El día en que fui un conejo

El día en que fui un conejo

AnísDeLara

15/02/2025

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El sol doraba mi rostro esa mañana de domingo. Y hacía que me sintiera dentro de un caleidoscopio cuando cerraba los ojos apuntando en su dirección. Lejos estaba yo de saber que en unas horas algo se introduciría dentro de mí transformándome de forma irremediable, aunque reversible, en un peludo y suave animal de compañía. Lo cierto es que estaba haciendo un agradable día de primavera y la idea de comer todos juntos en el jardín se deshacía en la mente como en la boca un pestiño de miel o una rosquilla de mi abuela. Ante tal perspectiva, el arroz con cosas (que no paella) era la mejor opción para colmar el exigente gaznate de una familia numerosa entre abuelos, padres, hijos, tíos, primos, sobrinos, nietos y amigos varios con los que no hay lazos de sangre, pero que acaban siendo parte de la familia más que algunos de los miembros originarios. Y yo estaba feliz, despreocupada. Solo que puse una condición, la cual yo consideré sencilla. Que no quería comer conejo. Ya que, a pesar de que no llegaron a ser bautizados, habíamos acogido varios en nuestro hogar y, en mi mente, comer conejo equivalía a comerme a uno de mis parientes y no precisamente a un tío o a un primo, sino a uno de mis hermanos o de mis padres.

Por supuesto, sabía que el arroz con cosas incluiría carne, pero albergaba la esperanza de que tendrían la deferencia de avisarme en caso de ser conejo. Pues, qué va. Se ve que mi yo de entonces tenía demasiada fe en mi familia. Mi abuela me aseguró y reaseguró que no era conejo, sino ternera, cerdo o lo que fuera, pero no conejo. Así que yo comí mientras el sol me seguía acariciando y yo me sentía poderosa por mi firmeza respecto a mis pobres e irregulares principios infantiles.

No fue la primera ni la última vez que un adulto me engañó y, como más tarde pude comprobar, también como verduga, es una costumbre adulta la de mentir a los niños. Pero, mi abuela me había mentido. Y yo lo sospeché porque una voz en mis entrañas me susurraba que algo andaba mal. Y tan mal que iba algo, que mi cuerpo se convirtió en el de un conejo aquel alegre domingo de primavera.

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