Ese niño madrugaba cada mañana para cumplir una importante misión: la búsqueda de un brillante tesoro. Abría sus ojitos chicos. Retiraba las sábanas impregnadas con su superhéroe favorito. Corría a la habitación de los adultos. Trepaba con determinación como lo hace un escalador para llegar a la cima de la montaña. Encontraba su tesoro en los besos sonoros, el abrazo caluroso y el “te quiero mi amor” de una madre que dormía pocas horas.
Con el paso del tiempo los besos olvidaron su nota musical, los abrazos se volvieron fríos y las palabras se convirtieron en letras. El niño dejó de buscar el tesoro un jueves. Luego un martes. Pasó semanas enteras sin cumplir su misión.
Un lunes construyó un tesoro con sus propias manitas. Lo llenó de besos, abrazos y “ponte buena”. Lo entregó a la madre. Su misión cambió, pasó de buscar el tesoro a entregarlo. No faltó a su cita diaria durante meses.
Un domingo, el adolescente se quedó sin misiones y comenzó a buscar otros lugares en los que intercambiar diferentes tipos de tesoros.
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