Aperol Spritz

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Cuento con más cicatrices de las que me acuerdo, cada una relacionada con un momento en el que mi torpeza fue más rápida que mi cuerpo. Mi madre nunca me dijo nada; las rodillas llenas de sangre o el pantalón rasgado en las rodillas solo implicaban una caída más.

Mi mamá me decía: «No importa cuántas veces te caigas, no te puedes quedar tirada para siempre y, sobre todo, recuerda colocar las manos para no dañarte la cara.»

Luego descubrimos que colocar la mano también podía ser perjudicial. Pasé todo un verano con un yeso, por colocar mal la mano al caer.

No obstante, esta caída no fue igual que las otras; era una caída interminable que un día apareció y no cesó más. Cada vez que lo miraba, me convencía a mí misma de que no era eso, y no era porque tuviera miedo de la reacción de mi madre, quien nunca renegó conmigo por mi torpeza, aunque yo sí lo hacía. Era por un sentimiento más inexacto y que me avergonzaba, por lo que implicaba. Las caídas no solo representaban que no podía valerme por mí misma, sino que también las otras personas lo sabían.

La autoconsciencia de que algo pasaba, algo que me pesaba más que las caídas físicas… La única razón por la cual me levantaba después de caerme era porque, en el fondo, aún sentía que se me permitía caer, como si aún tuviera tiempo para aprender a hacerlo.

Esa mañana desperté con «Estas son las mañanitas» de fondo, cantada por mis padres, mientras lloraba por el golpe de realidad. Solo pude soltar un «no quiero crecer» a mis padres, que me consolaron y me dijeron que todo el mundo crece. Pero yo ya lo sabía. Sentía que ya no podía excusar mi torpeza con la excusa de la infancia, porque ya había crecido, y la prueba definitiva no era la torta de cumpleaños, sino la sangre que había dejado en mi pijama. Esa cicatriz no fue real, pero se sintió como tal.

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