El hombre de los fulares

El hombre de los fulares

Rafa Roca Cruz

24/02/2018

-Voy a matar a un hombre, necesito hacerlo.

-¿Pero qué dices?

-Lo que oyes, que he decidido matar a un hombre, así de claro. Si no me lo quito de en medio, él me apartará a mí.

-¿Y me lo dices por teléfono?

-¿Hay otra manera? Hace días que trato de hablar contigo, tendrás varias llamadas perdidas mías en tu teléfono. El contestador no está activado, te hubiera dejado grabado un mensaje.

-Vi tus llamadas, pero en momentos en los que no me venía bien devolvértelas y luego me despistaba, lo admito. Y lo siento, lo siento, no pensé que el asunto fuese tan importante. Ya sabes, siempre ando liado, las cosas no me van bien en la agencia, atravieso una mala racha, la jodida crisis afecta a mi sector una barbaridad, estoy en pérdidas, facturando un setenta por ciento menos que el año pasado y no me centro, voy de cabeza, estoy considerando cerrar el negocio. Pero dime, ¿quién es? ¿Y por qué? ¿Qué te ha hecho ese hombre para que quieras matarlo?

-Nada, no me ha hecho nada, pero no quiero que venga a mi funeral, prefiero ir yo al suyo.

-Ese trabajo, ya te lo dije, no me gusta, tú vales para mucho más. Ha terminado por desquiciarte, te ha cambiado, has perdido el norte.

-Mi trabajo es como otro cualquiera.

-Sí, y tan decente y respetable como cualquier otro, pero te está trastornando. Lo mejor será que nos veamos, la llamada te resultará muy cara.

-Tengo tarifa plana. Además, lo que menos me preocupa ahora es el dinero, quizás dentro de poco tiempo ya no me sirva. Prefiero la tranquilidad, librarme de este desasosiego que no me deja descansar y que me está carcomiendo el alma.

-¿Hablas en serio? ¿Has previsto las consecuencias? Piensa en tus hijos.

-Ellos estarán bien. Su madre sabe cuidarlos y podrá hacerlo.

-Veámonos, hablemos, comamos mañana, te invito.

-¿Mañana? Mañana hoy será ayer y puede que ya sea tarde, que todo haya terminado. O empezado. Mañana será acaso o vete a saber, o quizás, o tal vez. ¿Qué habrá mañana? A lo mejor tengo paz, a lo peor sigo sin descansar. Mañana… ¡Si no sé ni qué es hoy! ¿Jueves, viernes, lunes? Mañana queda muy lejos.

-Entonces hoy, veámonos hoy. Ahora o cuando te vaya bien, pero permíteme intentar disuadirte. Piensa en tu familia y en la de ese hombre, que también la tendrá.

-Ese hombre y su familia me importan un bledo. No, no, un bledo no, que es muy cursi ¡Ese hombre y su familia me importan una puta mierda! Eso es, una puta mierda me importan ese hombre y los suyos. Que les den a él y a toda su estirpe. No le echaré de menos, al contrario, dejar de verle me aliviará de este mal rollo que llevo encima, de este… No sé cómo explicártelo para que lo entiendas.

-¡Martín, por nuestra amistad! Un café. Ahora. Acudo donde digas.

-No puedo, tengo un servicio dentro de un rato.

-¿Un servicio es un funeral?

-Sí, entre otras cosas.

-Bueno, pues dime dónde es y salgo hacia allí enseguida. ¿Entras en la iglesia?

-Claro que entro en la iglesia. ¿Quién crees que coloca la caja allí? Pero no me quedo, la misa no me la trago, espero fuera. Y después de que los familiares reciben los pésames, la llevo al cementerio o al crematorio.

-¿La caja es el ataúd?

-El ataúd o el féretro.

-¿No son lo mismo?

-No. Que su fin sea el mismo, albergar un cadáver, no significa que no haya diferencias entre ellos. El ámbito funerario también tiene su argot, como el publicitario. ¿Tú no distingues entre faldón, media página, cuarto o módulo? Y, sin embargo, todos son lo mismo: espacios para insertar anuncios. Pues igual.

-¿Y cuáles son las diferencias entre un ataúd y un féretro?

-Los ataúdes son hexagonales, y terminan en punta. La parte final, la de los pies, es más estrecha. Los féretros son rectangulares y su anchura es la misma en toda su longitud, por arriba y por abajo. Los féretros normalmente están forrados y acolchados, y la tapa que los cubre puede dividirse en dos. La superior es la que se abre para permitir ver al muerto. ¿Satisfecha tu curiosidad?

-No es curiosidad morbosa, nunca te había preguntado por detalles de tu trabajo. Ha venido a cuento, nada más. ¿Lo haces sólo tú?

-¿El qué?

-Meter y sacar la caja. ¿No es muy dificultoso para un hombre solo?

-Utilizo un carro muy cómodo y fácil de manejar. Lo llevo en el coche, es plegable. Y para poner encima la caja siempre hay algún voluntario. Antes éramos dos empleados, pero a la funeraria le ha venido de perlas el ejemplo gubernamental de los recortes, es la excusa perfecta. Y te aseguro que el volumen de trabajo es el mismo. Hay menos lujos, las coronas son más pequeñas, sin tantas flores, las lápidas son más modestas, pocas de mármol y muchas de granito, y se eligen cajas más económicas, pero la gente se sigue muriendo en las mismas proporciones, la crisis no ha aumentado la salud de los ciudadanos, al contrario. Y, además, hay más suicidios y no ha menguado el número de accidentes mortales.

-En Alzira habrá pocos suicidios.

-En lo que llevamos de año ha habido varios.

-Bueno, qué más da. Dime a qué iglesia he de ir, dispondremos de casi media hora para charlar. Verás como recapacitarás y te quitarás esa absurda idea de la cabeza.

-Será inútil que insistas, lo tengo más que decidido.

-La iglesia, la iglesia, dime la iglesia.

-En la de nuestro barrio, la de Santos Patronos, a mis 16:30, a tus cuatro y media.

-Ahí estaré. Y ahora deja de pensar en eso, por favor.

Aunque sabía que Martín estaba cargado de manías, rarezas y puñetas, la conversación que acababa de mantener con él me alarmó. En su voz aprecié convencimiento, no estaba de guasa como otras veces, no había hablado en broma ni pretendido tomarme el pelo.

Martín era más que mi mejor amigo, Martín era, incluso, más que el hermano que no tuve. En bastantes ocasiones me había sacado de apuros económicos y de otros atolladeros, en él siempre encontré el hombro en que apoyarme. Me sentí culpable por tenerle abandonado, por no haber atendido sus últimas llamadas. Nuestra amistad comenzó en la infancia, hicimos juntos la primaria en el colegio Julio Tena y después el bachillerato en el instituto Rey Don Jaime. En el verano en el que ambos cumplimos diez años, nuestros padres, que también eran amigos, nos regalaron un tándem con la innecesaria condición de que nadie más que nosotros montase en él. Aquella bicicleta, única entonces en Alzira, objeto de envidia de los críos de nuestra edad, fue más que un juguete compartido, supuso la consolidación del aprecio inquebrantable entre los dos. La usamos durante varios cursos, hasta que dejamos de llevar pantalones cortos. Luego no sé qué fue de ella. Acabado el COU, nuestras vidas tomaron derroteros distintos. Él tuvo que ponerse a trabajar para ayudar en casa y yo fui a la Universidad. Y pese al transcurso del tiempo, se empeñó en continuar siendo un revolucionario incondicional del rock progresivo de los setenta que añoraba las temerarias manifestaciones ante los grises, siempre ávidos de que sacáramos los pies del tiesto para empezar a actuar con sus porras.

————————————————————————————————-

Martín trabajaba en una funeraria, conducía el coche fúnebre y también amortajaba los cadáveres. Culo de mal asiento, no había tenido estabilidad en su vida laboral. La precaria economía familiar le obligó, terminado el COU con notas excelentes, a renunciar a una carrera universitaria y a trabajar como aprendiz en un taller de chapa y pintura. Aquello no era lo suyo, pero tampoco lo fue la recolección de naranjas ni las barras de bastantes bares ni la puerta fría en la venta de seguros ni otras ocupaciones que no recuerdo. En la funeraria se asentó cuando ya era padre y su mujer empezaba a cansarse de sus vaivenes profesionales.

Me fastidiaba ir a los funerales, sólo acudía a los de ineludible compromiso. Y cuando lo hacía me entretenía imaginando lo concurrido que estaría el mío. Probablemente ni en momento tan propicio habría unanimidad en la opinión que de mí tuvieran los asistentes.

El último viaje del difunto iba a ser en coche de lujo. La berlina, alemana, negra, limpia, brillante, impecable, con los pomos de las puertas relucientes y con la ventanilla del lado del conductor bajada, estaba aparcada ante la entrada principal de la iglesia. Martín, sentado en el asiento del conductor, con la mirada perdida, ensimismado, ajeno a la aparente consternación de quienes esperaban en la calle a que finalizara la misa para dar el pésame a los familiares del fallecido, sostenía un cigarrillo entre los dedos de su mano izquierda mientras que con las yemas de los de la derecha tamborileaba en el volante. Definitivo: algo grave debía ocurrirle, hacía años que había dejado el tabaco.

-¿Qué haces fumando? -le pregunté a modo de saludo.

-Ya ves, la carne es débil -contestó, mientras salía del coche.

-¿Pero no lo habías dejado?

-Sí, pero ese hombre me puede.

-¿Qué hombre? ¿Está aquí?

-Sí, es aquel.

-¿Cuál?

Miré hacia donde Martín me indicó con sus ojos, al gentío que ocupaba la acera de enfrente a la iglesia.

-Aquel, el del fular.

Le vi enseguida. Más que encontrarle, tuve la incómoda sensación de que él se había ofrecido para que le localizara de inmediato. No se movía. Parecía contemplar la puerta de la iglesia con indiferencia y transmitía la misma impresión de quietud que la farola que había a su lado. De mediana altura, cabello cano y corto, casi rasurado y bastante delgado, como si pasase hambre, los huesos de los pómulos se le marcaban en su pálida tez. Vestía traje y camisa oscuros, con los que contrastaba un fular beige que parecía de terciopelo.

-¿Y qué tiene de especial? -pregunté-. Es un hombre como los demás. ¿Qué le diferencia del resto del personal?

-El fular, joder, el fular, sólo él lleva fular. Casi nadie usa fular. ¿Tú te has puesto alguna vez uno? No recuerdo haberte visto con un fular.

-Sí, es cierto, tampoco recuerdo yo haber usado fulares. Siendo niño, y porque mi madre me obligaba, alguna que otra bufanda sí que me puse. Sin embargo, el fular es una prenda como cualquier otra, no hay nada de extraordinario en que ese hombre lleve uno.

-¡Pero es que siempre lo lleva! Tanto da la estación del año en la que nos encontremos. ¡Incluso en un día soleado de primavera o verano luce un fular alrededor de su cuello, de ese gaznate de buitre que tiene! ¿Y qué me dices del traje y de la camisa? Parece que acaba de estrenarlos para la ocasión. Y sus zapatos, siempre bien lustrosos. Y negros, también negros. Todo en él es negro. Todo menos el fular.

-¡Martín, qué chorradas estás diciendo!

-Yo veo todo negro en ese hombre, todo. Todo menos los fulares. Y le veo así porque tiene el alma negra. Para mí es el fulano del fular. Y me lo voy a cargar, no te quepa duda.

– Martín, no exageres, va de luto, será un familiar.

-A ver si te enteras, no va de luto. Si ese hombre fuese de luto cabría suponer que acompañaría al resto de la familia. Y no llevaría el fular de los cojones. Los fulares son para fiestas, no para funerales.

-¿Eso dónde está escrito? ¿En qué manual de protocolos lo has leído?

-No sé si está escrito o qué. Es cuestión de sentido común y de buen gusto. Parece un personaje de una novela de principios del siglo pasado, un gánster o un sicario a sueldo que aguarda a su víctima para liquidarla.

-Martín, te estás pasando tres pueblos.

-¿Percibes en su rostro el mínimo atisbo de pena, de dolor? Va de negro, pero no de luto. ¡Cómo va a ir de luto con ese fular! Va de fiesta. Para él acudir a los funerales y entierros es una celebración. ¿Pero por qué?

Miré de soslayo a aquel individuo.

-Procura que vuestras miradas no se crucen.

La irracional advertencia de mi amigo me intranquilizó. Me giré y di la espalda a aquel hombre. No obstante, fui consciente de que ante Martín debía conservar la calma, el colmo sería que me contagiara su nerviosismo.

-Martín, el calor te afecta, o tal vez sea el exceso de trabajo, pero no estás en tus cabales. ¿Cuándo tendrás vacaciones?

-Las vacaciones las tomaré cuando acabe con él, hasta entonces no podré disfrutarlas.

Antaño, en la juventud, en nuestros veraniegos paseos nocturnos por la Plaza Mayor de Alzira, charlábamos hasta altas horas de la madrugada. Una de las aficiones que compartíamos era la lectura, nos entusiasmaba comentar los libros que leíamos. De la biblioteca municipal cada uno elegía un libro, procurábamos que el número de páginas fuese similar. Para leerlos establecíamos un plazo de tiempo, luego los intercambiábamos y después hablábamos de ellos durante nuestras caminatas. Así, en ocasiones, descubríamos en la lectura del otro detalles que habíamos pasado por alto en la nuestra o a los que no les concedíamos la misma importancia. Otras veces, las más, coincidíamos, incluso en frases concretas, y eso nos satisfacía y reforzaba nuestra complicidad.

La Plaza Mayor de Alzira era bastante grande comparada con otras de poblaciones cercanas. Reunía dos plazas en una, separadas por la calzada que las atravesaba y que unía la calle de Calderón de la Barca con la de Benito Pérez Galdós. Literatura al este, literatura al oeste, nos decíamos cuando paseábamos por ellas. Y es que, a diferencia de las parejas de novios y otros adolescentes que en los atardeceres y por las noches preferían la zona de las palmeras, pinos y pomelos, con sus bancos de madera y la fuente, que funcionaba sólo en días festivos, o de los jubilados, que por las mañanas tomaban el sol en la de las columnas gruesas de piedra, cuyos bancos eran de cemento y donde formaban corrillos en los que comentaban la actualidad local y se daban a conocer noticias que jamás aparecerían en los periódicos, nosotros elegíamos la ruta transversal. Y así, en nuestros recorridos llegábamos al principio de Pérez Galdós, que nacía en la Plaza, y regresábamos hasta el final de Calderón de la Barca, que en la Plaza terminaba. ¿Y en medio qué? ¿En medio de la literatura qué? Preguntaba uno, y el otro contestaba ¿En medio? ¡En medio nosotros! Cuando tuvimos coche fuimos muchas noches de verano a la explanada de la Ermita de El Salvador. Allí aterrizó el helicóptero en el que viajaba el Papa cuando visitó la ciudad con motivo de las inundaciones que la asolaron en octubre de 1982. Entonces, muchos de los damnificados que quitaban barro de sus casas y negocios dijeron socarronamente que el suelo que debía haber besado el pontífice era el de sus calles y no el de una alfombra estrenada para la histórica ocasión.

Desde la explanada contemplábamos la noche iluminada de Alzira y nos creíamos su ombligo. ¡Qué sería de ella sin nosotros! Y nos desternillábamos de risa. Qué tiempos, sin rendirle cuentas al amanecer ni mayor preocupación que la de divertirnos. Nos apasionaban la literatura y la música. A él le fascinaban Pink Floyd y un disco de Mike Olfield, al que consideraba como un himno. Le llamaba Las campanas. Durante el último curso de bachillerato los dos bebimos los vientos por una compañera que prefirió al empollón de la clase. ¿Qué haremos cuando tengamos cuarenta años? nos preguntábamos. Los cuarenta eran el día de mañana, estábamos cansados de escuchárselo a nuestros padres. El día de mañana hacía ya más de quince años que había pasado, el futuro era esa tarde de junio en la que a mi amigo se le cruzaron los cables.

-Tomemos un café en algún bar -le propuse.

-No debo alejarme del coche. Quedémonos aquí, he de estar al tanto para sacar la caja. Y el trabajo concluye en el cementerio, hasta que la metan en el nicho.

-¿Te ocupas también de eso?

-No, pero he de estar presente y asistir a la familia por si surge algún contratiempo.

-Bueno, cuéntame el motivo de esa decisión tan drástica. ¿Por qué no solucionas las diferencias que tengas con ese hombre de otro modo?

-No le conozco, no sé ni quién es ni de dónde viene. Sólo le veo los días de servicio. Pero eso sí, no se pierde ni un funeral ni entierro desde el 10 de junio de 2012. Ya son cinco años viéndole dos, tres y hasta cuatro veces por semana. ¿No es para desquiciarme?

-¿Cómo recuerdas la fecha?

-Ese día la selección debutaba en la Eurocopa contra Italia y yo…

-Y tú trabajabas por la tarde -le interrumpí-. Sí, recuerdo que me lo comentaste, que echabas pestes porque no te habían cambiado el turno.

-Yo estaba en el coche, escuchando el partido por la radio. Cuando marcó Di Natali le vi. Entonces no le concedí importancia, pero sí, me fijé en él, cómo no hacerlo. Flaco flaquísimo, con esa cara tan lechosa, como si jamás hubiese tomado el sol y con un fular. ¡Un fular en junio! Algunos hombres de los que esperaban fuera de la iglesia para dar sus condolencias se enteraron del gol del empate de Cesc. Y se armó un pequeño revuelo. Todos preguntaban, todos querían saber. Todos menos el del fular. Y desde aquel día, desde el 10 de junio de 2012, le veo en todos mis servicios.

SINOPSIS

A Martín le abruma la inexplicable presencia de un hombre en su cotidianeidad laboral. Y decide matarlo. Su mejor amigo tratará de disuadirle. Sin embargo, terminará sumándose a su causa, también querrá acabar con el hombre de los fulares.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS