Me veo reflejada en la esfera brillosa que, con nostalgia, acabo de colgar. Recuerdo como si fuese ayer, cuando aquel árbol de navidad era testigo crucial en el juicio que buscaba a la responsable de aportar la mejor guarnición a la cena familiar. En aquel entonces, mis tías: «las condenadas».
Protagonista principal del festivo encuentro anual que solía entrelazar las diferentes ramas de ese otro árbol trascendental en la vida de cualquier humano. Ese que todos dicen que hay que saber podar pero que muy pocos se atreven a hacer. Del cual, muy por el contrario, con el paso del tiempo, algunos, y acá me incluyo; preferimos soplar las hojas secas sobre la mesa de algún terapeuta para que sea otro el que las barra.
En el reflejo de esta bola, veintitantos después, me reconozco madre y feliz de haber dejado por el camino tantas navidades repletas de regalos y vacías de contención.
En mi nostalgia apesadumbrada, entre el «no te ensucies el vestido» y el «ayudá a poner la mesa chinita vaga» resuenan palabras filosas como espada, que escuché de mi propia madre unos días antes del encuentro, palabras que yo jamás le diría a mi hija:
«No sacudan los adornos, este año no se arma el arbolito porque me muero antes de navidad»
No me atreví a refutar, ni a preguntar más. En ese entonces sabía a medias lo que era la muerte y pensaba en mi inocencia, que si la nombraban tres veces, se presentaba. No tenté a mi suerte. Guardé bajo mil cerrojos ese miedo, de perder a mi madre antes del festejo, pero esa bola que una vez al año me mira, tiene esas mil llaves, y me lo recuerda cada vez que se refleja en ella mi mirada de niña.
En el hogar que creé para mi hija, las navidades no tienen tantas voces, pero sí, las palabras justas y necesarias para sanar.
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