PRIMAVERA

Desde la ventana de la habitación de la residencia, sentada en la silla de ruedas, podía ver las montañas de la sierra. Estaban bañadas por un sol otoñal que se acercaba al crepúsculo y pintaba el paisaje de un color anaranjado.

Mientras dormitaba, de la penumbra del pasado surgió nítida, real, una imagen que había permanecido agazapada en los recovecos de su mente desde hacía varios años. En la incierta luz de un nebuloso y frío día de invierno, vio marchar a su padre escoltado por dos hombres de aspecto rudo que le increpaban y, con cierta violencia, lo introducían en un coche, negro como el nubarrón que cubrió su alma.

— ¿Qué ocurre mamá? ¿Por qué se lo llevan?

— No lo sé bien hija—respondió la madre conteniendo el llanto—Han dicho que habían oído decir que él había dicho…, y que sólo querían interrogarle.

Pero él nunca volvió.

Las alegres tardes con las muñecas se trocaron de pronto en largas caminatas, buscando comida bajo las bombas; las noches de historias junto al fuego en frías veladas de hambre y espera; las mañanas de escuela con los amigos en fugaces encuentros en los refugios con otros niños, delgados y tristes.

Cuando quisieron darse cuenta la guerra había pasado y con ella todo lo que un día fue. Ya no había muñecas, ni juegos, ni amigos, y delante de ella, como un muro, aparecieron las interminables jornadas de trabajo y el cuidado de su madre, agarrotada por la tristeza y el dolor.

Con el tiempo el muro se fue diluyendo y al otro lado la niña-mujer encontró el amor, los hijos, los nietos, y con ellos la esperanza.

Mientras dormitaba, sin saber de dónde, apareció otra imagen, también nítida, pero atemporal. En ella conversaba con su padre junto al hogar, su madre se acercaba a ellos, y olía a café y a pan recién hechos; también estaban allí sus amigos, y en el umbral de la puerta apareció su amor. Era primavera.

Cuando vinieron a buscarla para la hora de la visita, no se pudo hacer nada; ella ya se había ido.