El tren de Cadalso

El tren de Cadalso

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El tren se disolvió en la bruma llevándose a Cadalso hacia su desierto de polvo y olvido. El niño permaneció en el andén, apuntando su linterna láser al vacío donde segundos antes retumbaba el convoy fúnebre. Cada destello rojo era un código en morse: «No te vayas. Quédate. Cuéntame más del maquinista prusiano».

Cadalso había enseñado al niño a leer nubes como cartas de amor («Ese cirro es el suspiro de la cantinera del 13») y a silbar con hojas de magnolio. Los viernes, le regalaba billetes de escudos que olían a naftalina y mentiras gloriosas: «Este lo usé para comprar el primer fonógrafo del pueblo». La madre refunfuñaba tras las cortinas: «No creas sus delirios, Pajarillo».

El terremoto del 85 quebró sus recuerdos. Cadalso comenzó a comprar velas creyendo vivir en 1927. Sus paseos terminaban frente a la casa rosada de Ivonne Asturiaga, la Sofía Loren local que había visto bajar de un Ford Falcon en 1962. El niño lo espiaba mientras dejaba claveles mustios en su buzón y canturreaba «Arrivederci Roma» en falsete.

Una tarde, el comandante Asturiaga los sorprendió. Su sable brilló bajo la llovizna: «¿Qué hace este viejo frente a mi casa?». Cadalso escupió: «Soy inspector de rieles del amor, general». El niño lo arrastró lejos antes de que el acero cortara más que palabras.

Murió en septiembre, mes de sismos y amantes. En la caja de galletas bajo su cama, el niño encontró tres reliquias: una foto de Ivonne recortada de «Vanidades», un boleto a Antofagasta nunca usado, y la linterna que ahora temblaba en sus manos.

El tren fantasma silbó a las 3:33. Entre el vapor, el niño juró ver a Cadalso en el vagón de cola: sombrero hongo, sonrisa de azogue, junto a una mujer de curvas lunares que reía con la boca pintada de carmín.

Cuando la niebla devoró los rieles, el boleto en su bolsillo latió como un corazón de papel.

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