Amelia salía de casa camino al mercado, como cada domingo con su madre y su hermana menor. Siempre disfrutaba de esos paseos, jugando con su hermana. Veía señales con forma de «cara», piedras redondas como pelotas de fútbol y charcos inmensos como piscinas.
El mercado era un mar de toldos de colores. Tonos vívidos por todas partes, gente en tropel, un calor pegajoso y un barullo incesante que lo envolvía todo. Pero eso no importaba cuando estaba con su familia. Su madre solía comprar mucha verdura; con ella se podían hacer guisos, purés, ensaladas… Era la mejor forma de ahorrar, pues la abundancia no era parte de su vida.
Pasaron las horas y en el horizonte aparecieron nubes negras. El cielo azul se tornó de un gris amargo, y el sol comenzó a ocultarse. Había que regresar a casa antes de que la lluvia las atrapara. Apresuraron el paso. Su madre tomó un atajo por un callejón desconocido. Amalia y su hermana se aferraron a su vestido, inquietas, mientras avanzaban por el angosto camino.
—Por aquí llegaremos antes —dijo su madre, con voz tranquila.
Apenas divisaban la salida cuando una voz grave sonó a sus espaldas. Ignoraron el llamado y siguieron caminando, pero de repente un hombre agarró a su madre del brazo.
—¡Deme todo lo que lleve, rápido! —exigió, apuntándola con una pistola.
—No tengo nada, se lo juro. Lo he gastado todo en el mercado —respondió ella, forcejeando.
—¡Mentira! ¡Deme el dinero ya!
El miedo paralizó a Amelia. Su madre logró soltarse y corrió, pero un estallido hueco retumbó en el callejón. Un pitido ensordecedor recorrió la cabeza de la niña. Su cabello se humedeció, y un río de sangre brotó ante sus ojos. No había sonido, solo un silencio abrumador.
Miró sus manos, a su hermana, al cielo… No entendía qué estaba pasando. Amelia sentía un dolor profundo, no físico, una sensación que la despojaba de su ser y la sumía en un abismo de realidad cruel.
Una parte en su interior se quebró, engullida por la fría lluvia. Algo que jamás volvería a ser igual.
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