llegó a Madrid a luchar contra el fascismo, y cuando perdió se quedó definitivamente a vivir el resto de sus días en esta ciudad, y en uno de sus barrios más peculiares. Se enamoró de la ciudad, del barrio, de sus ciudadanos en general… y de una ciudadana en particular. ¡Por mis venas corre incluso sangre de antepasados indios! ¿Podéis creerlo? Podría presumir de ser un fascinante conglomerado de razas y culturas, una amalgama de casualidades y confusiones, una paradójica mezcla de orígenes y colores, pero no me gusta presumir. Soy simplemente una eterna duda inclasificable. Vivo en un moderno mundo de fríos, pragmáticos, decididos, y corporativos ejecutivos, y no tengo nada que ver con todo ello. Es decir, soy lo que llamaríais un perdedor.

Ahora bien, si creéis que eso me importa lo más mínimo es que no me conocéis. Hoy es mi cumpleaños. Me he regalado un par de botellas de bourbon, varias latas de cerveza, y aquí estoy, celebrándolo en mi despacho. Un despacho situado en un edificio con otros mil despachos idénticos en los que otros mil individuos fuman observando la ciudad , como yo, sin ver nada a través de otras mil ventanas… O quizá fumaban, porque también eso empieza a considerarse un crimen hoy en día.

Una ciudad, la del otro lado de las ventanas, en la que como en cualquier otra existen por lo menos dos ciudades bien distintas. Una es luminosa y divertida, hecha de lujo, cristal, y esplendor, que rezuma riqueza, champagne, y diamantes.

La otra es oscura y lóbrega, construida sobre la más sórdida miseria, y el más plebeyo de los vidrios, y se ahoga en vino barato y armas. Un arma por cada diamante de la otra ciudad.

Ya se que en una misma ciudad existen no solo dos, sino muchas más, en esta en concreto he llegado a contar hasta 541, pero eso son ya matices, y los matices suelo dejarlos para los filósofos. Tal vez por eso, en esta ciudad, todo me parecen extremos. Extremos climáticos, extremos clasistas, extremos sociales…, extremos en fin, que pasan de un polo a otro sin transición alguna de por medio. Y un detective se ve obligado constantemente a cruzar la delgada e invisible frontera que separa esas ciudades, y esos extremos, a veces incluso sirve de nexo de unión entre ellos.

De hecho, si es suficientemente observador, requisito indispensable por otra parte para cualquier detective que se precie, pronto descubrirá que las dos caras de la ciudad son igual de tristes en el fondo. Ambas pertenecientes a una misma moneda, partes del mismo maldito juego social. Injustas las dos, las dos sometidas al capricho, no del azar, sino de unas reglas perfectamente asentadas y asumidas.

Es el azar es el que elige el lugar de la ciudad en el que naces. A partir de ahí reglas estrictas marcan tu destino concreto. Un maldito y extraño juego amañado, con distintas reglas para los distintos participantes, y una distinta suerte, también destinada de antemano, dependiendo de donde hayas nacido. Un juego que nunca me resultó atractivo, y en el que no me atrae participar, pues utiliza fichas humanas. Por eso paso tanto tiempo fumando, mientras miro a través de cualquier cosa, haciendo nada, en lugar de intentar participar en él.

Pero, ¡basta! No quiero desviarme, ni aburrir a las cabras. La cuestión es que, para ser totalmente sinceros, a un detective solo le sobra tanto tiempo para pasarlo fumando, sin más, o se ve obligado a compartir secretaria con otros cuatro fulanos, del mismo rellano, cuando no tiene muchos casos que resolver, ni muchas ganas de buscarlos. Y si además se ve obligado a celebrar su cumpleaños solo, y bebiendo bourbon barato, en lugar de autenticas marcas prestigiosas, es porque tampoco tiene muchos amigos, y porque los pocos clientes que tiene, cuando los tiene, no suelen ser precisamente los pertenecientes a la ciudad de los diamantes.

… En fin, como iba diciendo, mi nombre es Adam Chevalier, hoy es mi cumpleaños… es el día de los Santos Inocentes… y soy ese detective.

SINOPSIS

Al detective Adam Chevalier le “cae”, como del cielo, el encargo más abstracto e impreciso que pueda imaginar. ¡Es “el elegido” para salvar el mundo! Claro que el encargo se lo está haciendo un anciano a quien él mismo describe como “el negativo de Santa Claus”, y mientras está completamente embriagado, y para colmo les interrumpen dos “gorilas” que le dan una paliza.

No obstante, cuando está a punto de hacer caso omiso a lo que ha ocurrido, se produce un hecho casi tan improbable como el primero. La actriz más famosa y glamurosa del mundo en el momento aparece en su despacho, y le pide que tome en serio lo ocurrido. A partir de ese momento el detective se ve envuelto en un caso que le hará descorrer todos los velos de sus más profundos sentimientos, conocer a los personajes más disparatados, descubrir el stock más increíble, y terminar reconociendo que la humanidad está ciertamente en peligro, y que en efecto se necesita recurrir a algo más que la realidad oficial para salvarla. Un novela negra, con tintes fantásticos, critica social, humor, drama, y un final… de novela negra.

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