El ritmo agresivo de la capital lo conocí cuando visitábamos a la familia en las vacaciones; pero vivir allí, era otra cosa. Mis padres me enviaron a la gran ciudad para estudiar la secundaria. Llegué a casa de mis tíos y recuerdo que para mis gastos diarios bastaba una moneda de un peso; sesenta centavos eran intocables para el transporte y el resto, para golosinas. Al año, ya había cambiado los dulces por cigarros sueltos que vendían enfrente de la secundaria. Esta nueva vida me estaba gustando, no tardé en hacer nuevos amigos. ‘Un hormiguero no tiene tanto animal’, decía Chava Flores en su canción ‘Sábado Distrito Federal’, en la media hora de asueto o recreo, con más de dos mil alumnos juntos, se creaba tal alboroto en el gran patio que un motín penitenciario se quedaba corto.
Durante las vacaciones, y en complicidad con dos de mis primos, nos atrajo un anuncio clasificado que ofrecía empleo de ayudantes. Para obtenerlo, tuvimos que falsear nuestra edad y, para nuestros gustos y las salidas con las chicas, era prioritario contar con dinero propio. En pleno invierno, con mis manos congeladas y tiritando, me reconfortaba el café hirviendo que doña Pancha vendía afuera de la construcción. Mis padres ni remotamente se imaginaban que en ese empleo se requería caminar por las vigas de acero de aquella estructura, de haberlo sabido, les habría dado el soponcio, y más si hubieran visto el día que el gordo Efraín resbaló y quedó colgado de una de esas viguetas a diez metros del suelo. Por fortuna, lo rescataron y solo fue el susto, con toda la barriga raspada.
Cuando llegó la tradicional espera de los Reyes Magos, aunque el anhelo ya no era el de años atrás, recibir regalos entusiasmaba. Al pie del árbol navideño, uno de mis zapatos se adornaba con una bolsa de chocolates y una caja en papel navideño. Apresurado, retiré la envoltura y encontré un pequeño avión, con un cable y su control. Parecía interesante, ultramoderno y novedoso.
Salí de casa para descubrir las monerías del artefacto. El pequeño avión volaba en círculo, ligado al cable, a no más de tres metros de radio. Lo habré volado diez minutos; me sentí un perfecto idiota viéndolo dar vueltas a mi alrededor. Frustrado lo regresé a su caja y, sin ningún comentario, me dispuse a disfrutar mis chocolates.
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