La zorra y los cristales

La zorra y los cristales

MARIA ANGELES

07/02/2025

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Siempre sentí una profunda admiración por la educación de mi padre y por el desparpajo de mi madre. Aunque en verdad, mi referente siempre fue mi gran madre. Incluso cuando se iba al mercado, aprovechaba para ponerme sus vestidos que, siendo tan cría, me sentaban como auténticos serones.

Pero sin duda, lo que más admiraba en ella era su forma de hablar, sin pelos en la lengua. Hasta que un día descubrí que repetir todo en ese afán de imitarla tenía su precio… principalmente si desconoces el significado de lo que dices: -¿Papá, va a venir hoy la zorra de la tía Josefa? No había mala intención, adoraba a mi tía, pero esa palabra la había dicho mi madre, desconocía el motivo y tampoco me importaba. ¡Me sentía tan mayor imitándola! Lo siguiente fue una bofetada por parte de mi padre, no entendía la razón y eso fue lo que más me dolió.

Aquella pregunta marcó un antes y un después, si bien, con el paso del tiempo comprendí el porqué de la reacción de mi padre.

Muchos años después.

Era una mañana soleada de domingo. Mi marido y yo nos pusimos en marcha con el niño. Todo se torció en cuanto llegamos al coche, la ventanilla del piloto estaba destrozada. Mi enfado fue tal, que sin pensar en el pequeño, empecé a maldecir y a evocar la supuesta profesión de la madre de aquellos desalmados. El asfalto estaba tapizado con infinidad de cristales, yo los miraba con rabia, y no paraba de blasfemar.

El niño iba tomando buena nota de todas y cada una de las palabras.

 A los pocos días.

El vaso quedó hecho añicos al estrellarse contra el suelo. El ruido hizo que la curiosidad del niño le impulsase hasta la misma puerta de la cocina. Se quedó parado, mirando el suelo, pensativo. Luego su cara cambió, y frunciendo el ceño, empezó a repetir las palabras que habían salido de mi boca aquella mañana de domingo. Además, como buen imitador, rememoraba la «profesión» de la madre de aquellos trozos de cristal que yacían en el suelo. Enseguida comprendí.

Aquella mañana, mi hijo pensó que habían sido los cristales los culpables del enfado de su madre.

Y entonces recordé aquella «inocente» pregunta que hice a mi padre. Un niño de apenas tres años me enseñó a ser menos impetuosa.


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