Duró exactamente treinta segundos. No hubo necesidad de un reloj ni de un cronómetro; mi cuerpo, de forma natural y fluida, fue capaz de llevar el tiempo.
Yo estaba sentado en uno de los muebles de la sala de estar de la casa de la tía Carmen. Tenía diez años en ese momento. Ella estaba sentada en otro de los muebles y tenía trece. No recuerdo exactamente qué la motivó a cambiarse de lugar y sentarse a mi lado y, sinceramente, no deseo saberlo.
Considerando que ya ella tenía cuerpo de señorita y yo aún rasgos infantiles, no me imagino nuestro tema de conversación; en esa etapa, tres años son una distancia inconmensurable aun para dos primos hermanos.
Lo único cierto, y que recuerdo, es que en un momento nos quedamos en completo silencio. En el cuarto principal estaban la tía Carmen y la tía Mercedes, la mamá de ella, conversando quién sabe sobre qué, mientras que en la sala estábamos los dos solos. Incontables veces había ensayado mi técnica de besado con el interior de mis codos —según mis amigos, era una buena manera de prepararse para cuando llegáramos o pasáramos los quince años—, aun así, en ese instante de silencio yo solo pensaba en qué rutas podía crear en el mueble para mover el carro que tenía en las manos.
Justo comenzaba a mover el carro por el costado derecho del mueble, donde ella se había ubicado, cuando me agarró el rostro y me besó sin decir absolutamente nada.
Luego de los treinta segundos se levantó y caminó hasta el cuarto. Yo la divisé con la sensación de que mi cuerpo ya no era mío. No sé cuánto tiempo duró el trance, solo recuerdo que abandoné el mueble y salí sin avisarle a nadie.
La calle, la casa e incluso mi cuarto me parecieron pequeños, metí todos los juguetes en una bolsa y le pedí a mi madre que los regalara.
Ya estoy harto de los juguetes. Le contesté cuando me preguntó con qué iba a jugar después y descubrí que esas palabras no era mías y la voz tampoco.
Cuando me asomé a la calle y divisé a la vecina de enfrente con su microchor y su sonrisa de siempre, supe que, definitivamente, ya no era yo. Escondí mi vergüenza con mis manos en los bolsillos del mono y rápidamente ingresé a la casa.
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