Recuerdo un vaso de metal color violeta del que bebíamos todos los primos cuando, sedientos y sudorosos, interrumpíamos nuestros juegos para precipitarnos escaleras arriba en busca de un ansiado trago de agua fresca.
Concha nos recibía con su sonrisa generosa y nos ofrecía el vaso que pasaba de mano en mano, mientras el calor del verano nos resbalaba por la espalda.
Los fines de semana la finca familiar se convertía en un paréntesis de libertad, una burbuja de risas y aventuras. Nos bañábamos en la playa, inventábamos juegos en el prado y espiábamos, fascinados y temerosos, el bosque prohibido tras la verja de la casa.
Era un mundo de pantalones cortos, mofletes encendidos, peleas a carcajadas y travesuras sin consecuencias y, en medio de todo, nuestro rincón sagrado: el castro.
Aquel montículo era nuestra atalaya, el palco de nuestros sueños. Sus piedras fueron testigo de los secretos de nuestra infancia, el lugar donde soñábamos en hacernos adultos, el rincón donde nos escondíamos de miradas ajenas, jugando a ser mayores sin saber que la infancia se escapa sin avisar.
Una tarde, cuando el sol empezaba a ocultarse, Paloma decidió que no quería marcharse. Y en ese instante, algo cambió, y el castro se convirtió en el amargo escenario del que un día, Paloma no regresó.
Ese día marchamos con una sensación extraña que ninguno supo nombrar. Aquella noche supe que los juegos no duran para siempre. Que, de algún modo, habíamos cruzado una frontera invisible.
Nunca volvimos al castro. La verja del bosque siguió cerrada y el vaso violeta se quedó en la cocina, esperando que alguien volviera a necesitarlo.
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