El bigote del cobarde

El bigote del cobarde

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Teníamos doce y comenzábamos a mutar como pokemones. Acné, sudor y tímidos pelitos asomaban por las piernas, axilas y pubis, pero ni un maldito pelo sobre el labio.

El primero en tener bigote sería el amo del otro durante una semana, ese era el pacto. Nos revisábamos buscando alguna pelusita que canjear por siete días de esclavismo. Reía Imaginando al Chema obedeciendo mis mas absurdas órdenes.

Comenzábamos la Técnica, el liceo rebelde y contestatario. Recién salidos de la escuela, copiamos el espíritu subversivo en las marchas, también aprendimos de derechos y desigualdad e interiorizamos la máxima de odiar a la policía.

-¡Malditos policías, soldados desgraciados, que matan a balazos a estudiantes desarmados!

La dictadura estaba en su cénit. Desapariciones, torturas, represión. Nosotros jugábamos a ser intocables, como protegidos por un manto libertario. ¡Qué poco nos duró su amparo!

Cuando llegó la policía disparando perdigones, marchábamos hacia la gobernación. Respondí con una piedra, un tiro certero. Un oficial cayó sangrando sobre el pavimento. Chema y yo intentamos escapar por el callejón que daba al barrio. Él lo logró, pero yo fui emboscado y empujado al camión. Me patearon por todo el trayecto. De nada me valió ser el más niño.

La prisión fue horrible, recibí golpes y tortura, pero me mantuve firme y valiente. Hasta que me llevaron a la habitación a la que todos temían. Recuerdo al hombre sujetando los cables. Al primer corrientazo oriné el valor que me quedaba.

-¿Quíén nos atacó?, ¡danos nombres y te liberamos!

Intenté culpar a cualquiera. Pero a la segunda descarga grité el primer nombre que atravesó mi cabeza.

-¡Fue José Manuel Urdaneta, le dicen Chema!, lo juro, ¡déjenme ir!

Días después desperté en la alcantarilla de un viejo callejón, herido y titiritando de frío. Alguien me llevó a casa. Solo recuerdo a Mamá, llorando y abrazándome desesperada.

-¡Pensé que te habían matado mi niño, que estabas muerto como el Chema!

Lo secuestraron unos hombres en una camioneta sin placas. Ayer encontraron su cadáver a orillas de la cañada.

Mi estómago se retorció, corrí al baño y vomité mientras lloraba, como en las películas gringas donde los cobardes vomitan de pánico. Lloré al Chema con la culpa lacerándome y su nombre desgarrando mi garganta. Me vi al espejo. El labio partido, el ojo casi cerrado y embarrado de vergüenza.

Entonces los noté. Un puñado ridículo de pelos traslúcidos asomaban tímidamente en mi rostro adolescente.

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