Una vez tuve nueve años, en 1961. Aquellos días pasaban lentos como paquidermos. La ciudad: Buenos Aires, la única que me adoptó sin pedir nada a cambio. El barrio: La Paternal. Mi casa estaba junto al puente San Martín, ahora rebautizado Julio Cortázar, pues Julio era un vecino. Entonces el barrio era más conocido por Los Lirios, el primer «hotel alojamiento» (eufemismo de love hotel), que por el aún poco divulgado escritor. Tiempos extraños: las rayuelas, sin censura anticlerical, culminaban en el cielo.
Todavía más extraño: yo estudiaba en los escolapios con otros mil y un alumnos, pero ninguna flor. Las niñas y las jóvenes tampoco jugaban en la calle, eran una leyenda urbana. Todos afirmaban conocer a alguien que conocía a alguien que tenía una hermana o una prima.
Extraña época, inverosímil, difícil de contar. ¿Dónde estaban las muchachas? No sé dónde las hallaron los demás. Yo las encontré en los libros, tantas como quise. Más tarde llegó mi Guillermina. Luego Inés; sí, una monja me inició en el rito. Emmas y Nanás, muchas Naná. En cada ocasión reviví lo ya anticipado por la lectura. Tal vez haya llegado mi turno de aportar alguna doncella a la literatura. Mejor me apresuro.
En ese desierto de niñas apareció Estela, también de nueve años. Estela, bajo condiciones muy estrictas, enseñaba su cosita. La ceremonia se cometía en el cielo del edificio más alto del barrio.
Con el gigantesco lirio de neón del cercano hotel detrás de ella, Estela se sentaba en el pretil de la cornisa. Nunca antes de recibir un billete de cien pesos Moneda Nacional de cada uno de los cinco, ni más ni menos, espectadores. Los pequeños, alucinados, debían apostarse con las espaldas pegadas a la barandilla del extremo opuesto del vertiginoso terrado, a ocho metros de ella, como un pelotón de fusilamiento. Entonces la niña, siempre sentada, se subía la falda y —no te lo vas a creer— ¡abría las piernas!
Fue una experiencia crucial, pues nunca llegué a reunir tanto dinero: sin dones no se puede ni contemplar el paraíso. Mis amigos la visitaron, ¡incluso repetidas veces! Sin embargo, al interrogarlos, todos respondían lo mismo: «No vi nada». Era una conspiración: nadie compartía conmigo lo que había descubierto. Tardé mucho tiempo en comprender esa respuesta. Fue necesario leer otro libro para descifrar el enigma: «Lo esencial es invisible a los ojos».
OPINIONES Y COMENTARIOS