Había un espejo en el desván de la casa de mi abuela, grande y antiguo, con el marco de madera desgastado por el tiempo. Desde pequeño me habían advertido que no me acercara demasiado a él.
«Los espejos viejos guardan cosas que no deberían ser vistas», decían. Pero aquel verano, con trece años recién cumplidos, la curiosidad me pudo.
Subí al desván una tarde de tormenta, cuando el cielo se desgarraba en relámpagos y el aire olía a asfalto mojado. El espejo estaba cubierto por una sábana vieja que resplandecía con la luz tenue que entraba por la claraboya. Con manos temblorosas retiré la tela…
Mi reflejo apareció ante mí; sin embargo, no era el mismo de siempre. Había algo en mis ojos, una profundidad que no reconocía, como si hubiera alguien más mirándome desde dentro.
Toqué el vidrio, estaba frío y ligeramente ondulado. De repente sentí que el suelo cedía bajo mis pies. No era un vacío físico, sino algo más sutil, como si el mismo tiempo se estirara y contrajera.
De repente el reflejo en el espejo ya no era el mío. Era un hombre mayor, con arrugas en la frente y mirada cansada. Yo era él, y él era yo, separados por un velo invisible.
—¿Quién eres? —Pregunté, aunque en el fondo ya lo sabía.
El hombre sonrió, una sonrisa llena de tristeza.
—Soy lo que serás —respondió—. Soy todas las decisiones que tomarás, los errores que cometerás, las pérdidas que sufrirás. Soy el precio de crecer.
Retrocedí asustado. El espejo recuperó su normalidad. Mi reflejo volvía a ser el de un niño. No obstante algo había cambiado.
Ya no podía verme sin pensar en aquel hombre, en su mirada llena de historias que aún no había vivido. Bajé del desván con el corazón acelerado, sabiendo que había cruzado un umbral, sin vuelta atrás.
A partir de ese día todo cambió. Cada decisión y cada paso estaban cargados de un peso que antes desconocía. Había visto el precio de crecer y no solo por la pérdida de la inocencia sino por la certeza de que el tiempo nos transforma en alguien que no siempre reconocemos…
El espejo seguía allí, cubierto de nuevo. Mas su sombra se alargaba sobre mí, recordándome que la infancia no se pierde de golpe sino en pequeños fragmentos, como pedazos de un cristal que nunca podremos recomponer.
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