Su madre era muy muy madre, era una atrapagigante que achuchaba niños y dejaba rastro de ello en una multitud de fotos que poblaba la casa, encima del televisor, a la izquierda del televisor, en las paredes del pasillo, al lado del frigorífico, enfrente del retrete, en todos esos cuadros aparece su madre y él o su hermano. Contrastaba el gesto de canibalismo en la madre con las caras de resignación de quien se sentía rehén. Su hermano optó a lo largo de los años de ser muy muy hijo, y desleal a Javier, se peleaban y gritaba y así su madre lo cogía. Recuerda como una melodía que le acompaña desde siempre, se encuentra en la entreplanta, su madre arriba haciendo camas, y abajo su hermano trasteando con la radio, su madre empezar a cantar Mediterráneo y su hermano a tararearla. Hay una mezcla de nostalgia y de punzada cuando se sorprende cantando esa canción. Su madre buscaba achuchones y su hermano se ponía encima de ella y dejaba su cuerpo inerte de veintitantos años, como un trozo de tocino. En otras ocasiones si ella se frustraba por vete a saber qué contratiempo de la vida gritaba y su hermano también jaleaba en una especie de terapia catártica. Ante estos envistes Javier se retiraba sin ánimo de besos ni golpes.
Recuerda a su padre como un palo estirado con traje y corbata, de escasa presencia. Ya tenía bastantes años cuando un día lo vio en pijama, quieto, triste, desmadejado, y sintió lástima y miedo, pensó en los pasos que él automáticamente pudo haber dado y que lo podían convertir en el gris de su padre.
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