Diego apoyó la frente en el cristal de la ventana, mientras el frío se filtraba por las rendijas entre las chapas. Aquella mañana, su madre le había entregado un pantalón que le llegaba hasta los tobillos.
—Toma, póntelos. Eran de tu hermano y te quedarán bien —había dicho.
Diego notó sus piernas distintas, y el tejido áspero le picaba al andar. En la calle, jugueteaba con un rudimentario molino de madera. Con él fue al arroyo, donde el aire dañaba su rostro. Se quedó observando las aspas inmóviles, atrapadas por una costra de hielo.
Más tarde, se escondió entre la chatarra. Sentado en una silla oxidada, sintió el frío del hierro atravesar los pantalones. Miró el cielo, buscando algo que no sabía cómo nombrar. En el aire resonaban las voces quebradas de su padre, y reconoció el llanto de su madre.
Esa noche, mientras intentaba dormir, el picor en sus piernas se hizo más intenso. Se rascó, pero no sirvió de nada. Notó un escozor allí donde nunca antes lo había sentido. Se levantó y salió al arroyo. Bajo la luz de la luna, el agua permanecía cubierta por un cristal de hielo que parecía eterno. Diego lo tocó con los dedos, sintiendo un frío que no venía del invierno.
La luna estaba enorme esa noche. Caminé despacio por la calle de atrás, donde acumulaban la basura. Llevaba la bolsa en una mano y hacía frío. Al andar, sentía el duro barro. En silencio. Si haces ruido, los perros te oyen, y si ellos ladran, alguien puede salir. Y no quiero que me vean.
Encontré una lata de melocotones en almíbar. Me preguntaba si estaría buena, pero mi estómago gruñía. Me fui al montón de escombros del callejón donde siempre me siento. Saqué la piedra blanca y afilada de mi bolsillo para abrir la lata. A veces la aprieto para que me dé suerte o algo. Me comí los melocotones uno a uno. Los perros ladraban entre el humo de las fogatas. Cuando terminé, me limpié las manos en los pantalones largos. Fue entonces cuando me di cuenta de algo raro. Pensé que, si me quedaba ahí toda la noche, nadie me llamaría. Me asustó pensarlo. Saqué la piedra del bolsillo y luego la lancé al arroyo. El cristal del hielo se quebró con un quejido. Volví al camino con la bolsa vacía, pero mi pecho, en cambio, parecía helado.
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