El mundo de tiza

El mundo de tiza

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Aquella tarde Carmen lanzó la piedra al aire, que rebotó sobre el empedrado antes de detenerse en el último recuadro de la rayuela, el número diez.

A la pata coja fue avanzando de casilla, pero bajo sus pies no había números que guiaran el juego, sino símbolos extraños dibujados en tiza. Tras el primer salto, le pareció escuchar la voz dulce de su madre leyéndole los finales felices de los cuentos de hadas. En el segundo, volvió a reír como cuando su hermano la empujaba en el columpio del jardín, elevándola más y más hasta hacerla sentir que casi podía acariciar las nubes con la punta de sus pies. En el siguiente recordó la emoción de pedalear la vida, aferrada al manillar de cintas de colores que danzaban al compás de su libertad. A cada salto, volvían los días de viento en los que su padre le enseñó a volar la cometa. Un arco iris de colores vibrante entre las ráfagas del otoño. Y el sabor del helado de fresa comprado a la salida de la misa de los domingos, que dejaba un cerco dulce alrededor de su sonrisa. Pero tras cada impulso los símbolos de tiza se desvanecían, mientras las casillas se quebraban bajo sus pies, dejando escapar entre las grietas los ecos de su niñez.

Carmen puso el pie en el último recuadro y se detuvo. La piedra, testigo silencioso de su travesía, descansaba sobre un corazón rojo atravesado por una flecha, con dos nombres en su interior. El dibujo ya no era un simple garabato infantil, sino el susurro de un sentimiento que, sin aviso, la había traspasado como esa flecha blanca. Miró hacia atrás y los cuadrados que tantas veces había recorrido se desdibujaron llevándose consigo la última huella de su infancia. Con la piedra apretada entre su mano, guardiana de sus recuerdos, dio el último salto abandonado para siempre la rayuela. Y sus pies cruzaron el umbral hacia un mundo sin dibujos de tiza.

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