El lobo feroz

El lobo feroz

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Aquella madrugada del 4 de febrero, sentado en el sofá, con su hijo en brazos, pensó dónde se escondería el monstruo de debajo de la cama. En los pisos modernos, ese lugar lo ocupa un canapé o una cama nido, muebles funcionales. El espacio está congestionado, no hay esquinas ni recovecos vacíos. Miró el hueco entre la televisión y la ventana. Allí se habían ido almacenando juguetes de bebé que hacía tiempo no se usaban. Distinguió un búho de peluche sucio y roto. Lo había comprado con su mujer antes de que naciera Jorge. Cuando el búho se encendía, proyectaba luces y sonaba música relajante.

—En casa no hay lobos. Los lobos están en el bosque. ¿Dónde dices que hay un lobo?

—En la habitación. Lo he escuchado.

—¿Y dónde está escondido el lobo?

—En la tablet.

En una pantalla, claro, las nuevas generaciones. No estaba de acuerdo con que en el colegio empezasen a usar la tablet.

Pensó en qué momento desapareció el monstruo de debajo de la cama. Qué fácil sería reducir los miedos a esa criatura acechante.

—Sería el perro de los vecinos. ¿Vamos a la habitación para comprobar que no hay lobos?

A la edad de su hijo, él insistía para que su madre lo acompañara a la cama, no se atrevía a ir solo, y le pedía que le contase un cuento tras otro hasta que se quedaba dormido. Si alguna vez se despertaba con ganas de ir al baño, se aguantaba. Pensaba que, en cuanto pusiera un pie en el suelo, el monstruo lo agarraría y le arrastraría con él.

El día antes su hijo había salido contento del colegio cantando la canción del Lobo Feroz:

¿Quién teme al lobo feroz?
Al lobo, al lobo
¿Quién teme al lobo feroz?

Luego fueron al hospital y allí Jorge hizo todo tipo de cosas divertidas para arrancar sonrisas a su madre, estaba muy gracioso. No sabía si era buena idea llevarlo al hospital. Su mujer quería verlo.

Acariciaba los cabellos de su hijo con la dulzura que suponía que lo haría su mujer. Paciencia, le decía ella, ten mucha paciencia. Le recordaban a los de ella, cuando tenía la melena larga. Le gustaba sentirlos en la espalda cuando se despertaba por la mañana. Nunca se lo había dicho. Mañana tirará el búho a la basura y quizá alguno más de esos juguetes abandonados.

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