Aplastaba nerviosamente la pastilla entre cucharas para bajar la fiebre de mi hijo. Aquellas noches compartiendo tarjetas en los baños del Muelle Marzano regresaban a mi mente en intervalos. Nos quisimos entonces y nos queremos hoy. Amaneceres en el Mediterráneo, en las Siete Calles, en la puerta de una vieja ferretería. Soñábamos. Hoy no puedo decir lo mismo.
Las cajas de archivos se apilaban como cuerpos inertes. Llegué temprano a la oficina, pero el caos era la norma. Incendios en cada departamento asolaban mi agenda como una catástrofe sacada de una película de Roland Emmerich. Decidí recorrer un área de ventas. Era más triste que la noche en que Cortés huyó de Tenochtitlán.
Ser engañado es como ser estafado: en algún punto, eres culpable por aceptar la mentira porque te conviene. Informe tras informe, balance tras balance, nada cuadraba. La amnesia selectiva de algunos era formidable. En medio de esa tormenta perfecta, llegó una inspección. Día y noche recibía correos para preparar las visitas de los directivos de Central. Y todos sabemos que su papel es jugar a la centralidad, mover las piezas, afinar el engranaje.
Recorría el tercer piso con dos directivos cuando mi jefe mencionó que faltaba revisar algunas áreas de producción. Al abrir la puerta, un hombre con uniforme de la empresa salía cargado con material. Mi subordinada se acercó y susurró:
—Esa persona no trabaja aquí.
No dudé en abordarlo.
—¿Usted es?
—Del área de compras. ¿Y usted?
—Soy el Director del Departamento.
—¿De todo el Departamento?
—De todo.
La escena hubiera sido hilarante si no fuera tan grotesca. El hombre dejó el material en el suelo y se esfumó. No puedo contar todos los pormenores que siguieron. La frustración del hallazgo. La falta de escrúpulos de quienes viven a costa del engaño. Las miradas de resentimiento que solo respondí con la dignidad de saber que estaba haciendo lo correcto.
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