Capítulo 1

Madrid, 17 Octubre de 1987

La noche en la que Matt quería morir hacía frío y olía a humedad.

Llegó a mitad del puente y supuso, a falta de experiencia, que aquel podía ser el mejor lugar. Miró a su alrededor para asegurarse de que no hubiera nadie. Era la una de la madrugada y, a esa hora, el ambiente era tranquilo y sin gente. Matt, alto como era, inclinó ligeramente el tronco para apoyar las manos sobre el pretil, y desde esa posición observó el agua que fluía por debajo del puente. Aquel otoño estaba resultando muy lluvioso y se notaba en el caudal del río. Claro que él, con su juventud y sus nervios, no hizo todo ese razonamiento; a él le bastaba comprobar que había fuerza suficiente para que el agua se lo tragase. Se concentró en lo que quería hacer, pero sus dientes castañeteaban y las rodillas le temblaban tanto que se golpeaban solas contra el murete. Miró sus piernas y en un gesto nervioso las desplazó hacia atrás unos centímetros. Después dirigió de nuevo sus ojos hacia abajo, desenfocando la vista y volviéndola a enfocar. Quería poner fin a su vida, aunque al mismo tiempo le angustiaba la dura sensación que le producía este pensamiento.

«Chaval, pero mírate la cara, esos ojos, si es que no tienes nada…Pareces un muerto».

El recuerdo de esta frase le estalló como el impacto de una bola de nieve en la cara y su enfado se encendió de nuevo, dándole el impulso que necesitaba. Ahora sí que voy a parecer un muerto, se dijo rabioso, mientras alzaba la pierna derecha con un gesto ágil y se encaramaba al puente. Hoy se sentía, más que nunca, como ese error de la naturaleza del que hablaba su madre cuando se enfadaba con él.Se sentó en el borde, con la mitad del cuerpo inclinado hacia delante y las piernas colgando en el vacío.

La piedra era dura y estaba fría. Matt tenía miedo y cerró los ojos para poder coger valor. No iba a ser tan fácil como creyó. Comenzó a desplazar su tembloroso cuerpo despacito, aproximándose cada vez más hacia el extremo. El olor del agua-un hedor a moho y podredumbre- llegaba hasta su nariz. Tenía ganas de llorar y miró hacia arriba ahogando un gemido «¿Qué he hecho para acabar aquí para tener que hacer esto?», se preguntó, al tiempo que movía su cuerpo unos milímetros más. El aire que subía de la fuerza del río le daba de pleno en la cara. Sin proponérselo, la imagen de su madre le vino a la cabeza: «¿estará contenta, cuando me encuentren muerto?», se preguntó. Pensó también en Alfonso,su padre, consciente de que a él sí le iba a causar dolor.Aun así, no pensaba cambiar de idea. Ellos tenían también su parte de culpa, razonó el joven con una mezcla a partes iguales de miedo y rencor. «Cuando lo haya hecho», cavilaba Matt buscando el valor necesario, «cuando me muera,se acabará el engendro. Me tiro, claro que sí; aquí hemos fracasado todos»concluyó de manera lapidaria. Sus temblores eran ya sacudidas,y decidió que había llegado la hora. Apoyó con firmeza los brazos y los tensó para coger impulso.

—¡Espera chico, espera un momento!

Matt, sobresaltado, giró la cabeza hacia su derecha y divisó,al inicio del puente, una figura que corría hacia él: era un hombre bajito y se balanceaba de una manera extraña. De pronto aquella figura tropezó y se cayó, dando con todo el rostro en el suelo; a los pocos segundos se incorporó y continuó avanzando hacia él. Tras la caída,su balanceo se volvió todavía más inestable y de su nariz comenzó a brotar sangre.Matt tuvo la impresión, en esos instantes,de estar viendo a un zombi. Pero a medida que se iba acercando, reconoció con sorpresa que se trataba deAlberto, aquel extraño cliente del bar donde él trabajaba.

—¿Te has vuelto loco chaval? —exclamó éstecon la voz ahogada por la carrera.

Váyase y no se meta en estomurmuró Matt entre dientes.

—Pero si estás tiritando hombre; bájate, y charlaremos un rato.

El hombre se quitó el abrigo de lana gris oscuro que llevaba y se lo ofreció a Matt, pero éste negó con la cabeza. Lo apoyó entonces sobre la barandilla: la prenda, tras unos segundos,se deslizó y acabó tirada en el suelo, sin que ninguno de los dos reparase en ello. Matt observaba atónito cómo Alberto se subía con grandes dificultades al pretil hasta que finalmente,logró pasar sus dos piernas al otro lado y acabó sentado junto a Matt.

—¡Le he dicho que se vaya! —exclamó el joven, disgustado—; este sitio es peligroso para usted.

—Déjate de bobadas; también lo es para ti, inconsciente… ¿De verdad quieres tirarte, solo por una estúpida pelea de bar?—gruñó Alberto con voz pastosa.

—¿Estúpida, la pelea? Mire, no tengo ganas de explicarle nada—respondió Matt con aspereza, notando el intenso olor a alcohol que desprendía aquel hombre—. Aunque de todos modos, no me arrepiento de lo que he hecho. Ese cabrón se lo merecía.Tenía que haberlo matado.

—No vuelvas a decir una cosa así —replicó Alberto—. Las peleas no conducen a nada.Qué sabrás tú, de la muerte.

—Usted sí que no sabe nada, y ya le he dicho que lo mejor que puede hacer es marcharse —le espetó el joven—; pero mírese, ni siquiera es capaz de hablar… Vaya a que le curen esa nariz, y déjeme en paz.

—A la mierda mi nariz. Me bajaré si te bajas tú también conmigo.Anda, no hagas más locuras y salgamos de aquí; nos tomamos juntos una copa y luego lo verás todo de otra manera.

Matt tragó saliva ybajó la vista hacia sus rodillas.

—¿Y después? Yano puedo volver allí.No tengo salida.

—Lo único que no tiene salida es lo que estás a punto de hacer —sentenció Alberto—. Eres joven,estás sano… ¿Qué más quieres?Si algo no te gusta hay tiempo para cambiarlo. No puedes solucionar las cosas a base de puñetazos y luego tirarte por un puente. Hazme caso y vámonos a tomar una copa. La muerte no arregla nada… Sé muy bien de lo que hablo.

Después de escuchar aquellas palabras Matt comenzó a tener dudas dentro de sí: lejos del calentón de la pelea, y tras la charla que estaba manteniendo con aquel hombre, tuvo que admitir que la idea de matarse no era más que el resultado de un momento de rabia y de no una seria reflexión.Es cierto que no estaba contento con su vida, pero la idea de tirarse por un puente tampoco era la mejor manera de acabar. Además, pensó, no tenía por qué volver a ver a su jefe, ni siquiera pedirle disculpas. Tras este razonamiento se preguntó si verdaderamente valía la pena morir por un tío tan miserable; intentó entonces buscar razones por las que valía la pena no morir, y lo primero que le vino a la cabeza fue su querido amigo Chema y los buenos ratos que pasaban juntos. Se dio cuenta de que, si se iba,ni siquiera se habría despedido de él. No podía, se dijo, marcharse así .

Cabizbajo, desplazó sus largas piernas, giró su cuerpo hacia el otro lado sosteniéndolas en el aire y con un gesto ágil las colocó de nuevo en suelo seguro. Se quedó de pie, mirando a Alberto, que había seguido con la mirada todo el movimiento.

—Muy bien, Matt, eres un tío sensato —le dijo, pasándose el puño de la camisa por la nariz.

El joven se movió unos instantes para entrar en calor; de pronto vio el abrigo tirado en el suelo y,en un gesto instintivo,se agachó para devolvérselo a Alberto.

—Échame una mano —pidió éste—, que bajaré yo también. Me estoy quedando tieso por culpa de…

Un fuerte golpe de tos le impidió acabar la frase: se inclinó peligrosamente hacia adelante yde pronto,sin tiempo para reponerse, le sobrevino una arcada que le hizo perder definitivamente el equilibrio,precipitándose al vacío con un alarido. Matt se levantó y corrió a sujetarlo, pero el hombre se le escurrió torpemente entre las manos. El chico lanzó un grito mientras veía con horror cómo aquel cuerpo caía agitándose en el aire, mientras el tiempo parecía detenerse en ese brevísimo instante. Después, el ruido de un impacto contra el agua, y Alberto desapareció engullido por el río.

La corriente era intensa yel joven corrió al otro lado del puente para intentar divisarlo, pero no vio nada. Comenzó entonces a llamarle gritando con desesperacióny a golpear frenéticamente con los puños el pasamanos de piedra.

Y de repente, paró.

Miró a su alrededor. El puente estaba vacío; nadie más que él había visto lo sucedido. Eso le inquietaba. Empezó a desear que ojalá alguien los hubiera visto. ¿O quizás no? ¿Era malo o era bueno que no hubiese testigos? ¿Qué debía hacer ahora? se preguntó mientras jadeaba. «Avisaré a la policía… No, eso no puedo» recapacitó con nerviosismo. «Después de lo del bar… ¡Mierda!» soltó, llevándose las manos a la cabeza;»¡Ahora sí que me he metido en un buen lío!». A través de la camisa podía sentir los golpes secos y rápidos de los latidos de su corazón. Se sentía culpable de muchas cosas, pero no lograba razonarlas.»¡Por un puto segundo!» se maldijo «¡Por un maldito puto segundo!»… Un segundo de tiempo que lo situaba al borde de la frontera de la vida y la muerte, del bien y del mal, y a tan sólo un paso del delito.

Matt estaba aterrorizado ysólo quería huir de allí. De pronto se fijó en el abrigo y lo recogió con rapidez. No podía dejar ningún rastro, debía marcharse rápidamente. Borrar esa escena como si nunca hubiera sucedido. Miró de nuevo a su alrededor con desconfianza y comenzó a andar para salir del puente. A medida que se alejaba, sus pasos eran más rápidos. Sus largas piernas empezaron a correr más y más, como si hubiera visto al diablo. Y poco le habría faltado,pues ahora, además le invadía otro miedo: el miedo a Alberto. Miedo a girarse y verlo subir por el puente, miedo a escuchar sus pasos tras él;que lo atrapara con su mano fría y lo salpicara con su sangre. Miedo de sentirlo empapado y muerto tras de sí.Y aquí el pánico hizo su entrada: Matt empezó a correr desesperadamente, con zancadas que casi lo elevaron por los aires; sus piernas adquirieron vida propia y le llevaron en una carrera frenética a ningún lugar, escapando una vez más de sus demonios y alejándose de aquel lugar al que tan impulsivamente había querido ir a morir.


Capítulo 2

Eran ya las dos y diez de la madrugada cuando Matt llegó a la plaza Olavide.A su alocada carrera tras la escena vivida, le sucedió un caminar nervioso por las calles de Madrid hasta que logró llegar a esa placita solitaria que él conocía bien,ya que muy cerca de allí vivía Chema. Estaba aturdido y cansado, y se sentó en un banco de madera marrón que había en un extremo de la plaza.

Respiró hondo y se inclinó hacia adelante, apoyando la cabeza entre las palmas de sus grandes manos. No podía creer que todo lo que acababa de pasar fuese cierto. Necesitaba entender qué había ocurrido en esa funesta noche desde que abandonó enfurecido el bar,hasta el momento en que Alberto cayó al agua. ¿Por qué narices le había seguido? El chico tampoco lograba comprender su propia torpeza al permitir que aquel hombre se sentase a su lado, sabiendo que a duras penas se sostenía. Todo era culpa suya, admitió afligido, y se daba cuenta de que en cuestión de minutos la vida se le había puesto del revés. Estaba muy asustado y se sobresaltaba cada vez que se oía el motor de un coche, temiendo que fuese la policía.Se miró las manos,y observó que estaban llenas de rasguños a causa de los golpes que había dado contra la baranda del maldito puente. Después, juntó las palmas y las frotó con energía pero tuvo que parar al sentir el dolor. Dio una patada de rabia en el suelo. Hacía mucho frío y no paraba de tiritar. Giró la cabeza y miró con recelo el abrigo que se había traído desde el puente. Tras unos segundos de titubeo, decidió,finalmente, ponérselo, aunque solo con la idea de llevarlo el tiempo justo, el suficiente para entrar en calor.

Se puso de pie, introdujo su brazo izquierdo y después el derecho, despacio y con cuidado. Al sentir la prenda cubriendo su cuerpo, le sobrevino un ligero reparo que desapareció en cuanto se vio protegido del frío. Se volvió a sentar y con las manos se levantó la solapa, acomodándola una sobre otra para proteger su garganta. Metió entonces las manos en los bolsillos se recostó en el respaldo del banco. De golpe, se estremeció al palpar un objeto en el fondo del bolsillo derecho. Enseguida reconoció por el tacto que era un llavero y lo extrajo con prudencia: se trataba de un simple manojo de tres llaves, insertadas en una arandela plateada, de la que colgaba una cadenita con un pequeño balón de fútbol blanco y negro en su extremo.

Matt guardó el llavero y con curiosidad, introdujo la mano derecha en la parte interior del abrigo: sus dedos recorrieron el saco sedoso del bolsillo interior y enseguida se toparon con un papel. Tras dudar unos segundos, decidió ver exactamente qué era. Se trataba de un sobre blanco y que estaba doblado en dos. El joven lo desdobló y leyó el nombre de la persona a quien iba dirigido:

Juan Vives Roig

Calle Padilla, 65, 3º-1ª

Madrid”

El sobre no tenía sello y tampoco estaba cerrado; dentro contenía una hoja, pero Matt no se atrevió a indagar su contenido y lo guardó de nuevo en el mismo bolsillo. Apoyó entonces los codos sobre sus rodillas preguntándose cómo iba a salir de tan difícil situación. Pero ahora la curiosidad por leer el contenido de esa nota era muy fuerte. Quizás ese hombre estaba esperando la carta y en estos momentos estaría buscando a Alberto. Se preguntaba quién podía ser ese Juan Vives, y le asaltó el temor de que acabase siendo un problema más. Imaginó diferentes supuestos y comenzó a preocuparse. Su cabeza daba vueltas y no conseguía vislumbrar ninguna salida así que decidió que la única manera de resolver sus dudas era averiguar lo que se escondía dentro del sobre: ese pliego podía contener algo muy importante o sencillamente una tontería, pero la única manera de saberlo era leyéndolo. Pegó una rápida ojeada a su alrededor para cerciorarse de que estaba solo, y, en un gesto rápido, sacó el sobre de nuevo. Lo abrió con dedos temblorosos y extrajo el papel que contenía.A simple vista se trataba de una carta. La hoja presentaba un aspecto sucio, y estaba escrita con una caligrafía torpe y desordenada. Matt no pudo evitar que sus ojos se posaran sobre el texto y comenzó a leer:

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HADO (Sinopsis)

Matt es un chico de veinte años con un pasado amargo que decide, tras una fuerte discusión, poner fin a su vida tirándose por un puente. Su acción se ve frustrada con la aparición de un hombre llamado Alberto, que logra disuadirlo, aunque será él quien acabará precipitándose al vacío. Tirado en el suelo quedará su abrigo, en cuyo interior el joven descubre una inquietante carta dirigida a un amigo llamado Juan Vives, y que contiene una petición muy especial.

Matt decide entregar la carta al destinatario, y a pesar del recelo inicial se acaba creando entre ellos una corriente de confianza que les unirá para cumplir el último deseo de Alberto, relacionado con una joven llamada Marta, el gran amor de su juventud.

Para Matt significa el inicio de una búsqueda que le llevará a un secreto de familia y que pondrá en cuestión sus raíces, dando un vuelco a su vida. La investigación le hace viajar hasta Barcelona, en donde descubrirá la turbadora historia de su propio pasado. Paralelamente a la búsqueda de sí mismo, irá descubriendo la vida de Alberto así como la relación con Marta, muchacha de una familia de clase alta con la que Alberto vivió un intenso amor. La vida parecía sonreír a este joven y humilde chico, cuando se produce un dramático acontecimientoque le obliga a abandonar su ciudad (Barcelona), para comenzar desde cero en Madrid, donde llevará una existencia atormentada por los recuerdos.

Las pesquisas de Matt -ayudado siempre por Juan Vives- le acabarán llevando a un desconcertante descubrimiento que deja a ambos en estado de shock y que finalmente harán que Juan acabe confesando a Matt el terrible secreto que Alberto escondió hasta el final de sus días.

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