Hacerse mayor

Hacerse mayor

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Estábamos en el pueblo, en la casa de la abuela. Como todos los veranos, mi madre aprovechaba para hacer pequeñas reparaciones, y ya nos había avisado de que al día siguiente madrugaría para pintar el salón. Prefería hacerlo sola, así que nos dijo que no tuviéramos prisa por levantarnos. La casa era pequeña y mi hermana y yo podíamos estorbar si salíamos del dormitorio.

Esa mañana, al despertarme, tardé algunos segundos en reconocer las voces que escuchaba: mi madre y mi abuela discutían y estaban muy alteradas. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando me di cuenta de que lloraban. Me quedé muy quieta: la cama mueble en la que dormía chirriaba con el mínimo movimiento, y no quería que mi madre supiera que estaba despierta.

—Da igual lo que haga, siempre he sido la mala y me has querido menos que a mis hermanos.

—Ay, pero cómo me dices eso, hija… cómo me dices eso.

Siguieron hablando, pero por más que agudizaba el oído, ya no podía entender bien lo que decían. Poco después, las dos se callaron.

Me descubrí, de repente, comparándome con mi madre. Comprendiéndola. Yo también sufría mucho por los celos que sentía hacia mi hermana, y pocos meses antes había sido yo la que le había reprochado a mi madre que no me valorara como a ella.

Yo soñaba con ser mayor para sentirme más segura de mí misma. Imaginaba que, cuando creciera, dejarían de afectarme los desprecios de las compañeras de colegio, que dentro de unos años las comparaciones con mi hermana me darían igual. Escuchando a mi madre llorar tuve una revelación: ¿y si crecer no era garantía de nada y la inseguridad me acompañaba toda la vida?

Cuando mi hermana y yo nos levantamos todo estaba normal: mi madre preparaba la comida en la cocina mientras mi abuela leía una revista. Empezaba a hacer calor. El salón relucía blanco e impoluto.

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