De entre los muchos regalos que recibió Martina por su décimo cumpleaños, el único que le hizo ilusión fue la muñeca de porcelana. Por eso, en cuanto terminó su fiesta, volvió a casa con ella en brazos, como si fuera un bebé. Al llegar a su habitación, la colocó en la mesita. Así podría verla desde la cama. Así también la muñeca podría verla a ella.
Mientras tanto, sus padres hablaban en la cocina:
– No me gusta nada esa muñeca que le ha regalado mi hermana a la niña – dijo su padre, en voz baja.
– Pues a ella le encanta, ya lo has visto…
De pronto, apareció Martina, con la muñeca en uno de sus brazos. Con la mano que le quedaba libre, le estiraba sus tirabuzones castaños una y otra vez. Los miró y dijo:
– La voy a llamar Ángela, por lo preciosa que es.
Cada tarde, al volver del colegio, Martina jugaba con Ángela, inventando historias. Le ofrecía trocitos de su merienda y fingía que la muñeca los comía con gusto. Le tocaba sus rizos, y admiraba sus ojos azul claro y su piel perfecta.
Ángela llevaba un vestido anticuado, como suele suceder con las muñecas de porcelana, en tonos azul y beige. Martina había pedido a su madre un vestido parecido, para las ocasiones. Así que, cuando llegó el día del cumpleaños de una de sus amigas, se lo puso, y cogió también su bolso cruzado gris.
– Parece una de las gemelas de El resplandor – susurró su padre-, pero en mona.
– No seas exagerado – respondió su madre, sonriendo.
En la fiesta les recibieron las amigas de Martina, vestidas con tops y vaqueros ajustados. Bailaban al ritmo de una música atronadora. La niña se unió a ellas, dando saltitos. Dejaron su bolso en el armario de los abrigos.
Cuando acabó la fiesta, mandaron a Martina al armario. Entonces se oyó un llanto agudo y penetrante, como el de un bebé. Todos los padres se dirigieron maquinalmente hacia el lugar del que venía el sonido. Resultó que era Martina quien lloraba, agachada en el suelo, con su muñeca rota entre los brazos. Tenía la cara aplastada, y una pierna girada apuntando hacia la otra. Sus padres trataban de calmarla, sin éxito.
– Tendría que haberla cuidado mejor… – murmuraba, una y otra vez.
Los demás padres se les quedaron mirando, asombrados.
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