Sin más patria que la pequeña huella de sus pies, Roberto Evelio Figueroa, 8 años, camina sonriente y orgulloso. No digas ¡Hola!, sino ¡Hi!; y no digas ¡Adios!, sino ¡Bye!, le había advertido su mamá Luisa Adiela Bermúdez, 47 años, muerta apenas hace un año cuando cruzaba la frontera hacia Estados Unidos, en Ojinaga (Chihuahua). Y aunque el pequeño Roberto dijo ¡Hi! con timidez reverencial, el oficial lo miró a los ojos con helado desprecio mientras le indicaba la ruta hacia el avión de deportación. El niño caminó confundido y avergonzado. Se preguntaba si había cometido un error: ¿dije Hi o Bye? -pensó. Dos lagrimones corrieron rostro abajo.
Las manos en los bolsillos del pantalón corto y un crayón entre los dedos. Una servilleta verdosa con rastros de salsa de tomate. (Un perro caliente fue su última cena). Un par de canicas. Dos dólares. La fotografía de su madre. Y el teléfono móvil. Eso era todo lo que llevaba de regreso a casa. Al llegar a Caracas, tras dos horas de vuelo, le entregaría sus tesoros a la tata, la abuelita Carla, que besándole ojos, orejas y brazos, le dio la bienvenida. ¡Bendito seas! Lo presentó a los primos y tías, a la pequeña vecina Gabriela y a Marcos, 10 años, cejas negras y pobladas. Labios rojos. La piel cobriza. Verdeazulados los ojos.
-¡Hi!- dijo un Roberto desconcertado. Aturdido.
-¿Cuál Hi!, ni que nada- se burla Marcos-. ¡Mejor, épale, chamito!
A rastras, se lo lleva del brazo calle. Le enseña el vecindario. Comen patilla. Juegan caninicas.
Se hicieron amigos.
Cuatro años después, una tarde de verano, el joven Roberto Figueroa, se burla del peliteñido Donald que empieza a despedirse de la nación. Trump’s Legacy: United States Faces Its Worst Migration and Economic Crisis in 2029, titula el New York Times.
-¡Bye, Donald!
Sentado en una banca de Brooklyn, Roberto mira a Gabriela, que observa cómo se empinan los edificios. Seis meses atrás, cruzaron la frontera por Ojinaga junto a Marcos y tres adultos más. «Allí se murió mi mamá hace cinco años», les dijo Roberto, señalando un montículo de arena y sed en el desierto infernal.
Gabriela fascinada sigue pescando las puntas de los rascacielos acerados.
-¡Épale!- le dice Roberto-. ¿Quieres ver el río Hudson?
Los ríos son como nosotros: viajan sin pedir permiso- responde ella-: ¡vamos! Corren tomados de las manos, abriéndose paso entre tráfico.
-¡Bye! -se despide Marcos-: Yo me quedo. Nos vemos en casa. ¡Hay patilla! Haré empanadas para todos! Mejor dicho, haré empa´todos.

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