Nunca supimos cuál era el verdadero nombre del Sordo. Lo recuerdo en los últimos años de su vida, cuando era una niña. Lo veía salir a pasear cada día, fuera invierno o verano, con su chaqueta de lana y su boina bien calada. Caminaba despacio, apoyándose en su garrota de roble, un poco carretera arriba y vuelta carretera abajo.
Era una persona más bien solitaria, pero no huraña. Cuando nos veía jugando en la calle, se acercaba, echaba mano a su bolsillo, y nos repartía caramelos, sin decir nada. Nos observaba con sus ojos de color azul grisáceo, sumergidos entre los pliegues de un rostro muy arrugado, y sonreía. Le habíamos llegado a tomar mucho cariño.
Una mañana de verano me sacaron del sueño las voces de la vecina: «¡Han matado al Sordo!». Estaba muy alterada. Al ir a regar la huerta, lo había encontrado tendido en la carretera, boca arriba, sobre un charco de sangre. Lo habían atropellado dándose a la fuga.
No llegaba a captar en toda su extensión el significado de la palabra “matar”, acostumbrada como estaba a ver en los dibujos animados seres que explotaban y, al momento, corrían como si no hubiera pasado nada. Pero sabía que, cuando decían que alguien se había muerto, íbamos al entierro y no volvíamos a ver más a esa persona. Pensé que el Sordo ya no podría pasear, no se acercaría a darme caramelos y no sonreiría más.
Salí corriendo para ir a enterarme de todo. Cuando llegué al cruce, me colé entre quienes estaban ya allí concentrados y vi que, a un lado de la carretera, en el breve arcén, yacía el Sordo. Aún tenía los ojos abiertos, pero ya no podía sonreír. Se me saltaron las lágrimas. Sentí que nada volvería a ser igual para mí.
Pasadas unas semanas, se supo que, en el taller de Matías, habían arreglado el coche del Señorito. Tenía el cristal delantero roto y un golpe en el capó. Se empezó a rumorear que la Guardia Civil había estado indagando sobre el motivo de los desperfectos, sin llegar a ninguna conclusión. Las sospechas del pueblo estaban claras, pero nadie se atrevió a señalar públicamente ni a denunciar.
Entendí que todos los seres humanos tenemos una vida, pero no todas las vidas valen lo mismo.
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