Cae al agua, tarda en reaccionar. Cuando por fin da las primeras brazadas siente que se hunde. Y al hundirse cree que nunca más va a respirar. Y cuando por fin respira ve que se acerca a alguna orilla. Llegando a la costa, apenas al hacer pie, un animal salvaje lo sacude hasta tirarlo al agua. Pero este nuevamente hundirse es en picada; como si cayera de un helicóptero, le llena los pulmones de un agua que no va a retirarse del todo, entonces entiende que aún si volviera a la superficie ya nunca respiraría el mismo aire.
Los que quedamos de la familia veraneamos en la sierra. El aire esconde su azufre, parece que nada hubiera cambiado. Afuera las cuchillas envuelven de un verde curvo la mirada. Calor… Ese verano tengo ocho años, mi hermana trece, mi hermano dieciséis. Mamá murió hace cuatro meses, después de una agonía empecinada. No sé cómo es ir a la muerte ni cómo es salir de ella.
Volviendo de excursión mi hermano insiste. Tomatita, me repite, pellizcándome apenas las mejillas sonrojadas. Lo dice con una ternura mordaz que me saca de quicio. Protesto. Me vuelve a irritar y lo que sigue es un cráter.
Me resisto a abrirme a los recuerdos, a los que, como esa vacación, me llevan a la tierra de los que no pueden escapar. Pero anoche, junto a mi actual cama de dos plazas, irrumpieron, antes que el sueño, aquellos rastros del sótano de la memoria.
Los gritos de mi padre, y más fuertes aún, los de mi hermano en la habitación de al lado, los golpes secos del cinturón. Me estremezco al recordarlo, el tiempo se detiene cuando la cámara de mi mente enfoca el cuarto donde estoy aquella tarde con mi hermana. Como quien rinde un examen extraigo la bolilla y empiezo a recitar la lección de cómo impactó la hebilla de su cinturón contra el pabellón de fuego de mi oreja, cómo la onda expansiva llegó al interior de ese oído que perdió la audición.
No me veo llorar. Sólo estupor, impotencia y ese ardor sulfúrico, la antesala de un odio.
La vida distribuye, en sus planos, una habitación oscura entre el cuarto de infancia y este, donde noche tras noche, antes de dormir, me esfuerzo en no descorrer el velo del tiempo hacia atrás para no exponer mi yugular al zarpazo de la memoria.
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