La estancia de los crisantemos

La estancia de los crisantemos

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El primer domingo de cada mes, mi madre me llevaba con ella al campo para visitar a mi padre. Así sucedió desde que él dejó de vivir con nosotros, cuando yo apenas tenía dos años. Primero me vestía con mis mejores ropas y me calzaba unos botines de charol como si fuéramos a una fiesta. Luego empacaba algunas frutas, organizaba un ramo de flores que había comprado el día anterior, recogía un retrato mediano que colgaba en la sala y me llevaba con ella. Pero, mientras mi madre se quedaba con mi padre y la sentía sollozar en un tono muy bajo como para que no la escuchara, yo prefería recorrer la estancia y acariciar con mis manos los crisantemos de color lila que crecían por todo el lugar o perseguir una pareja de mirlos que hacían nido detrás de unos matorrales cercanos. Otras veces seguía el rastro de hormigas arrieras que despojaban de todas sus hojas un viejo almendro, en cuya corteza se refugiaban bichos de todo tipo que nunca había visto en otro lugar. Cuando sentía que pasaba mucho tiempo, volvía a donde estaba mi madre, aun sollozando, quien, al verme, se secaba las lágrimas, me tomaba del brazo y me llevaba de nuevo a casa. Así pasaron cuatro años hasta que mi padre regresó a la casa. No lo llegué a ver en persona, pero mi madre decía que estaba en un cofre de madera con una cruz de plata incrustada en la tapa, que había ubicado en una repisa debajo del retrato en la sala. A veces, escuchaba a mi madre estar de pie frente del cofre y sollozar muy bajo, como en la estancia de los crisantemos.

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