Comienza la temporada. Los rutilantes fichajes escasean en los cromos, convirtiéndose en preciadas posesiones. Un pequeño jugador se aferra a un vetusto brazo que le aúpa al autobús en dirección al terreno de juego. Las piernas le flaquean. Apenas cuenta con experiencia. Fiará todo a los consejos de quien lleva toda una vida jugando. Presta atención a los detalles. No le quita un ojo de encima a su mentor. La primera jornada se salda con victoria. Vuelve cansado, pero con más y mejores cromos que al principio.
Termina la primera vuelta. El invierno ha dejado el banquillo y despliega todo su frío juego. El joven jugador es testigo de las primeras lesiones. Aquella mano que le acompañaba ha perdido vigor. Algunos rivales se aprovechan del despiste de su entrenador, que no reacciona a tiempo a los envites. Su joven estrella acude en rescate y bloquea cualquier ocasión de gol. Casi en fuera de juego, consiguen salvar un empate y regresar sin perder más estampas que las necesarias.
Fin del campeonato. La última jornada carece de emoción. Todo ha terminado. Los cromos se agolpan en una polvorienta caja. Nadie parece interesado en jugar ni un minuto más. Exhausto, el no tan joven jugador afronta la incertidumbre del verano. Se hará extraño no escuchar las instrucciones de su maestro. Una voz resuena desde la otra punta del vestuario.
—Niño, qué pronto has venido hoy, ¿no has pasado por el Rastro? Con lo que le gustaba ir los sábados a tu abuelo a reñir por tres cromos… —gritó una entrañable anciana que preparaba la comida.
—No, abuela. Ya no voy. Ahí solo hay cosas de niños… —replicó el joven mientras intentaba contener una lágrima que se le escapaba por la mejilla.
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